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Empujar el abismo

MandíbulaCAROLINA LEÓN | Vengo preguntándome desde hace días por qué las autoras imaginamos tan mal y tan poco la violencia. No hablo de reclamar ni nada de eso, hablo de la capacidad de fabular con y a través de ese elemento, uno más de los que están en nuestro mundo y se pueden incorporar a las ficciones. Casi nada acude a mi mente que no sea relatar la violencia que sufren las mujeres como víctimas, amén de algunas autoras con tendencia a lo escabroso (Jelinek, Despentes, Liddell). Si lo digo así se verá más claro: se nos hace harto complicado imaginar una versión de Funny Games o La naranja mecánica recambiando sus personajes por mujeres.

Lo primero que me salió al empezar Mandíbula, en la página tres o cuatro, fue una queja, algo como “qué incómodo me resulta este lenguaje pastiche de narrador en tercera persona con referencias de cine y cultura pop”. Pocos minutos después ya me había quedado enganchada. Una mujer despierta en sus primeras páginas para encontrarse atada y secuestrada por una figura que, cual sombra displicente, friega el suelo. Se sabe al poco de comenzar que la maniatada es una adolescente llamada Fernanda y que la sombra fregadora es su maestra de literatura del instituto. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué narices la profesora tiene cautiva a la alumna, en una cabaña en medio de algún bosque ecuatoriano?

En breve comienza a armarse la sucesión de voces, referidas por un narrador exterior que se mezcla y trenza en la psique de los personajes, y por un lado tenemos a Fernanda, Annelise y su cuadra de amigas, jóvenes despiertas, imaginativas y bullangueras de un instituto religioso privado; y por el otro a la maestra, Clara López. Desde la escena inicial, la novela nos va llevando atrás y adelante: a los desafíos del grupo de adolescentes de clase alta, que se sienten superiores y casi intocables, que ocupan un edificio abandonado para hacerlo suyo y dar rienda suelta a su imaginación, que inventan juegos cada vez más peligrosos; a las infancias de la dos jóvenes protagonistas, best-friends-forever desde niñas, que han compartido toda clase de despertares y acceso a imaginarios (literatura de horror, cuerpo, identidades, transgresiones), a los que arrastran a las demás; a los traumas que lastran su niñez, con progenitores descuidados o desapegados, con algún hermano muerto; pero también nos vamos enterando del pasado de la maestra, quizá el mejor personaje de todos, que ha logrado colarse en el colegio del Opus Dei como última oportunidad de redención, después de haber vivido un asalto y secuestro en su propia casa por parte de otras dos muchachas.

Mandíbula teje una serie de personajes femeninos, jóvenes y no tanto, que ejercen entre sí pequeños y grandes juegos de poder (y, por tanto, de violencia) dentro de sus impotentes mundos, empujando el abismo siempre un poco más lejos. Es un ejercicio de estilo en el que las mujeres llevan una mochila de identidad cargada por otras mujeres, por la relación con sus madres, con sus maestras, con sus amigas. Es un cuestionamiento agrio acerca del legado que dejan las madres en las mujeres a las que dan a luz, de la responsabilidad ahuyentada, así como también de las marcas que dejan las hijas en quienes las han parido. Es una fábula bastante oscura acerca del poder, aunque se quiera promover como una ficción acerca de adolescentes perversas: sin llegar el nivel desatado de Funny Games, la apuesta narrativa va lo suficientemente lejos como para que el lector no sepa qué más esperar, y eso es un acierto. De fabulación libre estamos a veces hambrientos los lectores.

Casi, casi diría que la aparición de las sagas virales conocidas como creepypastas que envaran el tercer tercio del libro es lo menos interesante. Y casi, casi afirmo que en el empeño de colocar un elemento de cultura contemporánea muy reconocible por las más jóvenes se le escapó un poco la oportunidad de continuar ahondando en las consecuencias de esa pirámide de poder, que tiene a Annelise como sacerdotisa de un culto que rinde honores a un dios-horror que diluye en un todo blanco todo lo animal, lo sucio, lo contaminado, lo peligroso y pervertido que puede haber en un cuerpo de mujer joven. Esto lo dice la novela, no yo.

Pero en lo que sí escarba, y con resultados bastante brillantes, es en la relación de poder (bastante sucia y contaminada también) que se establece entre hijas y madres, en una retroalimentación malsana, donde las culpas se hilan desde el cordón umbilical. Algo que seguro Ojeda va a poder abordar tantas veces como desee, con o sin género por medio.

Mandíbula es la tercera novela de una autora joven (se puede llamar así a quien acaba de cumplir treinta) y es la primera de Mónica Ojeda que cae en mis manos: nacida en Ecuador, vive en España y ha recibido críticas halagüeñas sobre todo por su anterior libro, Nefando, también editado por Candaya, además de haber sido incluida en la lista Bogotá 39 de los autores latinoamericanos más interesantes menores de cuarenta. Digamos que su tercera novela no es del todo para mí, que no soy buena lectora de género y que se me escacharra el sintonizador si me intercalan tres nombres propios-de-cultura-popular-que-has-de-conocer para desentrañar la trama, pero al cabo tampoco molestan; digamos también que eso me dio igual al darme cuenta pronto de que los capítulos estaban hilvanados con el solo objetivo de ser devorados. Que el lector, sea quien sea, se puede dejar atrapar en su recreativa prosa sobrecargada de elementos. Y que el resultado es mejor que bueno. En Mandíbula hay, sí, muchas referencias y espléndida literatura. Esa Clara López y sus TOC, además de otras mil cosas, son grandes hallazgos de autora.

Mandíbula (Candaya, 2018), de Mónica Ojeda | 288 páginas | 17 euros

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