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En busca de la personalidad

JUAN CARLOS SIERRA | Después de hablar de su niñez en El club de los mentirosos y de su pasado más presente como adulta en Iluminada, la escritora estadounidense Mary Karr aborda en La flor, la última novela de esta serie publicada por la alianza editorial entre Periférica y Errata naturae, su paso de la infancia a la adolescencia, época complicada donde las haya en la biografía de cualquiera.

Muy lejos de lo que los mistificadores del pasado atribuyen a la niñez y a la adolescencia, quizá por nostalgia, quizá por distancia, quizá por ingenuidad o quizá por autoengaño, son éstas épocas de la vida que tienen su aquel de extrañeza, de una perplejidad que dependiendo de los casos puede rozar la crueldad. La pregunta clave, especialmente en el periodo adolescente, es aproximadamente esta: ¿qué hace un chico/a como yo en un cuerpo como este? –con todo lo que conlleva el cuerpo aparejado, especialmente lo relativo a la comprensión de lo que lo rodea y de sí mismo-.

Pues, bien, más o menos es eso lo que leemos en La flor: ¿qué hace una chica como yo (Mary Karr) en un lugar como este (Leechfield –Texas-), en una familia como la mía tan poco convencional –especialmente mi madre-, en una escuela y en un instituto como estos,…? Y será a partir de esta sensación de pasmo de la protagonista y autora –huelga decir que estamos ante eso que llaman autoficción- desde donde se construya no solo la narración, sino sobre todo la personalidad de la voz que habla en este relato; una novela de formación de manual, en definitiva.

Lo que ocurre es que estamos en la América profunda –religiosa, convencional, ultraconservadora, temerosa, chismosa, prejuiciosa,…- y en la frontera de los años 60 y 70, momento de convivencia especialmente conflictiva entre ese estilo de vida pacato y el más juvenil imbuido hasta las trancas de sexo, drogas y rock and roll (o rocanrol). En este sentido, también podríamos hablar de novela generacional de manual, la de una generación adulta y la de un país que aún existe –para bien y para mal- frente a unas maneras de entender la vida y la sociedad antitéticas y epatantes por parte de los más jóvenes. El conflicto generacional está planteado y servido: el sosiego conservador de la madurez frente a la rebeldía escandalosa o sobreactuada de la adolescencia/juventud. Hasta aquí nada que objetar, pero lo más preocupante es que hasta aquí no hay nada demasiado original. La novedad, sin embargo, en la novela de Mary Karr respecto a otras luchas generacionales se encuentra quizá en la incidencia del final trágico, la costumbre del cadáver bello y joven. Es como en los versos finales del poema de Luis Antonio de Villena ‘Que la mala vida es maravillosa’: “Mis amigos son guapos y casi adolescentes/ e ignoran que alguien –en griego- dijo/ que jóvenes mueren quienes los dioses aman”. Los amigos de Mary Karr y la propia Mary Karr bien pueden representar estos versos y así lo deja escrito la autora en La flor. En cualquier caso, no deja de ser la reproducción de la rebeldía del héroe romántico, tan adolescente, tan ingenua, tan inexperta, tan inconsciente, tan arrojada, tan impetuosa, tan adorable en cierto sentido. No obstante, hay quien afortunadamente sobrevive para contarlo, como es el caso de la propia Mary Karr.

Lo más interesante de este acto de narrar en el caso de La flor es que se hace sin moralina, sin arrepentimiento de confesionario, en un esfuerzo por contar sin más lo que pasó, apuntando a una objetividad tamizada inevitablemente por lo subjetivo, por el yo narrador y protagonista, pero sin que se note demasiado. En este sentido, es muy llamativo ese esfuerzo de extrañamiento de la autora, esa toma de partido por la distancia que oxigena la narración liberándola de, por ejemplo, el peso de la culpa o de la contrición o de los reproches o de la vergüenza ajena, esos charcos en los que un escritor se puede meter con extrema facilidad cuando repasa su adolescencia y su juventud.

A pesar de que la autora es hábil sorteando estos charcos, Mary Karr se mete en La flor en otros que quizá se podría haber evitado con un poco de comedimiento. En la sucesión de hechos, de anécdotas, de acontecimientos más o menos relevantes según el criterio de la narradora, en su raíz, en su germen, se halla el peligro de caer en la banalidad. De hecho, como me señaló en algún momento José Mª Conget, ahí radica el mayor riesgo del relato autobiográfico y ahí cae Mary Karr en La flor. En este sentido, la novela puede pecar de exceso de peso debido precisamente a la inclusión de episodios algo triviales o insustanciales, aunque evidentemente, si están aquí, es porque a la autora opina justamente lo contrario. Esos momentos –algún que otro viaje lisérgico, algún que otro episodio de instituto, por ejemplo- pueden lastrar la lectura, hacerla algo tediosa en ocasiones, bajar su intensidad, producir en el lector cierta sensación de cansancio.

Para contrarrestar y mitigar esta impresión lectora aporta la novela, no obstante, una prosa ágil, natural, muy cercana en ocasiones a la oralidad –y no me refiero en concreto a los diálogos-. Además, para crear esa sensación de agilidad contribuye, sin lugar a dudas, el uso salpicado de la segunda persona del singular, un ‘tú’ que es ‘yo’ y que sustituye oportunamente a este para que pueda respirar la narración, para sacar al lector de la tiranía narrativa ‘yoística’.

No sé si la estructura memorialística del flashback con que está construida la novela en su mayor parte contribuye a dotar a la lectura de la agilidad a la que nos acabamos de referir; probablemente sea así, por aquello de crear en el lector la necesidad de avanzar para intentar cerrar el círculo abierto en las primeras páginas, en esa parte inaugural del libro que la autora llama ‘Prólogo’. Lo que sí se puede afirmar es que esta estructura se aviene bien a lo narrado, encaja con el viaje interior –lisérgico a veces- hacia un punto de salida definitivo, hacia el viaje real después de un intenso viaje interior, el viaje físico tras el largo trayecto estático de una permanente e íntima construcción de la personalidad en obras: “Tardarás décadas en dar vida a ese Tú Misma. Pero seguirás moldeándolo” (página 431).

Novela generacional, novela autobiográfica o de autoficción, novela de formación, novela de viajes y ‘aventuras’,…. Todo eso es La Flor de Mary Karr. Todo eso más lo que cada lector pueda entrever entre líneas y aportarle a la narración. Como la personalidad de la protagonista de La flor, la novela se construye y moldea en el acto de lectura, en el viaje alucinado y alucinante de cada lector. Así que dejémoslo aquí.

La flor (Periférica & Errata naturae, 2020) | Mary Karr | 440 páginas | 23 euros | Traducción de Regina López Muñoz

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