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En contra de la muerte

Tierra inalcanzable. Antología poética

Czeslaw Milosz

Galaxia Gutenberg, 2011

ISBN: 978-84-8109-935-5

435 páginas

23,90 €

Traducción, selección y prólogo de Xavier Farré

Coradino Vega

El que quizás fuera el más grande poeta de su tiempo, según afirmó su colega el también Premio Nobel Joseph Brodsky, desconfió durante toda su larga vida de las capacidades de la poesía y, sin embargo, jamás dejó de escribir poesía. Desde sus más tempranos libros, publicados antes de la Segunda Guerra Mundial y en los que se observa la impronta irracionalista de la vanguardia francesa como cierta atmósfera de espera bucólico-apocalíptica, hasta sus diáfanos poemas de senectud que parecen implorar algún tipo de certeza metafísica, la conciencia de que “No hay lengua que baste para la belleza [o para el pensamiento o la revelación, podríamos añadir con otras muchas citas parecidas]” atraviesa una obra tan compleja, amplia y variada, como perseverante, amarga y transida de un anhelo menos similar a la fe que a la esperanza, a caballo siempre entre la ética y la estética, la sombra y la razón, y por encima de todo profundamente contradictoria. Pues no es Czeslaw Milosz (Szetejnie, Lituania, 1911 – Cracovia, 2004) un poeta fácil de etiquetar. En él comparecen desde Virgilio hasta William Blake, desde el gnosticismo judeocristiano hasta Auden, y encontramos tanto lo elegíaco (que no el lamento), como lo celebratorio (que no la autocomplacencia); tanto la honda reflexión, como la experiencia extática de lo cotidiano; tanto la escritura como vía de conocimiento, como un testimonio histórico que, lejos de describir la ignominia del siglo XX bajo los parámetros del realismo social, guarda una distancia que lo salvaguarda del moralismo por medio de una ironía que opera, más o menos visible, a lo largo de su trayectoria, como un bajo continuo.

Dice Adam Zagajewski ―cuya poesía, como la de Wislawa Szymborska, no sería la misma si antes no hubiese existido la de Milosz― que el autor de Regiones lejanas fue un poeta que combinó pensamiento y canto: un escritor intelectual y filosófico, y a la vez no. De hecho, aunque le incomodaran las grandes palabras y llegara a declararse cansado de la filosofía, Milosz no cesó nunca de formularse los grandes interrogantes. Al mismo tiempo, hay en él un recurrente arrepentimiento de haber aceptado la llamada de la vocación poética, una burla ―a veces inculpatoria, a veces autoparódica― del esnobismo y la imagen de vate visionario heredada del Romanticismo: “…Los poetas líricos, / lo sabía, suelen ser de corazón frío. / Es casi una condición. La perfección del arte / se consigue a cambio de esa deformidad”. Incómodo con el nacionalismo polaco surgido tras la ocupación alemana, hombre de izquierdas, colaborador en un inicio del régimen comunista (llegó a ser diplomático del gobierno en Estados Unidos), se exilió en 1951 aún más incómodo con la mezcla de seducción y amenaza, autocensura y fascinación, y persecución y hechizo, que le produjo el estalinismo. De ello habló en El pensamiento cautivo, ensayo en el que analizó el lento, pero irremediable, proceso de ceguera y entrega de los intelectuales de las Democracias Populares a las normas de conducta, pensamiento y creación impuestas por la Nueva Fe del marxismo-leninismo; un libro en el que se preguntó: “¿Por qué, aun alejado de la ortodoxia política, consentí yo mismo en formar parte del aparato administrativo y de propaganda?”; y respecto al que también acabó sintiéndose incómodo por eclipsar en occidente a su obra poética y convertirle en un estandarte de un mundo en el que se sentía igualmente extraño. Regiones lejanas, Ciudad sin nombre, Tierra inalcanzable u Otro espacio son títulos de algunos de sus poemarios que sirven de metáfora para colegir su condición de desarraigado, no sólo política o geográficamente hablando.

El mundo que habita en la poesía de Milosz es un mundo caído, destrozado por el horror ―tras la guerra su poesía se fue volviendo, alternativa y concienzudamente, cada vez más sencilla: “Siempre añoré una forma más amplia / que no fuera demasiado poesía ni demasiado prosa / y permitiera entenderse sin comprometer a nadie, / ni al autor ni al lector, a tormentos de orden superior”―, un mundo que el poeta observa desde la perplejidad pero también desde el deslumbramiento, nunca desde arriba (pues si de algo carece su ironía es de arrogancia), porque ese mundo es capaz de sacar lo peor pero también lo mejor del ser humano. Si creemos a Cyril Connolly cuando dijo que, para ser un verdadero artista, había que aceptar la vida en su completitud o rechazarla de lleno, Czeslaw Milosz estaría entre los primeros: “Mejor o peor, se ha cumplido la vida / Y un jardín de indulgencia nos ha reunido a todos”. Porque junto a la mirada irónica; la conciencia de los límites del lenguaje, del sufrir, de la escurridiza verdad y de la inexplicable contradicción del pensamiento; y la figura del poeta más como ciudadano que se pasea por la tierra que como portavoz o mesías o genio tocado por la varita de los dioses; el tercer pilar en el que se sustenta la lírica de Milosz es la epifanía. El hombre es un ser lisiado. Incapaz de aprehender el misterio esencial de la vida. De ahí la creación de un camino personal para llegar a comprender algo o, lo que es lo mismo, a Dios, que en Milosz tiene un componente más spinoziano que apostólico y romano. De ahí también que se haya dicho que su poesía sea profundamente religiosa, casi mística aunque sin llegar a la fase unitiva, porque en las epifanías de Milosz ―tan apegadas a lo real y tan capaces sin embargo de elevarnos por encima de lo que somos― percute siempre el anhelo de devolver el sentido original de comunicación con Dios arrebatado por el siglo XX.

“Materialismo, cómo no.
Con la condición de que sea lo suficientemente dialéctico.
Es decir, que sepa usar hábilmente el corazón y la cabeza,
El alma y el cuerpo, la vida y la muerte,
Que no evite preguntas sobre las cosas definitivas,
Y considere igual de importantes los argumentos de los creyentes y no [creyentes”.

Su amigo Joseph Brodsky lo definió como el más grande de su época, que fue casi todo el siglo pasado, porque en el núcleo de su poesía encontraba, como en ninguna otra, la convicción inquebrantable de que el hombre no es capaz de comprender su experiencia, pero también de que cuanto más tiempo lo separa de ella, menos son las posibilidades que tiene para comprenderla. Los tres últimos poemarios de Milosz se preguntan por lo que vendrá después de la muerte. Son una despedida, un deseo y un sereno y a la vez desesperado interrogante. Pero el anhelo de trascendencia de un anciano del todo lúcido en la recta final de su vida, nunca solemne y mucho menos consolador o autocompasivo, no le impide seguir maravillándose mientras llega (y si llega) con las bondades que florecen entre el horror de la tierra.

Esta impagable antología, magníficamente seleccionada, traducida y prologada por Xavier Farré, viene a rescatar en el año de su centenario al extraordinario poeta que fue Czeslaw Milosz, quien, como muchos otros grandes escritores del siglo anterior (estoy pensando en Koestler, por ejemplo), también ha tenido que pasar en España por su correspondiente purgatorio. Ojalá anime a reeditar algunos otros títulos suyos que, como El pensamiento cautivo, son ahora mismo tan difíciles de encontrar en castellano. En ellos, Eros acaba venciendo a Tánatos.

admin

4 comentarios

  1. Gran reseña. El primer libro de Milosz que leí fue, curiosamente, una novela, El poder cambia de manos, y fue una de las lecturas que más me impresionaron durante mi adolescencia.

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