CORADINO VEGA | El último poemario de Eduardo Mitre es de una concisión desnuda y honda que queda resaltada aún más por el espacio blanco que la rodea. Dividido en cuatro partes separadas sólo por las citas que encuadran el tema de cada una de ellas, se adentra con una franqueza carente de amargura en el umbral de la vejez, y en la meditación sobre la muerte, de una forma en la que resuena el tono sentencioso marcado por la perplejidad y la falta de grandilocuencia de los pensadores estoicos antiguos o de Jorge Manrique. En la poesía de Eduardo Mitre no hay ni una gota de arrogancia ni de resabio ni de cinismo en la constatación del paso del tiempo, sino más bien un asombro que remite a la infancia y la adolescencia por más que a su término, en lugar de la juventud o la madurez, aguarde la certeza de la ausencia de futuro.
En los poemas que componen la primera parte, Mitre testimonia el inicio de esa última etapa de la vida, celebrando a la salida de una clínica que los resultados médicos hayan sido negativos con la contención que le produce el recuerdo de sus amigos muertos; o se sienta convaleciente junto a una ventana desde donde ve a la gente caminar deprisa o despacio y se lamenta de no haber andado más de joven, descalzo, por la orilla de la playa; o compara la desaparición de los seres cercanos con el vaciado de la clepsidra o teme asomarse al East River cuando pasea por su antiguo barrio o presiente la inminencia de la muerte con el temblor de una “ligera tristeza”, pero también con una “agazapada alegría” que da gracias “por esta única vida” y casi anticipa la nostalgia póstuma, en el caso de que nos sea dado sentirla. Hay una delicadeza profunda, una transparencia cordial y una alabanza apacible de las cosas en estos poemas que recuerdan a la escena de aquellos monjes bebiendo vino, mientras suena El lago de los cisnes, en la película De dioses y hombres.
Hijo de emigrantes palestinos y profesor universitario en Nueva York desde hace muchos años, Eduardo Mitre nació en Bolivia en 1943 y quizás, a estas alturas, sólo se le note que es un poeta latinoamericano en algunos ecos de la breve descripción de una sentimentalidad que comienza añorando de forma onírica la frescura de la amada ausente y que, poco a poco, se va revelando como una toma de conciencia del amor duradero por la mujer que duerme a su lado “hace ya tantas noches”. Sin embargo, incluso la música melancólica como de tango lento, que suena en este segundo bloque de poemas, tiene en su fluidez una austera naturalidad que marca distancias con cualquier tipo de retórica y de edulcoramiento. Ya casi desde el principio Mitre se propone ser claro “y no andar a esta edad con metáforas”, y ese despojamiento da la impresión de una especie de quietismo zen que se vuelve livianamente grave en los poemas de la tercera parte que encaran de modo más directo el instante de la muerte.
La poesía de Mitre es tan personal que no se parece a ninguna otra: si acaso, más que con James Merrill (que es el autor de la cita con la que se abre la última parte), en sus versos hay tal vez cierta afinidad con la celebración serena de lo cotidiano de Jane Kenyon o la ingravidez de Denise Levertov. Esa cita dice: “Still to recall, to praise”, e introduce muy oportunamente una serie final de poemas en los que Mitre contempla con una admiración que le devuelve a la niñez, y le insufla de vigor mientras lo recorre al atardecer junto a su hijo, el mismo puente de Brooklyn que ya deslumbrara a Walt Whitman, Hart Crane o Elizabeth Bishop; o canta, también como un niño, las mismas nubes que maravillaron a Baudelaire; o describe la impresión que deja en su casa una invitada cuando se marcha después de cenar, su manera de alzar la copa y de entrar en confianza sin suprimir la distancia; o transfigura las palabras que su mujer dice en sueños en una misteriosa realidad; o da fe de un regreso a Granada, de una luna llena, de un nuevo otoño o de cómo su mano aún es capaz de trasladar en silencio su voz a la página.
Qué experiencia más placentera es bordear el tiempo con Eduardo Mitre en esta hermosísima edición de Pre-Textos, tocar sus páginas, escuchar su música discreta como si estuviera “esculpida en el aire”: las palabras de un hombre que sólo teme a la vida porque sigue enamorado de ella.
La última adolescencia (Pre-Textos, 2016), de Eduardo Mitre | 72 páginas | 15 €