0

Enamorada del polvo

ILYA U. TOPPER | Quevedo ha hecho mucho daño. ¿Qué es eso de escribir un poema al amor inmortal, tan preciso y rotundo que cuatrocientos años después lo sigan citando los enamorados? Peor: Irene, la protagonista de Nosotros, recién premiada novela de Manuel Vilas, no solo cita el soneto de Quevedo una y otra vez en su memoria: se convierte en él. Está claro que alguien enamorado encontrará en estos versos, o en otros, exactamente las palabras que dan forma a sus sentimientos, pero lo que pocas veces nos preguntamos es hasta qué punto nuestra educación cultural y literaria nos fuerza a vivir el amor tal y como lo describieron los poetas.

Irene lo vive así. A sus cincuenta años, recién fallecido su marido y amor Marcelo, Marce, ella ya no es otra cosa que polvo enamorado. No tiene vida aparte del recuerdo de su amor. Cierra el negocio, vende la casa —una de las dos casas que posee— y se monta en un avión a cualquier parte. A Málaga, al Mediterráneo, para empezar. No, no es para empezar nada, es simplemente para abstraerse de todo, para sentarse en la terraza de un hotel, pedir una cena de pescado y vino blanco mirando al mar y no ser nadie, nada más que un cúmulo de recuerdos de su amor.

Irene es una mujer bella, y tener cincuenta años no es en absoluto un obstáculo para ser, además de bella, seductora. Para mantener ese poder de atracción que tiene una mujer y que le permite imponer su voluntad a casi cualquier hombre al que vea cenando solo en la misma terraza. Basta con acercarse, saludar brevemente y luego pronunciar una simple frase: Mi habitación es la ciento tal.

Follar con un desconocido no es para Irene una traición a su amor; todo lo contrario. Es un homenaje a ese amor, porque el amante ocasional solo es el medio para un fin: ver a Marcelo en el momento del orgasmo. Un medio, casi un médium, un personaje cuya función se limita a hacer de transmisor de otro, el difunto marido, el amor. Por supuesto, Irene mantiene unas formas sociales intachables y —sin revelarle en ningún momento su condición— tiene un conversación muy interesante con Julio, un descubridor del Mediterráneo profesional para una agencia turística. Tanto que incluso repite a la noche siguiente. Pero con esto ya basta. Se montará en el deportivo de alta gama que ha alquilado, pondrá una dirección al azar en el GPS y partirá para dormir en otro hotel, para seducir, cualquier día de estos, a otro hombre, pronunciando el número de una habitación. Un imán que siempre funciona. Que por el camino haya dejado completamente enamorado a Julio, como dejará enamorado al siguiente hombre, y al siguiente, es un efecto colateral no necesariamente adverso, a quién no le gusta sentirse admirada, adorada, pero en todo caso completamente irrelevante. Irene no se puede preocupar de lo que deja atrás: solo vive en el hoy, en el esta noche, esta cena. Y en el recuerdo de Marce.

Los polvos con hombros elegidos al azar, aunque con el mismo buen gusto que aplica a la carta del restaurante o la marca de champán, pespuntean el transcurso de la novela, le dan cierta consistencia a la hilera de sucesos a lo largo de las autovías del Mediterráneo, de Málaga a Colliure y Séte, pero no son ni mucho menos la parte esencial de la trama. Lo esencial es Marcelo, lo que Irene recuerda de él, lo que vivieron juntos. Veinte años de amor , un amor casi irreal de inverosímil, veinte años en los que todo nueva día era de tanta frescura, seducción, sexo y orgasmo como el primero, veinte años sin cansarse nunca una del otro, veinte años de enamorados recientes. Da envidia, sí, porque esto no ocurre, y entendemos que Irene no vea vida ni antes ni después de lo que fue su vida con Marcelo.

Conforme avance Irene de hotel en hotel, y su memoria de episodio en episodio, nos van molestando de forma imperceptible ciertos detalles, sin embargo. La afición de Irene al lujo —conduce un coche de alta gama, solo elige hoteles de cuatro o cinco estrellas, bebe champán con la cena, lleva en el neceser una colección de perfumes cuyos nombres probablemente cueste dinero pronunciar y se cambia de reloj de muñeca tres o cuatro veces al día— puede parecer al inicio una cuestión de buen gusto, de saber disfrutar de las cosas agradables de la vida en la medida en la que una se lo puede permitir, y si un negocio de muebles de calidad permite a sus dueños darse estos placeres, después de pagar bien y tratar bien a los empleados, pues quiénes somos para criticarlo. Pero el lujo se va transformando en parte de la trama y, lo que es peor, en parte de la historia de amor. ¿Se habrían amado Irene y Marcelo de igual manera, habrían sido capaces de amarse así sin dormir en camas de cinco estrellas? La propia pareja se lo pregunta alguna vez, pero la respuesta queda abierta y conforme leemos, creemos que la respuesta es no. Irene tiene asco a lo que no es lujoso, no podría amar, se nos va quedando claro, a alguien sin estar rodeada de esas comodidades de élite, marcadas como de élite. Como un reloj caro.

Un reloj no tiene siquiera una función de comodidad en un mundo en el que todos llevamos móvil. Llevar uno caro, de marca suiza y de oro, no es más que una expresión de poderío económico. Y es según la marca de reloj que valora Irene el atractivo de sus amantes. No para saber si la pueden invitar —carece totalmente de interés económico—, sino porque eso determina, cree, su gusto.

Inciso: para un periodista de la vieja escuela, al que el segundo día en la redacción le explicaron que no se nombran marcas, porque eso es publicidad, la generosidad con la que Manuel Vilas repite los nombres de relojes caros, aparte de la del coche, tiene un regusto a lo que en mercadotecnia se llama posicionamiento de productos, pero me consuelo pensando que no es realista escribir una novela evitando marcas comerciales porque es cierto que forman nuestro mundo. O al menos el de Irene. Más raro se me hace descubrir que Irene y Marcelo no tenían amigos porque no les hacían falta. Entendemos que se distanciaran de las parejas convencionales que al cabo de unos años de matrimonio se hunden en la mediocridad de la rutina, pero ¿han reemplazado toda su vida social por marcas de relojes?

Irene y Marcelo podrán haber vivido su amor durante veinte años como si fuera nuevo cada día, pero para el lector, después de cien páginas o ciento cincuenta, el soneto de Quevedo se convierte en letanía. A las 180, justo a la mitad de la novela, cuando vamos por el tercer amante y empezamos a preguntarnos si vale la pena seguir leyendo, aparece un rasgo nuevo: le detectamos a Irene una tendencia a la maldad. Una cosa es que no le importe en absoluto lo que les pase a los hombres que a las tres de la mañana echa de su cama, una vez cumplido el propósito —y está bien que no le importe: no les ha prometido nada, cuando le das un número de habitación a un hombre sabe que se trata de follar, no de hacerte responsable de su vida— pero otra cosa es complicarles la vida innecesariamente. Perjudicarlos sin motivo. Porque sí. Porque puede. Para experimentar el poder de fastidiar. Eso no me gusta.

Pero tardamos otras cien páginas para que este rasgo se vaya perfilando como un elemento de la trama. Mientras tanto hemos pasado por Colliure, por Antonio Machado, por una amante mujer y por unos recuerdos de Marce, incluida su lenta despedida, destruido por el cáncer, que se nos empiezan a hacer bola. Todos los intentos del autor de mantenernos encandilados con conversaciones originales entre Marce e Irene, metáforas de muebles y ángeles, frases a medio camino entre la filosofía y la lírica, casi greguerías, no evitan que nos quedemos engollipados. Y esto no lo salva siquiera el lenguaje cuidado, preciso, las frases breves, muy breves, los miles de punto y aparte que hacen avanzar la lectura en staccato, como una secuencia de fotos rápidas, que se graban en la memoria. Leer Nosotros no aburre, pero a las 280 páginas cansa.

Y entonces Irene hace algo que no esperábamos y nos damos cuenta de que todavía no sabemos todo lo que está pasando aquí.

Irene es más mala de lo que pensábamos.

Irene es falsa.

Disfruta destruyendo un mundo del que no quiere tener parte porque no es lo suficientemente reloj-de-oro.

A Irene le gusta la sangre.

Irene cree que cortarse, cortar a la persona a la que amas, manchar de sangre el colchón, hacer daño es parte de la excitación, del sexo, del amor. Y no ahora, por desesperación, sino antes, con Marcelo.

Irene no está bien. Nunca estuvo bien.

Es pasada la página 300 cuando se desmorona la historia en la que hemos creído durante tres cuartas partes de la novela.

Lo que viene después es un anticlímax, también en el sentido estilístico. Ya no está el lenguaje brillante, lírico, breve de la novela; todo se vuelve más cotidiano, hasta la sintaxis. Forma parte del efecto buscado, entendemos. El final, que busca de nuevo la fuerza expresiva de antes, con un salto adelante al año 2041, no cambia ya esta sensación de que Manuel Vilas nos ha llevado por un laberinto cuyo éxito estaba siempre justo detrás de nuestra espalda.

Manuel Vilas nos deja ahí, no nos dice nada más. El perfil de la protagonista solitaria, egocéntrica, enamorada eternamente de aquel polvo que nombró Quevedo, no alcanza para convertir la novela en una obra de crítica social. No permite cogernos de la mano y orientarnos en el laberinto de la confusión entre sexo y amor que nos han infundido y que Irene lleva a su máxima expresión, separando no sexo de amor sino separando el binomio sexo-amor de la persona que circunstancialmente lo ejecuta. Evita llevar hasta las últimas consecuencias la reflexión sobre la esclavitud que significa adorar el polvo que siglos de literatura han colocado en el altar, el de las cenizas, no el que echa Irene. Tampoco permite entrar en la pregunta feminista: ¿qué pasaría si la que hubiera muerto fuese Irene y un Marcelo enamorado del polvo intentara seducir a camareras y viajantes?: ¿no sería un lamentable payaso? Y en el inverosímil caso de que una mujer acudiera a su habitación simplemente porque ha nombrado el número, ¿no sería un deplorable machista?

Hay mucho que pensar a partir de esta novela. Manuel Vilas no nos lo facilita, le parece que no es su trabajo, nos corresponde a nosotros. Y lo primero que podemos decir —para el resto habrá que escribir otros libros— es que Quevedo ha hecho mucho daño.

Posdata.— Entre las preguntas que suscita el libro destaca otra: ¿Qué terremoto ha ocurrido en la sede de la editorial para que se les confundieran los archivadores y a una novela protagonizada por una mujer de cincuenta años se le asignara como portada la foto de una chica casi nórdica que todavía no ha dejado atrás la adolescencia? ¿Y por qué nadie se dio cuenta del error? Es ese un misterio quizás más difícil de resolver que el falso mito del amor eterno.

Nosotros (Destino, 2023) | Manuel Vilas | 368 páginas | 21,50 euros

admin

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *