JOSE TORRES | Fernando Mansilla nos dejó prematuramente a los 63 años. Nacido en Barcelona, pero afincado en Sevilla desde 1981, Mansilla inició una prolífica carrera como escritor y dramaturgo, que lo llevó a cosechar premios como el Hermanos Machado o el del Festival de Otoño de Salas de Teatro Alternativo de Madrid. Inconfundible, delgado, vestido de negro y tocado con un sombrero, Fernando Mansilla recorrió las calles de esa Sevilla vibrante pero dura de los inicios de los ochenta, cuando la heroína comenzaba a morder con saña y el sida aguardaba a su vera agazapado.
Canijo, editada originalmente por El Rancho Editorial (2013) y recuperada felizmente por la editorial sevillana Barrett (2022), es su primera novela. Es la crónica descarnada, estremecedora, irónica a veces, del microcosmos que pululaba por la Sevilla ochentera y en concreto por su parte más desfavorecida y marginal. Camellos, yonquis, prostitutas, desheredados de la España triunfal del Mundial del 82 y la Expo de Sevilla, de los pelotazos urbanísticos y la corrupción rampante, que ya se adivinaba en el horizonte y a la que los personajes de la novela de Mansilla no estaban invitados. Escrita con una prosa ágil, elegante y siempre aderezada con buenas dosis de cariño hacia sus personajes, Canijo nos narra las andanzas del personaje que da título a la novela; músico callejero, yonqui, bohemio, siempre al filo del desastre, porque la degradación personal y la oscuridad se van acrecentando en la novela a medida que ese espíritu con vida propia que es la heroína, como la define uno de los personajes más memorables de la novela, Carlos Serena, posee más profundamente a sus adictos, que en Canijo son prácticamente todos.
Es Canijo una novela que cuenta con un poso autobiográfico evidente. Hay mucha calle (y no de la impostada) en su escritura. Se nota que Mansilla fue espectador privilegiado y sufridor de esa Sevilla marginal que al abrir los ojos no tenía otro horizonte vital que el pico, el pico que calmará ese mono incompatible con la vida, que aplacará el frío, los sudores, los vómitos, las cagaleras, (hay mucha escatología en la novela, se nota que Mansilla no estaba dispuesto a ahorrar detalles que dulcificaran el infierno heroinómano de sus personajes) y, en definitiva, la desesperación absoluta de no contar con un “paquetillo” para comenzar el día.
Es Canijo también una novela en la que se anda mucho, muchísimo. No en vano el interior de la portada, de la exquisita edición de Barrett, es ni más ni menos que un mapa de las calles por las que trasiegan los personajes en busca de su dosis diaria. Porque para ser yonqui hay que estar dispuesto a andar; hacia un lado, hacia otro, desandar lo ya andado, cambiar de rumbo, esperar, volver a esperar y, demasiadas veces, volverse de vacío cuando el camello de turno pronuncia ante la demanda del heroinómano la temida frase “no hay ná”. También hay que sortear a los “sirladores” que acechan a los pobres desgraciados que ya han conseguido su dosis y parten felices al cuchitril de turno para inyectársela, a los “pidelibras”, aquellos desgraciados entre los desgraciados, que ni siquiera tienen el dinero suficiente para poder comprar y acechan en los puntos de venta pidiendo a unos y a otros. Porque Canijo es igualmente un diccionario marginal para personas de bien como usted o yo, que leemos la novela de Mansilla cómodamente sentados en nuestro sofá, con nuestras necesidades básicas más y menos cubiertas y que, como las personas de bien que asisten ocasionalmente a los dramas, tragedias, reyertas, de los personajes de Mansilla, preferimos mirar hacia otro lado y seguir nuestro camino como si con nosotros no fuera la cosa. Y es que, como dice en un momento de la novela un representante de las fuerzas del orden, “los yonquis son yonquis porque quieren”, ¿o no?.
Canijo (Editorial Barrett, 2022)| Fernando Mansilla | 430 páginas | 21,90 €