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Escribirse

9788416396221_l38_04_xCORADINO VEGA | Puede que siempre que un escritor escriba sobre otros escritores esté escribiéndose a sí mismo. Herta Müller al menos, en su caso particular, lo reconoce abiertamente. En la primera de estas tres conferencias reelaboradas después como ensayos, se declara deudora de Theodor Kramer, Ruth Klüger e Inge Müller, cuyos modelos aspira a merecer puesto que sus obras le sirvieron de salvavidas en la Rumanía de Ceaușescu. No se trata de compartir una poética, que también; o una mirada ante el mundo, dado que las circunstancias susceptibles de comparación siempre son distintas. La sintonía va más allá y parte de la pregunta: qué habrías hecho tú si… Para Herta Müller, se trata de textos que transforman lo vivido en algo que trasciende la literatura: son una prueba de integridad personal, hacen patente una escala de valores sin necesidad de afirmaciones dogmáticas, fueron escritos bajo una presión política o amenaza de muerte tan terrible que sus autores pagaron un alto precio. Theodor Kramer consiguió huir de la Austria ocupada por los nazis en el último instante, marchó a Londres, escribió más de diez mil poemas a lo largo de treinta y tres años, y cuando la joven Herta Müller leyó el que empieza “La verdad es que nadie me ha hecho nada…”, se acordó inmediatamente de su padre, antiguo soldado de las SS y ejemplo de persona que por ignorancia o comodidad se volvió tan culpable como los verdugos activos, llegando a la conclusión de que la culpa nunca es consecuencia sino simultánea de lo que se hace.   

Los poemas de Kramer, tan complejamente fáciles, parecen escritos a toda prisa, como fruto del miedo a la muerte, a caer en un pozo del que ya no se pueda salir. Partiendo de ellos, Herta Müller hace un análisis del funcionamiento del Estado totalitario, donde el crimen se institucionaliza como profesión, se subvenciona, se encubre e incluso se premia; donde la propia capacidad de razonar es declarada enemiga; donde el intento de dar un sentido a la vida individual se frustra o castiga y la búsqueda de la dignidad es tachada de delito. Pero para que un mecanismo opere con efectividad hace falta un engranaje. Así Herta Müller habla de quienes se ponen a disposición del régimen sin que se lo pidan (los verdugos que no tienen miedo), de quienes lo hacen porque se lo piden expresamente (los verdugos con miedo), de quienes están dispuestos a colaborar aunque aún no se lo hayan pedido (los simpatizantes), y de quienes se niegan a colaborar (los renegados o enemigos del régimen). De esta forma se construye la trampa. Cualquiera de esos cuatro tipos puede ser un escritor. Cada uno justificará luego de manera distinta su comportamiento.   

Lo que comparten los versos de Kramer e Inge Müller, o las memorias de Ruth Klüger, es que lo que plasman sobre el papel no puede ser considerado sólo literatura al modo habitual, pues se asoma al propio abismo. Paradójicamente, siendo así, sirven de refugio o asidero a quienes pasan miedo y por eso mismo tienen hambre de vida. Recitar de memoria, como supo tan bien Nadiezhda Mandelstam, es una manera de no volverse loco. Pero el recuerdo puede destrozar a los que, habiendo visto la muerte de los otros, lograron sobrevivir: Paul Celan, Primo Levi, Jean Améry o Inge Müller fueron considerados durante cierto tiempo personas salvadas, ejemplos del deber de dar testimonio, modelos que ofrecieron abrigo a los perdidos, pero al final la reconstrucción pudo con ellos: los cuatro acabaron suicidándose. Las memorias del paso de Ruth Klüger por Auschwitz se titularon Seguir viviendo, y en ellas su estilo directo, lacónico y frío, es una forma de moral, la única manera de no perder el juicio, el correlato de una rebeldía contenida antes de estallar de rabia; una apuesta por la individualidad en medio de la desesperanza. Los intelectuales fueron los que primero abandonaron la ética en los campos de trabajo. La llamada gente sencilla conservaba una sola frase en la cabeza: “Eso no se hace”. Los nazis inventaron la idea de raza y, como la naturaleza no apoyaba su odio, crearon también las leyes de la barbarie y la industria de la muerte.

Pero Ruth Klüger no erige un monumento a ninguno de los muertos. Se revuelve contra “la reverencia que se torna fácilmente en repugnancia”. Su madre le propuso cuando ella tenía doce años —inevitable acordarse al respecto de El chal, el impresionante relato de Cynthia Ozick— arrojarse a la alambrada eléctrica y, cuando la niña rechazó la invitación, la madre aceptó su negativa con la misma tranquilidad que si se hubiese tratado de la sugerencia de dar un paseo en tiempos de paz. En la fila de los condenados, a la adolescente Ruth Klüger la sitúan junto a quienes serán gaseados por decir su verdadera edad, pero alguien le sugiere que se vuelva a poner en la cola y, cuando le toque de nuevo, diga que tiene dieciséis años, y eso le salvó la vida, cambió la muerte segura por herniarse trabajando. Su relato es una especie de montón de añicos, dice Herta Müller, de historias que se convierten en ejemplos de lo que no se debe o no es posible decir, sin necesidad de un dedo que lo señale, con frases que perturban por su carácter directo y nos saca de la comodidad de la precedente, debido a su sinceridad sin concesiones. Ruth Klüger escribe desde un daño que la llevó a una susceptibilidad casi alérgica, y ésa fue su forma de reivindicar una ética intransferible en grado máximo.

Inge Müller, sin embargo, no soportó vivir dos veces el peso de la historia que diluye a la persona en el nosotros. Para ella, como para Herta Müller, la historia no es más que una suma de biografías concretas. En 1945, con el Ejército Rojo casi a las puertas de Berlín, Inge Müller fue reclutada por la Wehrmacht, y el estilo seco de sus poemas, cuando pasa lista a los muertos o rememora los días que se llevó sepultada bajo los escombros tras un bombardeo, se asemeja cada vez más al de un atestado policial, al de un informe administrativo. Es un tono doble, a un tiempo flemático y de una ternura transparente. Los poemas de guerra en los que da la vuelta al papel de la novia del soldado recuerdan desde el reverso a los de Wilfred Owen. En ellos el paisaje es un reflejo de la desgracia humana. Su mundo es un mundo sin puertas, bajo tierra, devastado. Pero escribir sobre los efectos del nacionalsocialismo en la nueva RDA era casi un reproche a las nuevas autoridades que se apresuraron a transferírselos a la parte occidental. En medio de un Estado en el que los antifascistas se vuelven de pronto funcionarios e imponen otra ideología obligatoria, Inge Müller molesta al permanecer anclada en su yo anterior a la guerra. Sus poemas de aquella época bien podrían valer, literalmente, para denunciar la nueva. Y por eso no es incluida en ninguna antología, en ninguna historia de la literatura de la Alemania socialista: por eso su grito de dolor fue una vez más silenciado.

Dice Herta Müller que no deja de sorprender que una autora como Inge Müller, que comprendió tan bien cómo para los totalitarismos las personas no cuentan nada, una mujer con los nervios hechos pedazos que dedicó su poesía a una intimidad que exuda cansancio por la vida, acabara convirtiéndose en la esposa de Heiner Müller, quien consideraba la historia como algo material y sostenía que las posturas éticas eran una traba interna en el proceso de la escritura, en vez de denunciar las trabas externas consecuencia de la ideología y la censura. La poesía de su mujer era de una desnudez escalofriante, de un verismo sin metáforas que la crítica oficial denigró por subjetivista. El 1 de junio de 1966, tras varios intentos fallidos e ingresos en clínicas psiquiátricas, Inge Müller se quitó la vida con somníferos. Y Herta Müller lo cuenta como si ese peligro estuviera siempre al acecho, alabando el coraje de estos tres autores que escribieron al filo de la locura, reivindicando su ejemplo en un hermoso ejercicio de identificación sin narcisismo por el que también se escribe a sí misma.    

En la trampa. Tres ensayos (Siruela, 2015) de Herta Müller104 páginas | 13,95 € | Traducción de Isabel García Adánez

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