0

Esta casa no es la que era

ROSARIO PÉREZ CABAÑA | No es un secreto que la sevillana Elena Marqués es una escritora prolífica y todoterreno: novelista, cuentista, poeta y reseñista incansable; y además comprometida en la defensa de nuestra lengua —solo hay que leerla para comprenderlo—. En esta ocasión, nos deja una novela de la que en síntesis podría decirse que narra el empeño por (re)construir una casa que espera su derrumbe. Y ya aquí nos encontramos con dos verbos de interesante trayectoria: “esperar” y “construir”. Esperar no es otra cosa que tener esperanza. Y si bien es cierto que hay en la novela personajes que esperan en este sentido, la casa —personaje sin duda protagónico— más que esperar su derrumbe “aspira” a él. En cuanto al verbo “construir”, aunque su etimología nos dirige directamente al acto de edificar, también nos remite a salvar, librar algo de daños posibles. Y en este sentido, la reconstrucción de esta casa cumple de sobras las travesuras de la semántica. Y es que el concepto de la casa rebasa la semiótica del edificio, de la vivienda, del lugar donde fijamos la residencia. La casa es un contorno incierto de emocionalidad cambiante, el lugar donde volver a la vez que el lugar que expulsa, que nos permite el hábito a la vez que se niega a ser habitado y, finalmente, como podríamos pensar que ocurre en la novela de Marqués, termina por habitarnos. No es descabellado pensar en el concepto de existencia que Heidegger planteaba en Ser y el tiempo, en cuanto que al existir nos “espaciamos”, vivimos abriendo, nos rodeamos de distancias y de cercanías. Y desde ahí es fácil que convirtamos la ilusión del perímetro en un hábito. Porque habitar consiste precisamente en estar reiteradamente. Y en ocasiones, habitar la casa (habitar las cosas) es sencillamente imposible. Y una vez satisfecha esta pueril necesidad de palabrería pseudofilosófica, me dispongo a compartir mi visión de los hechos narrados en esta interesante novela escrita con el cuidado y rigor de una mantilla de chantilly.

La peripecia de la novela se desarrolla en torno a dos hermanas, Elena y Luisa, que son convocadas por una prima lejana, Carmen, para que se hagan cargo de la supuesta herencia de la casa familiar en Bárgina, una imprecisa pedanía del Norte. A esta casa prácticamente en ruinas que podríamos llamar solariega —el último vestigio de la estirpe de los Tejedor antes de su dispersión e inminente disolución— acuden las hermanas, guiadas por una especie de dictado espectral que las implele a abandonar su vida en la ciudad y a habitar la vivienda que perteneció a su abuela, presencia también, aunque fantasmal, en la historia. Las tres mujeres, que es como decir las tres soledades, convivirán en el espacio inhóspito, cada cual con su pasado, sus sueños, sus esperanzas, sus culpas, sus secretos. Todo ello se va estructurando en las ocho partes en que se divide la novela (El proyecto, Los planos, El arquitecto, Los cimientos, Los muros, El entorno, Las grietas y El derrumbe), a través de las cuales los hechos son narrados desde una focalización múltiple que a través del soliloquio de la prima y de los escritos de las hermanas va trazando la trama de la historia. Pero además, esta multiplicidad de voces es reformulada por un narrador que se presenta como otro apéndice de la familia Tejedor, una presencia intrusa que con ínfulas de escritor aspira a convertirse, entre otras cosas, en el biógrafo familiar. De modo que en la estructura narrativa encontramos tres narradoras en primera persona y (al menos) un narrador en tercera persona que bajo la apariencia de la cuasi omnisciencia a la que está sujeto por el material que reescribe, salta en ocasiones al pedestal del poderoso sabelotodo. Pero, pese a la complejidad de los distintos puntos de vista, los fragmentos van componiendo un todo que paulatinamente se nos va desvelando.

Hay, por otra parte, en la novela un duelo casi constante entre memoria y olvido, entre realidad y ficción —“La leyenda no resta valor a la verdad”—. Sabemos a retazos, sin conocer nunca del todo, del mismo modo que los protagonistas van accediendo a su propia existencia de modo incierto y fragmentario. Lo que parece unir a esta reunión de soledades esquivas entre sí es la creencia en lo posible, la fe en que en el espacio otro podrán levantarse las ruinas, las suyas y la de la propia casa. Pero como se reitera a lo largo de la obra, las cosas nunca ocurren como uno espera.

El entorno parece también habitar la casa como si se tratara de un proyecto de arquitectura organicista. Si retomamos la idea que planteaba María Zambrano acerca de que no se habita una casa sino una ciudad, podríamos considerar que la aldea de Bárgina, sus habitantes, sus recelos, sus miradas tras las ventanas, sus muros y sus terrenos colindantes no solo son habitados por los nuevos inquilinos (incluso por los antiguos moradores) sino que a su vez se adentra en ellos. Pareciera que la casa supiera mejor que sus habitantes que un hogar plagado de secretos, de ocultamientos y de culpas es un lugar del que salir corriendo. Pero la resistencia tenaz e incomprensible de todos y cada uno de los que acuden a habitar ese pasado ajeno, esa residencia “inventada y lejana como los paraísos de la infancia”, encuentra el rechazo de la propia casa y son, de algún modo que no desvelaré, expulsados de ese suelo de esperas. Da la impresión de que Elena Marqués ha construido una casa para que nos habitemos a nosotros mismos, para que rastreemos los cimientos y los pilares de nuestra propia existencia, para que levantemos nuestras ruinas. Porque esta casa (esta existencia) ya no es lo que era. Pero nos reconforta volver a ella y sentir, como escribiera José Hierro, que compasivamente, en la noche, sigue acunándonos.

La casa (Extravertida, 2022) | Elena Marqués | 242 páginas |18.05€

admin

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *