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¿Este país tiene arreglo?

RAFAEL ROBLAS CARIDE | Hace ya bastantes años conocí a un mecánico jubilado que en el 38 se había alistado voluntariamente al Tercio Virgen de los Reyes de Sevilla. Martín, que así se llamaba mi viejo conocido, me relataba por aquel entonces algunos retazos de una historia –la suya– que aún sobrecogía. “Yo apenas tendría dieciocho años y no sabía nada de la vida. Dentro de aquella zarabanda era muy sencillo creerse un héroe, empujado por nuestra insultante juventud y con un arma en la mano. Unos y otros nos vendían la guerra como un mal necesario y ya se sabe que, a esa edad, la muerte es algo que solo les llega a los otros”.

Con la vista perdida, Martín evocaba entonces la breve instrucción recibida en El Quintillo (“casi un juego”), las arengas del capitán Barrau a la inexperta tropa, la temida movilización, el traslado inminente al frente de Peñarroya, y, sobre todo, la entrada en el combate de la sierra de la Tejonera una víspera de Reyes del año 39. “Allí conocí el horror y renegué de cualquier ideal que fuera defendido por una guerra. Tuve mucha suerte y sobreviví, pero es duro recordar cómo se quedaron en aquel lugar multitud de cuerpos de amigos –casi unos niños– tendidos en el suelo con un balazo en la frente, con el vientre abierto, con la cabeza separada del tronco”.

Al viejo mecánico ya no había quien lo parara a estas alturas, desbocada la narración hacia su inevitable moraleja final: “Caí herido y me evacuaron a Sevilla. Desde entonces, nunca más quise saber de guerras, de políticas o de ideales. Mi único objetivo en la vida ha sido siempre huir de aquel infierno en la tierra. Nadie que no haya pasado por aquello conoce el horror por encima de los bandos. Escúchame bien, lo más sensato es el olvido: ni las izquierdas ni las derechas son buenas. Ojalá hayamos aprendido algo de aquella masacre y no la repitamos nunca más. De vuestra generación depende… ¡pero este país no tiene arreglo!”.

Cierro Línea de fuego y pienso que Arturo Pérez Reverte (Cartagena, 1951) ha parafraseado la sentenciosa frase final de Martín, transformándola en una gran obra narrativa de casi setecientas páginas imprescindibles de leer hoy. Recurro al tópico y desentierro la cita común: “Todo pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”. Así parece haberlo entendido el novelista cartagenero, componiendo un relato plural, sin buenos ni malos, donde el único protagonista es el horror y el espanto de la contienda civil vivida en primera línea de batalla. En esto, su postura es similar a la del pobre Chaves Nogales, vilipendiado y condenado al olvido por vencedores y vencidos al condenar la barbarie perpetrada por ambos bandos. Curiosamente, también coincide con la opinión de Martín y con las de otras tantas víctimas anónimas que padecieron directamente aquellos inciertos tiempos.

En cierto sitio de internet leo que algunos ascendientes de Pérez Reverte contendieron en el bando republicano. No me resulta difícil imaginar que gran parte de esta novela sea el resultado de aquellos relatos familiares semiocultos en los armarios por los mayores. Aquella historia casi furtiva del tío que murió en el frente tras estallar un obús en la trinchera; la del primo movilizado a la fuerza cuyo futuro se hipotecó en un exilio forzoso; la del vecino que cayó prisionero del ejército nacional y no sobrevivió después para contarlo, dejando atrás una viuda y cinco chiquillos hambrientos en el pueblo. Pero el escritor, fiel a su condición, no ha caído en la tentación de conformarse con ese sedimento fundamental. Eso habría sido demasiado fácil, demasiado básico, quizás otro ajuste de cuentas interesado y poco original. Más allá, Pérez Reverte ha buscado trascender. Así, su memoria ha localizado muchas más voces en el gramófono del recuerdo; sus ojos han hecho por retratarse en mil miradas diversas; su entendimiento ha buceado por la crispada intrahistoria de aquella España plural y contradictoria; y, finalmente, su oficio ha parido un texto condimentado por un solo sustantivo que lo magnifica: la compasión.

Porque en Línea de fuego, el narrador padece el dramático presente junto a sus personajes –dan igual sus sexos, dan igual los bandos, dan igual sus graduaciones, dan igual sus vivencias previas–, ofreciéndole luego al lector la posibilidad de compadecerse con los protagonistas del relato, identificarse con ellos y seguirlos hasta las trincheras entre los silbidos de las balas, el estallido de los obuses, el sudor agrio del miedo o el descompuesto hedor proveniente los cadáveres hinchados al sol. A través de esta catarsis llegará un momento en que el receptor de la obra ya será libre de sacar sus propias conclusiones –coincidentes o no con las de mi amigo Martín–, sin ningún tipo de trucos, sin que la subjetividad narrativa del autor influya en su juicio y basándose exclusivamente en la descripción de los hechos, pues sólo –y esto en contados pasajes– la crítica se focalizará dirigiéndose hacia mucho más arriba del escenario descrito: hacia los altos mandos que nunca pisan el infierno, hacia los ideólogos que conducen a la carne de cañón hasta el matadero por encima de ideologías o colores.

Quizás por usar esta focalización antimaniquea y por haber descrito únicamente la vanguardia –que no la retaguardia de la guerra–, la novela del Pérez Reverte resulte tan potente y atractiva, ya que, pese a que las obras basadas en nuestra guerra civil comban últimamente los anaqueles de las librerías, hasta el más antiperezrevertista habrá de coincidir conmigo en que, al menos en este aspecto, Línea de fuego supone un acercamiento insólito y original en relación con el mayor suceso bélico de la historia contemporánea de España.

En cuanto a la sinopsis del relato, la acción nos sitúa en el frente del Ebro, extendiéndose la misma en el tiempo durante una semana a partir de la toma del imaginario pueblo de Castellets del Segre por parte del ejército republicano en la madrugada del 25 de julio de 1938. En este punto, hay que aclarar que el novelista ha querido liberarse de un minucioso realismo histórico que condicionara la trama hasta el punto de ahorcarla, inventando personajes y unidades militares que nunca existieron, aunque basados todos en testimonios directos y en hechos reales. Por ello, no procede catalogar estrictamente Línea de fuego dentro de los límites de la novela histórica pura, por mucho que su cruda verosimilitud recree fidelísimamente el ambiente vivido durante la Batalla del Ebro, la más dura y sangrienta confrontación librada durante la guerra civil (la nota inicial cifra en más de veinte mil los fallecidos en ella).

No obstante, la toma de Castellets del Segre le sirve al autor como pretexto para desplegar toda una galería de personajes de uno y otro bando que, alternativamente y según la narración, desarrollan las órdenes indicadas por sus superiores cual peones dentro de un dramático tablero de ajedrez durante las citadas jornadas. De este modo, el lector irá conociendo, acompañando y tomándoles cariño, incluso –como en un extraño síndrome de Estocolmo–, a la primeriza soldado de transmisiones republicana Pato Monzón, tan pronto enredada entre bobinas de cable telefónico como atraída hacia el seductor capitán Bascuñana; al jovencísimo alférez provisional Santiago Pardeiro, siempre con el retrato de su madrina de guerra en el bolsillo antes de dar el primer paso al frente; al dinamitero Julián Panizo, duro y recio miliciano marcado por su trabajo en la mina previo a la contienda; al joven burgués Oriol Les Forques, voluntario requeté del Tercio Virgen de Monserrat que ha dejado en Núria un amor compartido en la retaguardia; a la joven periodista Vivian Szerman, desplazada intrépidamente a la zona para seguir las evoluciones de las escuadras internacionales en primera línea; al pastor Saturiano Bescós, movilizado a la fuerza en su pueblo para servir como carne de cañón en el ejército nacional; al inconformista mayor de milicias Emilio Gamboa, implacable en su mando sobre el especializado Batallón Ostrovski; al soldado errante Ginés Gorguel y a su inseparable cabo Selimán, equilibristas muy a su pesar –cada uno a su manera– sobre el peligroso alambre de una guerra ajena…  

Si a todo lo que hasta ahora se ha expuesto sumamos que Línea de fuego está realmente bien escrita, aunando grandes dosis de trabajo e instinto, sin acumulación de expresiones malsonantes –la eterna crítica de sus detractores– y con acertados apuntes de lirismo en muchas de sus descripciones –todo esto pese a la crudeza de la historia y a la necesidad de adecuarse a la verosimilitud de un lenguaje procedente de unos personajes llevados al límite–, concluiremos que este libro constituye un peldaño más en la producción perezrevertiana, sobresaliendo en calidad a otras entregas que resultaron fallidas –véase aquí El francotirador paciente–, por lo que confiamos en el esperanzador augurio de que en breve cristalice en una nueva obra de rango superior, ya que está anunciado en los medios El italiano, el siguiente texto del excorresponsal de guerra.

Pero, antes de cerrar el archivo poniendo el punto y final, el recuerdo de Martín regresa al estudio y me deja melancólico. Pienso que, gracias a Dios, hace muchos años que murió, escapándose por los pelos de estos raros tiempos actuales de revisionismo histórico, de tanto irresponsable pontificando sobre una intrahistoria que ni conoció ni se preocupa por conocer, de tanto inconsciente obsesionado en cunetas y tumbas que parecían felizmente olvidadas. Seguro que al viejo requeté de la Tejonera le horrorizaría el panorama y se volvería a morir remarcando –puede que esta vez con razón– su característica muletilla, a modo de despedida: “¡Es que este país no tiene arreglo!”.

Yo discrepo, amigo. Y confío en que una nueva generación de muchachos –la nuestra ha fracasado estrepitosamente– sea  capaz de detener la montaña rusa desde la que nos precipitamos al vacío. Y, después, espero que no se dejen manipular y construyan una sociedad más justa, más sabia, menos rencorosa y egoísta, dotada del punto de realidad y humanidad que ahora no falta. Sin odios pasados. Libre. Sin buenos ni malos. Por lo pronto, libros como este de Pérez Reverte sirven para ir abriendo los ojos e ir despertando a la lucidez: “No hay nada bello en la guerra”. De ellos, de estos jóvenes –como tú decías, Martín– debe ser la palabra. Y la lectura también.

Línea de fuego (Alfaguara, 2020) | Arturo Pérez-Reverte | 688 páginas | 22,90 euros

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