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Estertores de Kertész

9788416011797CORADINO VEGA | Cuando recibió el Premio Nobel en 2002, Imre Kertész ya era un hombre desconcertado, con una mujer enferma de cáncer, a medio camino entre su país natal —que seguía marginándolo y tratando su obra con recelo— y una Alemania en la que, poco a poco, empezaba a ser reconocido. Trabajaba desde hacía muchos años en una novela corta que lo desvelaba casi tanto como el estado depresivo que se le acentuaba más cuando estaba en Budapest —por las noches, delante del ordenador, aturdido por los somníferos que no erradicaban el insomnio— y la conciencia, según su criterio, de ser un escritor venido a menos. El premio le ayudó a instalarse definitivamente en Berlín, a poner tierra por medio de la nueva derecha húngara que lo desdeñaba casi tanto como el régimen comunista que lo mantuvo en el ostracismo, a convertirse en un personaje famoso; pero también lo sumió aún más en la depresión y el conflicto consigo mismo, incapaz de decir no a los compromisos que se le multiplicaron de un día para otro, atolondrado por la avalancha de actos públicos y galardones y exigencias y recepciones con dignatarios y por el cansancio que le producía su papel de superviviente del Holocausto, hasta el punto de añorar lo que perdió por completo: la tranquilidad propicia para escribir; una vida tan alejada de las alharacas conmemorativas como de las mezquindades periodísticas, que empezó a percibir de una forma casi paranoica.         

Cercado por la decrepitud física, el párkinson, la falta de inspiración y el pesimismo, Kertész funde muchas veces la decadencia personal con el crepúsculo del mundo: con el derrumbe de la cultura europea occidental de la que siempre se sintió partícipe y lo que él interpreta, después del 11-S, como un auge del odio hacia Israel. Sin embargo, aunque los apuntes que abarcan desde 2001 a 2009, y que forman la casi totalidad de este libro mezcla de diario y tentativa de ficción, sean una exploración sombría de la antesala de la muerte, hay en ellos una lucidez, una belleza poderosa y unos retazos celebratorios que hacen que su lectura se vuelva adictiva, paradójicamente reconfortante: un acto de sinceridad de quien sólo logra refugio en la escritura. Los dos relatos que se intercalan entre las entradas que registran la cotidianeidad, los dos intentos de ficción, parten muchas veces de las anotaciones de los diarios en un juego de resonancias entre realidad e imaginación que alcanza su máxima cota en el magnífico fragmento final, que es un capítulo en el que la huella de Thomas Bernhard y de Sebald se une a la de Kafka para concebir una reflexión subyugante sobre Lot, la culpa y los pecados no cometidos.   

A Kertész le atormentaba no ser capaz de escribir otro libro, el último libro, La última posada que se llevó tanto tiempo concibiendo, aunque entremedias publicara Liquidación y escribiera y diera también a la luz Dossier K; le exaspera su figura mediática, la vejez, la enfermedad, la llegada lenta de la muerte; pero no le angustia menos que esté bien Magda, su segunda esposa, a quien le une un amor de senectud conmovedor, a quien teme haber arrastrado a una vida no deseada por ella, a quien de algún modo aparta de sus nietos por su aversión a los niños y a la familia. Cada fin de año se van los dos solos a Madeira, y allí Kertész toma conciencia de que sólo la tiene a ella, de su narcisismo quejumbroso y su absurdidad. Conforme György Ligeti se va apagando en Viena, comprende hasta qué punto su amistad se fue deteriorando con el tiempo, de cómo s calló siempre la verdad: que sus veredictos caprichosos y autoritarios le desagradaban y que nunca le gustó su música. Comparte en cambio momentos fraternales con el pianista András Schiff, veladas con Barenboim en las que el director siempre le acaba pidiendo que escriba un libreto para una ópera; acaba prefiriendo a Haydn sobre Wagner, a Mahler, el Moisés y Aarón de Schönberg, a Bartók; y en las últimas sonatas de Beethoven encuentra aún el impulso para seguir escribiendo, la antigua felicidad de crear libremente. En un viaje a Nueva York, Kertész se queda mirando la ciudad desde su ventana en el hotel Plaza, y entonces se da cuenta de la belleza hiriente que lo rodea, de su infinita pluralidad. Después de almorzar con un amigo en un restaurante de Berlín anota que vive en un sitio agradable, rodeado de personas queridas, con la comodidad que siempre soñó, y más tarde apunta que las muestras de afecto lo emocionan como a un niño.

La última posada son los estertores finales del gran escritor que fue Imre Kertész. En la línea perpleja y descarnada de los diarios tardíos de Sándor Marai, es además un ejemplo de cómo escribir un libro excelente, sobre el desmoronamiento de la identidad, con los propios materiales de derribo. Al igual que en Kafka, en su oscuridad, en su impotencia, en su liquidación, su vaciamiento y desamparo, hay algo contradictorio que redime. La escritura como el arte del silencio.             

La última posada (Acantilado, 2016), de Imre Kertész 296 páginas | 24 € | Traducción de Adan Kovacsics

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