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Esto no es una novela

ELENA MARQUÉS | He de avisar. Elogio de las manos no es una novela. A pesar de que como tal se exhiba en los anaqueles de las mejores y peores librerías. A pesar de que haya ganado el concurso Biblioteca Breve que convoca religiosamente Seix Barral para premiar el género más leído en los últimos tiempos. Es verdad que existe un narrador, y que el narrador parece tener muchos puntos en común con el autor, con lo que podemos estar tentados de catalogar el texto como autoficcional, un juego en el que lo real y lo inventado se funden y en el que creemos escuchar a Carrasco todo el tiempo, con su prosa exquisita y su probada sensibilidad. Pero a lo que asistimos desde el mismo título, de aires clásicos, es a una crónica o un diario ensayístico, una reflexión sobre lo provisional de la vida y, a la vez, una invitación a vivirla en toda su inestable plenitud, a residir un presente único e irrepetible.

El argumento es bien sencillo. Una familia aprovecha el stand-bay de una vivienda para pasar en ella algunas temporadas antes de que se derribe para erigir en su lugar una urbanización de vacaciones. Lo que podían ser unos meses mientras el verdadero dueño de los terrenos consigue todos los permisos necesarios y el presupuesto con el que poder construir su proyecto se convierte en una década. Una década marcada por la cuenta atrás y el trabajo en equipo para adecentar las ruinas con los conocimientos básicos de todos los oficios en que se emplean las manos.

Los personajes que se mueven bajo la parra y entre las habitaciones son pocos, aunque la casa se convierte en un centro de acogida y de reuniones bajo el imperio de la alegría. Unos vecinos ancianos que conectan al narrador con el pueblo, prácticamente invisible a los ojos del lector. El dueño de un caballo que aprovecha el cobertizo de la casa para dejar al animal bajo cubierto. El herrero que calza a ese caballo. La burra Beleña, que anunciará con su muerte el final de una era. Unas hijas con nombres postizos que crecerán en plena libertad y ausentes de miedo; ese antónimo de la vida aunque creamos que lo es la muerte…

Pero las verdaderas protagonistas de esta historia que poca historia tiene son las manos y su labor, en cuyos detalles técnicos se desenvuelve parte de la narración. Manos que aferran distintas herramientas apoyadas siempre en un entusiasmo juvenil y consciente, dignificadas por ese trabajo físico y voluntario. Manos capaces, con materiales de desecho, de construir rejas para las ventanas, recomponer las grietas de los muros, calzar los muebles de una cocina que otros rechazan por motivos estéticos. De martillar, de soldar, de pintar. De alegrarse no solo de los resultados obtenidos, sino, y sobre todo, del proceso.

En ese homenaje al movimiento inconsciente de nuestros apéndices más humanos, con los que hace tantos años alguien se consagrara a perfilar los bisontes de Altamira, el narrador se detiene también en otros usos, como el de preparar el café, dibujar desde el recuerdo, escribir y recopilar datos para esta historia que se erige poco a poco ante nuestros ojos. De hecho, como lectora-escritora me parece asistir a los momentos previos de la elaboración literaria que antecede a la novela en cuestión, mientras el que la cuenta se dedica a lo esencial: a contemplar y aceptar la vida cotidiana, a regodearse en el instante más simple, algo que parece imposible en la rutina de los días pero que se palpa en el interregno de las estadías estivales y las tardes de asueto.

El mantenimiento de la casa, su transformación, que mantiene y transforma a sus moradores, no es, pues, sino una metáfora sostenida, quizás alargada por necesidades editoriales, de la existencia. Sabemos que acabará, ignoramos cuándo; pero eso no debería impedirnos relajarnos en la molicie. Todo lo contrario, tal como reza en la contracubierta del volumen, «nos entregamos a ella aun sabiendo que termina».

Aunque el final está bien anunciado, como en la crónica de García Márquez, y no puede sorprendernos, la despedida se nos hace dura a todos. Con los detalles que el narrador ha ido levantando ante nuestros ojos, la descripción minuciosa de rincones imposibles que el común de los mortales jamás nos atreveríamos a habitar, la naturaleza que los rodea, que empiezan a conocer y a nombrar como en un Génesis bajo el perpetuo sol del sur (aunque en ningún momento se nos concede la seguridad de un topónimo para situar el espacio en los mapas), el lector ha tomado cariño a la cal de los muros y al suelo resquebrajado, al pajareo entre los árboles (cuánta vida ocurre en cualquier casa sin saberlo), y se le hace penoso abandonar lo que ha devenido un hogar, pues siente que de alguna manera, al pasar sus ojos por esa ruda artesanía de las reparaciones, ha contribuido también a mantenerla en pie. Y eso que en ningún momento el narrador se deja llevar por el dramatismo. Ha sabido aceptar estoico el significado de las cosas y de la vida, palabra con la que acertadamente cierra estas páginas plagadas de reflexiones profundas y un acertado halo poético.

Elogio de las manos (Seix Barral, 2024) | Jesús Carrasco | 320 páginas | 19,86 euros

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