porque éramos la vida misma / evitando naufragar.
ELENA MARQUÉS | Supongo que me descubro como persona muy simple cuando lo primero que me ha traído a la cabeza el título del nuevo poemario de Gema Estudillo ha sido el famoso proverbio machadiano, «El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve»; esa sentencia de apariencia sencilla, pero de gran alcance filosófico, que nos recuerda la esencialidad del ser con independencia de la percepción que de él se tenga.
No voy a decir que los poemas contenidos en estos ojos que ven, publicado por la asociación cultural onubense Garvm, respondan a una fórmula clara, pero sí lo es su contenido y la sensación que transmiten, pues nos hablan del sentimiento universal de la pérdida, así como de sus pasos previos; ese terreno movedizo, equívoco («ya no estabas antes del final»), inestable como la duermevela («comienza a ser un sueño y me cuesta discernir / lo cierto de lo improbable»), como las marismas y las dunas que la poeta visita y revisita antes del total acabamiento, de la despedida definitiva y terrible, tan difícil de aceptar como de captar y describir. Porque de esto, entre otras cosas, trata este poemario. De intentar nombrar este «abismo / que no entiendo», ese espacio fronterizo entre la vida y la muerte, entre la arena y el agua que nos sobrevive («es el mar el que sostiene el tiempo. Su vaivén infinito […] una y otra vez como hace 25, 30… 100 años»). De percibir el «fino cristal de esta ventana / mientras la vida se posa fuera» y dentro acampa el fiero nombre de la enfermedad y la vejez. (Lo imperceptible de ciertas fronteras mágicas, entre el día y la noche, el otoño y el invierno, centrará algunos versos del largo poema dedicado a Mascha Kalèko en el «terreno indiviso» de la segunda parte del libro). Y de descubrir, por qué no, en medio de la desolación, la belleza que el mundo encierra, a la que dedica Estudillo algunos de los fragmentos más hermosos y emocionantes.
Porque es entonces, al sobrevenir la edad y concretarse ese tipo de malas noticias irrevocables que no queremos oír, al iniciar ese viaje de vuelta hacia el interior y hacia el origen, cuando las imágenes se vuelven valiosas. La benéfica quietud que nos brindan. La ilusión de tiempo detenido y, por ende, la engañosa sensación de infinitud e inmortalidad. Captar esas instantáneas que en el pasado nos parecieron insignificantes se vuelve entonces lo único importante, que es lo que hace Estudillo a través de algunos breves fragmentos y otras escenas más amplias («ocurría cada noche en los festivales de teatro…») en la primera parte y el largo poema de la segunda, «terreno indiviso» (el nombre no puede ser más significativo), dedicado a la poeta Mascha Kalèko, en el que rememora y transita por espacios suyos, propios, de Francia y Alemania, donde, interpretados con los ojos del presente, el yo encuentra huellas del infinito adiós que es la vida, pero también de esta en su esplendor impalpable.
Porque Gema Estudillo no es pintora ni fotógrafa, sino filóloga y escritora. Y para quien la herramienta de trabajo es el lenguaje, para quien sabe de su poder efectivo («la palabra nunca tiene un eco eterno. / rebota en las paredes y desencadena / avalanchas»), la forma más plástica de describir lo que le sucede, lo que nos sucede, es a través de la poesía.
Una poesía rota, una «herida que canta», porque «nada es poesía si no se rompe», y de ahí su apariencia. Una poesía en ocasiones muy breve, apenas dos versos («anhelar el olvido / es negar el presente»), que busca la compañía del silencio, fuente de inspiración; que repite obsesivamente algunos términos y avanza a trompicones, deshilachada, con ritmo entrecortado, insumisa, escrita siempre en minúscula contraviniendo las normas de puntuación. Que se ordena en rebelión por lo que está a punto de ocurrir, por lo que está ocurriendo ante nuestros propios ojos, estos ojos que ven sin necesidad de mirar. De ahí el demostrativo del título, en el que todos nos incluimos, no tanto por empatía como por verdad.
Pero no solo hay intento de transmitir y ordenar a través del verso unas vivencias concretas, una despedida que se alarga en vocablos y blancos y que va poco a poco recobrando el pulso y la inteligibilidad (todo se hace más narrativo y claro hacia el final, como si la aceptación conllevara la luz y la precisión), sino de adecentar los días propios, llenos de quehaceres y rutinas ajenos a lo que acontece, pues la vida sigue y es eso: la continuidad de los hijos, pero también la mirada al espejo retrovisor. Algo demasiado grande para ponerle un nombre. O demasiado pequeño como para que le demos importancia. Al fin y al cabo, «qué más da, / el tránsito por la vida es casi imperceptible».
Sé que vuelvo a definirme como simple si resumo este libro en eso, porque es mucho más. Todo él es un diálogo, con el padre vivo, con el padre muerto, con el miedo, con los hijos («algún día sabréis de dónde vengo»), con ella misma (con ella misma, con ella misma…), con la poesía y los poetas, representados en Pizarnik o en ese Dylan Thomas reteniendo al padre ante la noche a través de algunas citas y versos aprovechados para llenar sus balbuceos y sus huecos, pero también con la chilena Sabka Goldberg, a la que invoca, y con otras voces que le prestan sus versos viendo cómo la nieve ardía. Y, por supuesto, con nosotros mismos, lectores, o sobre todo con nosotros, para quien está escrito este libro, no solo como desahogo personal, como catarsis del dolor, como intento de expresar lo que no tiene nombre, sino para que la memoria del padre, de su padre, y la memoria necesaria de la vida perduren para siempre. Para «salir indemnes / al espectáculo doloroso y siniestro / de nuestra propia transitoriedad».
estos ojos que ven (Garvm, 2022) | Gema Estudillo | 90 páginas | 10 euros