Excéntricos ingleses
Edith Sitwell
Lumen, 2009
ISBN: 9788426417022
440 pág.
20.90 €
Manolo Haro
En el año 1900, Sir George Sitwell, cuarto baronet de Renishaw Hall, le encargó al pintor John Singer Sargent un retrato de familia:
En un salón de evidente ambiente aristocrático, se observa a una joven de mirada insolente vestida de rojo junto a su padre, a una mujer hermosísima colocando unas flores en un recipiente y a unos niños sentados en el suelo mientras juegan entre piezas de puzle y soldaditos de plomo ante la mirada atenta de un perro. En los retratos de Sargent existe una enigmática fisura por la que se cuela cierto simbolismo, el cual despliega silenciosamente ante el espectador el revés de la historia de los retratados. En este caso concreto casi se podría contar la vida de los Sitwell a partir de esta estampa: Edith Sitwell (Scarborough,1887– Londres,1964), con apenas trece años, se nos brinda con una pose de absoluta independencia (seda roja sobre negro), una fuerte personalidad y una relación distante con sus progenitores, con los que nunca se llevó bien; con esos dos niños, Osbert y Sacheverell , afanados en crear un universo imaginario con sus juguetes, formará su hermana Edith uno de los círculos literarios más importante de la Inglaterra de los años 20 y 30.
El genial crítico Cyril Connolly, en su artículo “El movimiento moderno”, engasta el nombre de Edith Sitwell entre las escritoras Virginia Woolf, Colette, Katherine Mansfield, Edith Wharton, Willa Cather y Gertrude Stein, que en los años 20 formaban parte de un luminoso mediodía literario en el periodo de entreguerras. Más conocida como poetisa que como narradora (de hecho, su obra Collected Poems es incluida por Connolly en los cien libros claves del Movimiento Moderno), la obra que nos ocupa, Excéntricos ingleses, viene a mostrar un talento absoluto a la hora de agavillar retratos de personajes entre los que ella misma podría contarse. Ya en 1933, cuando dio a la imprenta estas hojas, la autora había reunido los suficientes hitos biográficos para que se la tomara realmente como una dama excéntrica tanto en el atuendo (vestidos de brocado, turbantes dorados, anillos inverosímiles) como en su carácter, lo que la convirtió en blanco de vulgares críticas en los periódicos del momento. El libro podría leerse como un essai á clef: su autora nos coloca ante una Naturalis Historiæ de la excentricidad, reflexionando sobre su significado y colocándose ella misma de alguna manera tras una larga tradición, en su gran mayoría, de británicos poco convencionales.
En el pórtico inicial del libro se traza una hermosa teoría sobre el origen de esta actitud ante la vida: la excentricidad es la lucha individual contra la docilidad, la búsqueda de algún antídoto que nos salve de la melancolía, la fundación, en definitiva, de un cielo en el que soportar nuestras existencias. Resulta algo arduo espigar entre este desternillante desfile de personajes algunos ejemplos que den la justa medida del talento compositivo de la autora. Ayudada por una pluma agudísima, Edith Sitwell cataloga, como si añadiera un apéndice a la enciclopedia del mundo natural que escribiera Plinio en el siglo I, ermitaños, curanderos, deportistas, aficionados a la moda, aventureros, intelectuales, escritores, piratas, fantasmas e, incluso, avaros, pues, tal como ella misma afirma, “la excentricidad adopta muchas formas”. Destaco entre todos ellos el retrato de Herbert Spencer (intransigente con la fealdad femenina); la relación de Margaret Fuller con Emerson y Carlyle; la intolerancia al ruido de este último (la mujer tuvo que pagarle a una aprendiz de pianista, a granjeros criadores de gallinas y a propietarios de gallos para que se alejaran de su martirizado marido); la fama póstuma del poeta Jonh Milton, mancillada por el comercio de sus restos por devotos fetichistas (mechones de pelos, dientes, costillas arrancados y puestos a la venta); la vida inverosímil de Monsier Louis de Rougemont, que vivió con caníbales australianos y vio osos voladores; o la acuática existencia de Lord Rokeby que, después de un viaje a Aquisgrán, se sometió de por vida a abluciones continuas.
Las fuentes de Edith Sitwell remiten a poemas, epitafios, biografías, memorias y cartas. Su estilo lleva al lector a pasar el revés de la mano por un brocado en el que las tramas doradas son el efecto resultante de tejer con sagaz ironía y con un punto de crueldad, sin abandonar esa sutil flema inglesa que nos hace sonreír a medida que vamos pasando páginas. Estas pequeñas obras maestras que conforman los diecisiete capítulos del libro se inician la mayoría de las veces con una apertura prometedora y un remate final lleno de inteligencia: el dedo índice y corazón tensan la cuerda del arco y oímos la fulgurante salida de una flecha que atraviesa el artículo, sin perder nunca brío, hasta atravesar el corazón de la manzana.
A pesar de lo afirmado arriba, la escritora nunca se tomó a sí misma como excéntrica, y con esa causticidad que atraviesa Ingleses excéntricos llegó a afirmar: “No soy una excéntrica. Lo que pasa es que estoy un poco más viva que la mayoría. Soy como una anguila eléctrica en una charca llena de peces de colores”. Vibren con sus chispazos.
El genial crítico Cyril Connolly, en su artículo “El movimiento moderno”, engasta el nombre de Edith Sitwell entre las escritoras Virginia Woolf, Colette, Katherine Mansfield, Edith Wharton, Willa Cather y Gertrude Stein, que en los años 20 formaban parte de un luminoso mediodía literario en el periodo de entreguerras. Más conocida como poetisa que como narradora (de hecho, su obra Collected Poems es incluida por Connolly en los cien libros claves del Movimiento Moderno), la obra que nos ocupa, Excéntricos ingleses, viene a mostrar un talento absoluto a la hora de agavillar retratos de personajes entre los que ella misma podría contarse. Ya en 1933, cuando dio a la imprenta estas hojas, la autora había reunido los suficientes hitos biográficos para que se la tomara realmente como una dama excéntrica tanto en el atuendo (vestidos de brocado, turbantes dorados, anillos inverosímiles) como en su carácter, lo que la convirtió en blanco de vulgares críticas en los periódicos del momento. El libro podría leerse como un essai á clef: su autora nos coloca ante una Naturalis Historiæ de la excentricidad, reflexionando sobre su significado y colocándose ella misma de alguna manera tras una larga tradición, en su gran mayoría, de británicos poco convencionales.
En el pórtico inicial del libro se traza una hermosa teoría sobre el origen de esta actitud ante la vida: la excentricidad es la lucha individual contra la docilidad, la búsqueda de algún antídoto que nos salve de la melancolía, la fundación, en definitiva, de un cielo en el que soportar nuestras existencias. Resulta algo arduo espigar entre este desternillante desfile de personajes algunos ejemplos que den la justa medida del talento compositivo de la autora. Ayudada por una pluma agudísima, Edith Sitwell cataloga, como si añadiera un apéndice a la enciclopedia del mundo natural que escribiera Plinio en el siglo I, ermitaños, curanderos, deportistas, aficionados a la moda, aventureros, intelectuales, escritores, piratas, fantasmas e, incluso, avaros, pues, tal como ella misma afirma, “la excentricidad adopta muchas formas”. Destaco entre todos ellos el retrato de Herbert Spencer (intransigente con la fealdad femenina); la relación de Margaret Fuller con Emerson y Carlyle; la intolerancia al ruido de este último (la mujer tuvo que pagarle a una aprendiz de pianista, a granjeros criadores de gallinas y a propietarios de gallos para que se alejaran de su martirizado marido); la fama póstuma del poeta Jonh Milton, mancillada por el comercio de sus restos por devotos fetichistas (mechones de pelos, dientes, costillas arrancados y puestos a la venta); la vida inverosímil de Monsier Louis de Rougemont, que vivió con caníbales australianos y vio osos voladores; o la acuática existencia de Lord Rokeby que, después de un viaje a Aquisgrán, se sometió de por vida a abluciones continuas.
Las fuentes de Edith Sitwell remiten a poemas, epitafios, biografías, memorias y cartas. Su estilo lleva al lector a pasar el revés de la mano por un brocado en el que las tramas doradas son el efecto resultante de tejer con sagaz ironía y con un punto de crueldad, sin abandonar esa sutil flema inglesa que nos hace sonreír a medida que vamos pasando páginas. Estas pequeñas obras maestras que conforman los diecisiete capítulos del libro se inician la mayoría de las veces con una apertura prometedora y un remate final lleno de inteligencia: el dedo índice y corazón tensan la cuerda del arco y oímos la fulgurante salida de una flecha que atraviesa el artículo, sin perder nunca brío, hasta atravesar el corazón de la manzana.
A pesar de lo afirmado arriba, la escritora nunca se tomó a sí misma como excéntrica, y con esa causticidad que atraviesa Ingleses excéntricos llegó a afirmar: “No soy una excéntrica. Lo que pasa es que estoy un poco más viva que la mayoría. Soy como una anguila eléctrica en una charca llena de peces de colores”. Vibren con sus chispazos.
No sé cómo será el libro (que pienso leer en breve) pero la reseña es realmente buena. Enhorabuena por ella y por el blog.
La edición, además, es deliciosa, desde el formato a las ilustraciones. Y la frase de la anguila, impagable. Muy bien, Manolín.