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Expiación

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La quinta esquina

Izraíl Métter

Libros del Asteroide, 2014

ISBN: 978-84-16213-04-7

208 páginas

17,95 €

Traducción de Selma Ancira

Posfacio de Mercedes Monmany

 

 

Coradino Vega

Hay infinidad de libros que uno jamás llegará a conocer, autores magníficos que permanecerán ocultos para el lector de uno u otro idioma, obras inmensas que nunca tendrán el reconocimiento que se merecen o serán tapadas demasiado rápido por la alfombra del olvido. Yo no hubiera reparado nunca en la existencia de La quinta esquina si Libros del Asteroide no la hubiese rescatado ni si Curro, de la librería Tipos Infames, no la hubiera puesto en mis manos. Izraíl Métter nació en 1909 en Járkov (Ucrania)  y, como su padre había conseguido poner en marcha una pequeña fábrica de macarrones justo antes de la revolución, el Estado soviético lo incluyó dentro de la quinta de las categorías en las que clasificaba a sus ciudadanos y le impidió cursar estudios regulares. Métter consiguió no obstante, gracias a su formación autodidacta, hacerse profesor de matemáticas de enseñanzas medias. Redactó textos satíricos para la radio durante la segunda guerra mundial. Escribió, sin mucho convencimiento ni sentirse quizás nunca escritor, una veintena de libros entre novelas, obras de teatro y guiones cinematográficos. Y aunque terminó La quinta esquina en 1967, no pudo verla publicada hasta 1989. En ella contaba más o menos su vida y eso le granjeó cierto éxito antes de morir, siete años después, en San Petersburgo.

La quinta esquina es un libro extraño. Una mezcla rara de crónica sentimental y memoria ética que, al verse salpicada por los detalles y procesos de la ficción, se convierte de inmediato en una novela. En ella un narrador muy similar al autor recibe una carta de la novia efímera que tuvo un amigo suyo de infancia y primera juventud, mucho después de que éste muriera cerca de Kiev, durante la guerra. Esa carta espolea la memoria de Boria cuarenta años atrás y, poco a poco, dando saltos del presente al pasado, desdoblándose mediante diálogos, confesando a un “tú” variable en pasajes que recuerdan en tono a la senectud melancólica del escritor portugués Vergílio Ferreira, revive el tiempo en que ser hijo de un comerciante privado era delito suficiente para ser tachado de pequeñoburgués aunque no se tuviera dinero ni para ropa, estar en error aunque se tuviera razón, no verse sólo excluido de la noción de “pueblo” sino convertirse en su enemigo: “La magnitud de la falsificación que se ha generado con el concepto ‘pueblo’ es inmensa. A partir de los años treinta, se comenzó a llamar pueblo a ciertas personas y a excluir del pueblo a otras. En realidad el título de ‘pueblo’ lo poseía una sola persona: Stalin. Sin embargo, el joven Boria no sintió en ningún momento rencor, si acaso una punta de desespero, partícipe despreocupado del destino común de su generación, de una juventud que creyó durante los años veinte que la vida concreta debía supeditarse a la felicidad del género humano y a la que, fiel a esa lógica, en los años treinta se le estropeó el metabolismo moral cuando la delación se convirtió en un deber cívico. El maniqueísmo entre blanco y negro, o la creencia en que para talar el bosque debían volar las astillas, no fueron sólo inducidos desde arriba, no se pronunciaban desde las tribunas, dice Boria, sino que eran las personas quienes, a fuerza de sufrimiento, los extrajeron de sí mismas para poder explicar lo inexplicable, “para conservar —aunque sólo fuera para sí mismos— la fe en una vida no vivida en vano”. Pero ¿qué ocurre si es la minoría la que lleva razón? ¿Qué sucede cuando se pierde el derecho a contar en primera persona los hechos, cuando uno no tiene más remedio que dejar de ser individuo porque la época subordina cada particularismo a una noción de colectivo asfixiante? “La historia explica con facilidad el destino de una clase social entera, pero no puede explicar la vida de un ser humano.”

A Boria la docencia le sirve para salirse de sí mismo, para hacer algo importante, para ser indispensable para alguien. Es un hombre común, sin valor ni mucha iniciativa, con una existencia superflua de lo más anodina, arrasado por un amor complejo, casado de modo infeliz para tratar de olvidarlo; pero conforme empieza a recordar, al dolor del paso por su vida de Katia se unirá una sed de confesión, de escrutarse, de interrogar, de decir de una vez que los responsables no sólo fueron quienes dejaron de ser hombres al convertirse en verdugos, aquellos que negaron a otros hombre la posibilidad de ser personas, sino también los que consintieron y callaron, los que se dejaron llevar por lo que ocurría alrededor, los que se fundieron por cobardía o comodidad en el “nosotros” obligatorio. Así se va obstinando en la memoria, pues “un hombre sin pasado es como el insecto que vive un solo día”, descarnando su remordimiento, luchando contra la cualidad defensiva de los recuerdos, que olvidan todo aquello que conviene que sea olvidado.

Con un lenguaje sencillo, de un lirismo muy personal, perplejo, ponderado y peculiarmente irónico, Izraíl Métter va construyendo una novela que crece en voz baja pero que, poco a poco, se hace oír; lastrada quizás por algún desfallecimiento de la tensión narrativa cuando el narrador se pega demasiado al autor y opina; una novela sobre la fragilidad del tiempo y la memoria que es, sobre todo, una desgarradora historia de amor y un acto de expiación moral que recuerda en parte al ‘mea culpa’ de Evgenia Ginzburg. ¿Qué estaba haciendo él cuando conminaban brutalmente a Katia, en la Lubianka, a que buscara la quinta esquina de una habitación cuadrada? ¿Estaría riendo en el teatro, paseando tranquilamente por la calle, viviendo como si nada? “Porque resultó posible acostumbrarse a eso”, dice Boria: a la falta de correspondencia entre las palabras y los hechos. Los teatros funcionaban, famosos pianistas y violinistas tocaban en las sociedades filarmónicas, se encendían nuevos y gigantescos altos hornos, se levantaban presas de dimensiones nunca vistas, se celebraban bodas, los niños seguían naciendo, el sol salía y se ponía. “Quizá sólo por las noches”, añade Boria, “los sueños atormentaban a las personas”.

La quinta esquina, como dice Mercedes Monmany en su posfacio, es una obra singular y emocionante. Una perturbadora rememoración hecha por un miembro de la generación de Stalin desde la edad adulta; una elegía que desborda ternura y lucidez a la hora de sentir; uno de esos libros que, como quería Balzac, combaten tanto “los cerebros vacíos” como “los corazones secos”. Los interrogantes que Boria dirige a los exmiembros de la policía política después del 56 son parecidos a los que se hace a sí mismo: “Intentaba adivinar quién de ellos había sido el primero en derribar de un puñetazo a Isaak Bábel o a Meyerhold. Por lo que la postura de Métter no puede ser más opuesta a la que vimos aquí de Iliá Ehrenburg. Gracias al trabajo del equipo de Luis Solano, que reparó en la vigencia de este libro descatalogado por Lumen, y gracias a mi amigo Curro, yo también he tenido la fortuna de leerlo para no olvidarlo.

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