ROSARIO PÉREZ CABAÑA | «No dejaré que la razón me anegue, / estoy en fiebre».
Después, si quieren, hablamos de otras cosas, pero comenzaré diciendo que en este libro hay un poemario de amor, no vaya a ser que se me olvide. Amor o desamor, poco importa si el prefijo es solo cuestión de tiempo (recuerdo aquí las palabras de Octavio Paz en La llama doble: «por amor, el tiempo se distiende y deja de ser una medida»). Amor o simulacro, poco importa, si es el pathos quien dicta el logos. No entiendan esto como un capricho inicial, es solo que podría desdecirme en cualquier momento, y quiero dejar clara esta primera advertencia. Advierto de los peligros de la fiera escritura. Si la verdadera poesía huye de la molicie y se instala en el riesgo, aquí hay poesía verdadera.
Fulgor y fiebre seguido de La fiera poesía es el primer poemario de Carlos Serrato, que se presenta como la entrega inicial de una trilogía que girará en torno a la disolución del yo. Conocedor en profundidad de los vericuetos poéticos, como atestiguan sus numerosos ensayos sobre poesía, entre los que se encuentra La mirada de Orfeo (Pretextos), por el que obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Gerardo Diego en 2015, el autor se sumerge aquí desde el conocimiento pleno y su olvido voluntario en la espesura del poema. Ahogado de exégesis, el poeta ahora parece aseverarse en la rotundidad del no: “No diré qué sea la poesía, solo diré aquello que yo no quiero ser en ella”. Y en la sublimación del adverbio, quizá este sonámbulo rastrea su vigilia afirmándose en su propia negación.
¿Primer poemario? Es posible, aunque, al fin y al cabo, escribir es escribirse. ¿Acaso no habla de sí mismo el crítico, acaso no fabula? ¿Acaso no se dice a sí mismo el poeta, acaso no inventa? ¿Acaso no aspiran ambos a la inadvertencia que promete y brinda la caída de las máscaras? Tal vez, Carlos Serrato lleve escribiéndose desde siempre y su escritura haya vivido una inapreciable decantación hacia la forma poética. Escrito hace cuatro años, Fulgor y fiebre se publica ahora acompañado de La fiera poesía, una suerte (me acuso de polisemia) de poema-ensayo que cierra el libro como una llave maestra que nos abre la puerta a los poemas iniciales.
Alejado de los fulgores tantas veces inocuos de la juventud, el poeta, en su madurez, nos ofrece otro fulgor menos inofensivo: una escritura en fiebre, dictada al impulso de una voluntad de estilo consciente de su propia enajenación.
La fiebre, ¡ah, la fiebre!
Me desespera la sustancia de los sueños
y quiero hincarla
de un empuje certero
en el centro mismo de tu sangre.
Se diría, y juraría no equivocarme, que estos versos (que, como todos, abrazan una ficción sucia de verdades) suponen una despedida, una voluntad postergada de lejanía. Un alejamiento de un deseo alguna vez febril, de un estado litúrgico, de las palabras sagradas “mujer y ella” como fuente obsesiva y que ahora se evocan como promesa generadora de distancia. Hay una emoción en continuo anclada al especular «engaño es grande» que supone todo acto poético de raíz y que nos ofrece excusas más que suficientes para mirarnos en ella y reconocer el reflejo que devuelve. Esta quizá sea la mayor aventura que nos plantea este volumen: reconocer nuestro rostro en la travesía de un “viajero inmóvil”, como lo renombra Jenaro Talens en el prólogo que dedica al libro.
No encontrarán aquí excesos estilísticos ni ritmos combinados a la manera canónica (aunque, de repente, algún endecasílabo melódico nos ilumine). No busquen. El hallazgo surgirá de la fiereza, de la urgencia, del furor y la dentellada. La belleza se levanta en el sueño como una armonía insana y purgativa, que entra en nuestras habitaciones más íntimas, doliéndonos y alumbrándonos. Es lo que tiene entregarse a una escritura como esta. El demon clásico devenido musa atribulada que los románticos llamaron soplo divino no es aquí más que una emoción abismada que bucea por los túneles de la (des)memoria y que termina o comienza, según se mire, en puertas que se abren a ciudades, tiempos y rostros que fueron en la forma precisa en que esta ebriedad los renace en otros menos yo, menos aquí, menos ahora, aspirando a “el puerto de mis idas y bebidas / allí donde por fin alcancé la paz de los olvidos”.
La hoja de ruta del viaje que supone Fulgor y fiebre parece trazada a partir de un mapa fantasma que muestra un itinerario que no avanza, que acaso camina hacia dentro, como si el viajero, el cartógrafo desorientado, supiera de antemano que el ancla es su vela: «pero necesito un ancla, / te necesito aquí», nos dice. No se atisba ínsula alguna en el horizonte. La isla está en el interior. El poeta destiempado encuentra en el recuerdo de la mujer (en el arraigo y en el desarraigo que trunca la rueda) su conjuro; una amada que se aleja en los relojes, que no leyó La máquina del tiempo de Wells “porque yo la escondí / tras los estantes”.
Lo que fue. Lo que no fue. Lo que ya no es. En este terno existencial se manifiesta la máxima expresión del discurso ficticio. Sí, tal vez. Si con Eliot cedemos a la idea de que el presente y el pasado quizá se hallen presentes en el futuro, del mismo modo que el futuro está incluido en el pasado, convenimos con los versos del poeta de Los cuatro cuartetos en que «todo tiempo es irredimible». Jenaro Talens nos dice en el prólogo: “Fulgor y fiebre, en efecto, asume la apariencia de un relato autobiográfico a través de una serie de lugares (Sevilla, Oxford, Ginebra, París, Nueva York, etc.) y de experiencias amorosas vinculadas con esos mismos lugares […]. Sin embargo, lo que el protagonista poemático va descubriendo, a medida que avanza y más allá de lo anecdótico del punto de partida de cada estación, es cómo se (re)construye, poco a poco, una identidad que era tal vez la suya, pero que ya no lo es, por cuanto a cada nuevo paso es otra y diferente”. El poeta puede decir no soy yo quien escribe en el poema, pero me reconozco en el revés de los pronombres. Lo que no puede es mentir, por la sencilla razón de que no afirma nada. Le han sido otorgados los dones de la enunciación y la anunciación, pero le está negado, para su suerte, aseverar. Su desvío de lo real es simplemente una fabulación apegada a la huella. En este caso, una fábula abrasada, sellada a su rastro como un fósil que aspirara a desdecir los siglos. Y en la fiereza de la evocación y del delirio, el tiempo, como decía Paz, deja de ser una medida: «Entonces recordé el futuro», nos dice la voz.
Pero, paradójicamente, donde el libro encuentra sus más altas cimas de lirismo es en la segunda parte, La fiera poesía, tratado poético sobre los peligros de la entrega a la poesía, ese bosque umbrío y consagrado. Aquí se inicia otro viaje, ahora a las profundidades, una arriesgada aventura al centro magnético del hecho poético. Sí, he aquí que una buena mañana, el sonámbulo se despierta, escupe en la cara a la inspiración, y le grita a la madre natura: non serviam. Con este guiño creacionista, el poeta se rastrea a través de la espesura, se hace monte, y en la vorágine oscura y opiácea se busca en la otredad, en el otro que niega su “don de humanidad” como única forma posible de redención: “A mí no me queda más esperanza que dejar de ser un yo y empaparme de otros. Quiero devorarlos, acechando en la maleza, impaciente el estómago. Quiero ser lo que como. Vida”. Al fin y al cabo, insiste, “solo la descarnada poesía cambia la mirada del hombre manso y lo vuelve fiera”. Y aquí el calambre que despierta del letargo al que agarra férreamente un libro de poemas entre las manos. ¿A qué otra cosa aspira el lector?
Una vez oídas las voces del bosque, el poeta se dice “Si pudiera no ser yo…”. Sí, también yo, que cojo tu libro entre mis manos, sonámbula y en fe, oigo voces y me digo ¡si pudiera no ser yo quien busca la salida, qué noble acto poético! ¡Qué magnífica y fiera inutilidad de los versos! Porque en mí, en nosotros, se transfunden los pronombres. Ya no es tuyo el poema. Y yo no puedo hacer otra cosa que darte las gracias por ello, poeta.
Publicado originariamente en Los Diablos Azules de Infolibre
Fulgor y fiebre seguido de La fiera poesía (Amargord Ediciones, 2017) de Carlos Serrato | 114 páginas | 12 euros | Prólogo de Jenaro Talens
Se me ha hecho corta.
Espero que eso esté bien.