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Fulgores, fisuras, países

carruselCORADINO VEGA | En su anterior poemario, que tan atinadamente reseñó aquí Antonio Rivero Taravillo, sorprendía el oído musical y la precisión lingüística de Ioana Gruia a la hora de hablarnos del resplandor solar en la piel de las cerezas, de invocar la luz y la alegría y la aprehensión del instante, en una contenida explosión de colores que parecía invitarnos a aspirar la vida a bocanadas amplias. Si acaso, la sombra quedaba reducida a la descripción velada de la ciudad de nacimiento de su autora, Bucarest, que aparece ahora de nuevo en Carrusel con similar opacidad y mayor desolación en un retrato de la madre joven sobre el “país cruel e incomprensible” que le tiñe la sonrisa con la marca del fracaso. Pero también está en el poema que da título al libro, el cual evoca la Rumanía de los años noventa con sus ritmos de lambada y botellas de Coca-Cola (“un mundo chispeante que comenzaba / y había que bailarlo deprisa”), en ese carrusel que combina el desamparo con una felicidad efímera, ilusoria, y que quizás simbolice el vértigo que nos produce el disfrute pero también la pérdida del equilibrio.

Casi como en un correlato material del amarillo de la cubierta de El sol en la fruta y el negro de la de Carrusel, el tránsito de un poemario a otro señala un cambio de tono y de percepción vital, pues en el segundo el esplendor se vuelve más brumoso, los espacios resultan cerrados o suburbiales, el color refulgente es sustituido por una escala de grises y la atmósfera, por lo general, se torna turbia, casi fantasmal, de una aspereza sugerida a través de imágenes aéreas, afiladas y rotas. Hay entre ambos una fractura, una herida oculta, un desgarro. Una toma de conciencia de la volatilidad del tiempo y el desarraigo. Un temor a la quiebra y a no hallar “el hilo misterioso de lo exacto”. La autora dialoga con la niña que fue, y que coge de la playa piedras fisuradas o contempla a la adulta desde el otro lado de la calle, a la mujer en la que se ha convertido y que al mirarse de pequeña se pregunta si esa niña habrá aprendido a perdonarla. La celebración luminosa de un girasol comprende que la alegría ya sólo es posible como cicatriz o posibilidad de calma. De la perplejidad se pasa a la sombra. El presente ha resultado ser el “tiempo de las puertas cegadas” y hay cierta nostalgia cuando el yo poético contempla a los “incandescentes pájaros solares” y añora volver a ser uno de ellos. Walter Benjamin propicia una reflexión sobre las raíces que nos hace acordarnos también de Norman Manea. La fragilidad de Sylvia Plath guarda una estrecha vinculación con “lo que suponen que es lo femenino”. El futuro parece haber llegado a la deriva y a destiempo, y por eso la voz de “Viejos tangos” aguarda, con sus ficticias vidas prometidas, el retorno del pasado.

Son las canciones que escuchaba una abuela en el gramófono y que, al igual que las cartas que su enamorado le enviaba desde el frente, se han convertido en la mejor herencia para sobrevivir: “Un día más de vida. Te amo tanto”. Y es entonces cuando el amado, que ya no camina por el Pont des Arts al son opiáceo de un saxo, sino por la cocina de un piso de Granada una mañana cotidiana de domingo, revela que la dicha también puede ser doméstica; la pasión, tranquila; que un antiguo amor desmesurado puede transformarse, partiendo de un poema de John Ashbery, en una forma de bondad que, más que perder, gane por el camino. A veces la poesía opera como un sismógrafo que registra, a lo largo del tiempo, las intermitencias de los estados de ánimos. Si en El sol en la fruta la poeta barruntaba un nombre por si alguna vez tenía una hija, ahora esa hija parece haber llegado y protagoniza los dos poemas llenos de emoción que cierran el libro: “Tu madre / habla todas las lenguas / con acento extranjero”, dice el primero de ellos; y, en el segundo, es precisamente la hija quien protege a la madre del miedo. “Un hijo es el segundo país donde nacemos”, dice la cita de Luis García Montero, tan presente en los versos de la excelente poeta en lengua castellana que es Ioana Gruia.       

Carrusel (Visor, 2016) de Ioana Gruia68 páginas | 10 € | XIV Premio Emilio Alarcos

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