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Gato por liebre

206FRAN G. MATUTE | Admitamos que hasta hace dos días aquí no sabía nadie quién era Joy Williams. Bueno, quizás Rodrigo Fresán sí, pero pocos más. En estos casos, se quedan siempre las mismas preguntas en el aire. Extraña comprobar que nunca se hubiera publicado nada de ella antes en España; extraña también, siendo como se dice por ahí una de las grandes del cuento en los Estados Unidos, que sea una editorial independiente la que la haya puesto en el mapa. Sus mejores cuentos, por cierto, llegarán pronto recopilados de la mano de Seix Barral, en un tomo de más de 700 páginas que costará tan solo tres euros más que esta novela que hoy nos traemos entre manos.

Extrañezas al margen, lo cierto es que en su país Joy Williams está viviendo algo así como una segunda juventud, y es esa resaca la que nos está llegando ahora. Su obra parece estar revalorizándose, hasta el punto de que sus supuestos fracasos son vistos desde otra perspectiva. Es el caso de este El hijo cambiado (1978), vapuleada en su día por la crítica y hoy resucitada bajo la sospecha de que a lo mejor, en su momento, no se entendió bien lo que la gran Joy Williams había vomitado en esta su segunda novela.

Dispuesto a desfacer el entuerto que cometieron los críticos en 1978 me sumerjo voluntarioso en El hijo cambiado esperando encontrarme con un texto críptico, complejo, susceptible al menos de generar cierta controversia en la lectura. Pero no: El hijo cambiado no solo se lee “normal” sino que además se presenta perfectamente coherente con el imaginario de la autora, hasta el punto de que esta segunda novela parece que fuera una rama surgida del tronco de la primera, la magnífica Estado de gracia (1973). Si en su debut Williams se centraba en la figura que huye de la opresión y el aislamiento, en El hijo cambiado se nos muestra la otra cara, la de quien vive atrapado en una comunidad podrida, atrapado también en sí mismo. Ambas obras comparten en el fondo un personaje protagonista similar, envuelto en las mismas neblinas existenciales, siendo a su vez la maternidad un tema recurrente sobre el que se reflexiona, tanto en ésta como en aquélla, desde los puntos de vista más perversos.

Tampoco hay extrañeza alguna en la prosa de El hijo cambiado, que se muestra aquí más plana (más sencilla, más accesible) que en Estado de gracia, donde sí que se percibía un mayor grado de “vaporosidad”, una mayor voluntad de estilo, en ocasiones al borde del exceso poético. Con todo, a pesar de su limpieza estética, se palpa constantemente en El hijo cambiado un inquietante halo turbio, creado alrededor de una pandilla de niños insoportables (y malévolos), provocado a su vez por el alcoholismo galopante que padece Pearl, la protagonista. Alcohol y niños, ya se sabe, mala combinación.

Y cuando ya estaba todo montado, Williams, probablemente influida por la melopea de su protagonista, trata de hacer al final algo muy raro, muy caótico y efectista (y, por qué no decirlo, un tanto pueril), que termina por ridiculizar toda la propuesta. Williams tenía la historia, el drama, el trauma, los personajes y el lugar (esa comunidad aislada que tanto me ha recordado al Ritual de David Pinner), elementos más que atractivos para haber construido una gran novela, pero la indefinición (por decirlo de alguna manera) acaba por comérselo todo. No es que El hijo cambiado sea un fracaso, pues en ella hay muchos elementos de interés. Hay escenas y reflexiones impactantes, hay momentos sin duda de una extrañeza singular, pero lo cierto es que al final el texto no funciona. Le termino dando la razón a los críticos de 1978: El hijo cambiado es una novela fallida. Lo era entonces y lo sigue siendo ahora. Que vengan ya esos cuentos.

El hijo cambiado (Alpha Decay, 2017) de Joy Williams | 288 páginas | 24,90 € | Traducción de David Paradela | Prólogo de Rick Moody

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