JUAN CARLOS SIERRA | Es difícil, supongo, escribir sobre el tiempo vivido en primera persona del presente continuo y que salga algo decente. Por eso de entrada desconfío de quienes no toman perspectiva –sana, higiénica- a la hora de plantearse un proyecto literario; por eso sospecho de los repentistas artísticos; por eso no siempre me huele bien la literatura de urgencia, incluso la actual, cargada de sinceridad y buenas intenciones, la que surge mientras estamos confinados sobre el hecho mismo de estarlo. La primera persona en general tiene sus riesgos, especialmente si se conjuga en singular.
Pero de esos riesgos ya nos advirtió Bécquer y nos vacunó contra su contagio. Se inventó un antídoto tan lógico y científico como el que andamos esperando estos días: el tiempo, el paso del tiempo, justo lo que ahora no tenemos o no queremos tener, porque hay que hacer algo ya, rápido, ayer mejor que hoy o mañana. Sin embargo, todo tiene su ritmo, tanto la ciencia como la literatura, a no ser que el intento quede en desastre, en fracaso o, lo que es casi peor, en demagogia, y las esperanzas encharcadas, sucias, inservibles. Lo que vale para la vida, vale para la literatura, porque la literatura en su juego con la ficción se transmuta en vida real, vivida o por vivir.
Por todo esto me parece que es un acierto coger al toro de un tiempo ido por los cuernos de la perspectiva que producen los años, por la madurez vital y literaria que proporciona el tiempo. Por eso está bien que Ángel Fábregas (Granada, 1963) se haya puesto a escribir sobre la Granda de finales de los años 60 y principios de los 70 con la distancia y la perspectiva que atesoran casi 50 años, que No digas que fue ayer, su última novela, mantenga en su composición esa distancia higiénica respecto a los sucesos que narra.
No obstante, esa asepsia puede infectarse del germen de la nostalgia, puede caer en las garras de las falsificaciones de la memoria producidas por la mitificación, por aquello que decía Jorge Manrique acerca de que cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque el tiempo de esta novela sea el de un dictador que aún vivía o sobrevivía, y ya se sabe de la crueldad que pueden llegar a desarrollar las bestias heridas, las que huelen cercana la muerte. Este otro riesgo o tentación también lo salva con nota Ángel Fábregas al retratar con el punto justo de ternura aquella época en la que predominaba fundamentalmente el color gris –y no solo en los uniformes de la policía franquista-. De ese ambiente asfixiante nos habla No digas que fue ayer, pero también de los fogonazos de su envés, del color de la música, de las pintadas subversivas, de las faldas y las camisas, de los estampados costasoleños,…
Así pues, el ojo atinado, el olfato agudo, el afinado sentido de la observación más o menos objetiva, científica o sociológica de un autor consciente de su trabajo atraviesa esta novela de principio a fin sin desbarrar por las estridencias de la melancolía. En esta mirada sobre el pasado reciente llama la atención la explicitación de algo que en los relatos oficiales admitidos por inercia mayoritariamente no suele aparecer, porque entonces se nos caería definitivamente un mito fundacional de nuestros tiempos. En la página 218, ya casi al final del libro, un personaje de la alta burguesía granadina le dice a su hijo y más que seguro heredero: “…Si llega la democracia, no lo quiera Dios, se crearán partidos como antes de la guerra. Para entonces habrá que estar situado…”. Aunque el libro pivota alrededor de una serie de personajes que hacen de la calle, de las plazas, de las universidades, de las tabernas y de la lucha teórica y práctica en estos espacios públicos su modus vivendi y su razón para existir, la novela con un par de pinceladas aparentemente marginales a lo largo de sus doscientas páginas largas se basta para abrir los ojos del lector, para espetarle algo que quizá ya sabía o intuía sobre el presente, sobre este siglo XXI español y sus contradicciones ideológicas casi insoportables.
En cierto sentido, No digas que fue ayer también funciona como novela de formación, como relato de la educación política, pero también musical, literaria y sentimental de toda esa generación de quienes eran jóvenes entre finales de los años 60 y principios de los 70. Es llamativo en relación a este asunto Curro, el personaje central de la novela de Ángel Fábregas, un gitano metido a rockero y a otras muchas cosas más por amor o ‘encoñamiento’ hacia Cristina, la hija de aquel personaje que intuía que en la nueva democracia había que posicionarse bien, aunque fuera con la nariz tapada, para que en el fondo no cambiara nada. Curro es probablemente quien mejor refleja esta evolución, esta formación, este cambio. De hecho, en la página 213, en el párrafo que la abre, se pueden leer palabras tan elocuentes como estas: “…Cómo se puede cambiar la perspectiva tanto en un año. Sin embargo aunque quisiera, ya no podría volver atrás. (…) Cómo esconder la cabeza de nuevo como un avestruz, a pesar de los riesgos (…)”. Curro dixit.
Este dinamismo ideológico, pero también amatorio, musical, estético,… de aquellos años, a pesar de la moral de plomo del franquismo, se refleja estilísticamente en la novela con una variedad llamativa de las perspectiva narrativa, de la voz que cuenta el relato. Tan pronto hablan los propios personajes en primera persona como se instala en la novela un narrador omnisciente más o menos clásico o aparecen en cursiva y ensamblados al relato anuncios de la época con su carga simbólica y ‘situacionista’; incluso ese eclecticismo vocal narrativo llega a la segunda persona del singular epistolar en el último tramo de la novela, quizá uno de los pocos peros que se le puede hacer a la obra que reseñamos, porque toda la historia que aquí se narra tan fluidamente queda como estancada en esta carta casi final. Pero, bueno, es solo cuestión de gustos, de hábitos lectores, supongo, a pesar de mi especial predilección por el género epistolar.
El marco incomparable, como dirían los cursis, de todo este movimiento social es la Granada del final del franquismo. Por allí y por la novela circulan nombres absolutamente reconocibles como Juan de Loxa, el grupo Los Ángeles, Miguel Ríos (por entonces aún Mike Ríos), el de Úbeda que “se ha exiliado a Inglaterra con su novia…” en alusión más que probable a Joaquín Sabina, y otros que seguramente estén disfrazados de personajes de ficción. También están las calles, las plazas, las tabernas, la Feria del Corpus, el Sacromonte con sus cuevas, el Rey Chico,… Y esa sociedad granadina que, como tantas otras de este país aún hoy, se extrema entre la naftalina, el incienso y la caspa, y la marihuana, las rastas y la revolución. En definitiva, Granada no solo es el lugar donde se desarrolla No digas que fue ayer, no es un simple decorado, sino un personaje más de la obra que también evoluciona, cambia,…
De hecho para entender la Granada de hoy, la de la estampa turística con la Alhambra al fondo y las terrazas homologadas por las franquicias comerciales, está bien echar un ojo a la ciudad que narra Ángel Fábregas. En realidad, para intentar entender el presente que nos ha tocado vivir –sufrir y disfrutar- novelas como No digas que fue ayer se antojan esenciales por su higiénica distancia temporal y su polifonía sociológica.
No digas que fue ayer (Colección Juancaballos de Novela. Fundación Huerta de San Antonio, 2019) | Ángel Fábregas | 264 páginas | 20 euros