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Habrá que relajarse

ELENA MARQUÉS | Uno escoge sus lecturas siguiendo distintos mecanismos. Conscientes o inconscientes. En mi caso, la recomendación meramente «publicitaria» no suele funcionar; pero no diré (o sí diré; mejor, lo estoy diciendo) que la razón es más matemática, o estadística, que otra cosa. O sea, que son bastantes los libros que me llegan por esa vía del bombo y el platillo y no me gustan o no cumplen mis expectativas. Después están aquellos que caen en mis manos por imperativo de tertulias y clubes de lecturas. Esos suelen responder a cuestiones varias que oscilan entre los compromisos, los «a ver esto cómo se come» y los «hostia, qué pena que a este tío (o tía) no lo conozca nadie». Los textos de contracubierta, lo confieso, sí que me atraen como el olor de un buen guiso, aunque no siempre se corresponden con lo que el sofisticado nombre del plato había prometido. Se ve que el oficio del contracubiertista es como el del emplatador: decoran y aderezan y pare usted de contar. Y después están casos como este que explica mi arribada a El parasimpático, y es el simple hecho de que su autor, el argentino Edgardo Dobry, me dio clases de una asignatura que se llamaba «Poesía contemporánea en Hispanoamérica: raíces y tendencias» y me apetecía escucharlo en otra faceta, seguramente más amable. Al menos, en este caso, yo sería la examinadora y él el examinado.

La cuestión es que si, como aparece negro sobre malva en la dicha contracubierta en boca de Raúl Zurita (pero es como si lo dijera el mismísimo Jorge Luis Borges), «lo único que existe es la simultaneidad de todas las escrituras, el momento en que escribes es exactamente el momento en que está escribiendo Homero, Shakespeare, el poeta Carrera, mi contemporáneo Roberto Bolaño, Idea Vilariño, Edgardo Dobry, todos», a mí me ha costado identificar esos ecos, esa concurrencia de voces en los poemas de este conjunto compuesto por tres partes bien diferenciadas y de nombre un tanto extraño. Quizás por falta de lecturas, o quizás porque no he dejado que sea ese sistema nervioso autónomo del título el que guíe mis pasos por sus páginas para establecer baudelaireanas afinidades y correspondencias y solo he buscado que surja un significado claro de unos versos que parecen regidos por el ritmo (eso sí), por imágenes suprarrealistas, por cierta artificiosidad construida a base de hipérbatos y elipsis (no sé: a veces percibo una estructura casi telegráfica, una sintaxis descabezada, especialmente en la parte final de la sección «Como todo»), por algún que otro juego de palabras (léase «Lo barroco», léanse versos como «cuervos y ciervos husmean el peligro / tras la membrana de azar que los divide»), por una aguda adjetivación, y por un anunciado sentido del humor que, en realidad, no está tan distante del mío. Y es que esa ligera ironía con la que se burla de los símbolos del romanticismo (¡pobre Luna!), de «La ciudad de los poetas» (inteligente caricatura de París), de los congresos sobre polític@s del género y masculinidades nuevas; esa cáustica mordacidad que divide las flores entre «las que huelen, las que no», así como imaginarme algunos extremos del poema «Winterreise (en primavera)», sí que me han arrancado más de una sonrisa.

Con lo que desde luego que comulgo es con la divisa inicial, recogida en el soneto preliminar y en los paratextos que anteceden al bloque de «Peso neto», de la poesía como bálsamo y consuelo, y también con su esencia doméstica o incluso prosaica. La poesía que mezcla elementos de la Antigüedad clásica (centauros con cascos rojos, meditaciones homéricas) con la nueva mitología de las series distópicas y los héroes de hoy. Esa poesía que, como el amor (que no suene Wet wet wet, por favor), está en todas partes, ya sea «por sobre las crestas de salmuera sucia» de una mañana de estío barcelonés, ya en un parque en el que «en medio del agua un surtidor partía / la parte entre el deber y el deseo de estar libre», ya en un congreso con poca asistencia en un Marriott de Boston o en tantas otras escenas urbanas y/o caseras de apariencia trivial y desaliñada en las que se discute, por poner un caso, sobre ética subyacida en lo formal a partir de un filme de Clint Eastwood, pero que dejan, como sin querer, un significativo resto de carozos. Será porque, en el fondo, el libro consigue, como la acetilcolina, la relajación necesaria para que el mensaje cale, y para que en cada relectura cruce un nuevo y emocionante chispazo que te había pasado desapercibido.

Yo me quedo con esos aciertos que hacen detenerte de algún modo en la realidad y trascendencia de los objetos («Cada cosa palpa su sombra / para consolarse con que sigue siendo opaca»), con poemas, a mi parecer, algo desubicados en el conjunto como «Afuera», con la culminación de los «Tres avatares del aire» (página 54), con los diálogos reales y realistas que intercala en momentos clave (por qué no con la madre fallecida), y, sobre todo, con la imagen desoladora, y a la vez algo cómica, de la muerte «como cuando / se corta la luz de golpe pero esta vez / ni siquiera a tientas vas a encontrar las sillas».

Y, al llegar a este punto, he de dejar espacio a ese tema que tanto nos preocupa y que también aquí debía aparecer. Y lo hace de nuevo con un gesto de alegre homenaje, entre la «Meditación en la muerte del Trinche Carlovich», que se excusó con un «El río baja alto y estaba lindo para ir a pescar» para no acudir a la convocatoria de la selección de fútbol (dice), y «El réquiem» preludiado por la cita de Ajmátova (al fin y al cabo, así se llama una de sus más célebres composiciones), el más amable y vivo de todos los poemas de la obra al esbozar, con sencillez y franqueza, la semblanza de un hombre de carne y hueso, del que admira su capacidad para no oír el ruido de los días y hace caminar entre la panadería y un bar de Cadaqués, entre una tienda de Apple y un santuario de libros. Más o menos como cualquiera de nosotros.

En fin, que, aunque en principio El parasimpático de Edgardo Dobry me dejó un poco descolocada, aunque el emplatador de la contracubierta parecía haber deslizado pistas engañosas sobre lo que me iba a meter entre pecho y espalda, creo que solo hay que relajarse y dejarse conducir y consolar. Y el significativo resto de carozos se nos dará por añadidura.

El parasimpático (Club Editor, 2021) | Edgardo Dobry |106 páginas | 18 euros

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