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Hacia donde nadie mira

carrere-calaisALEJANDRO LUQUE | En las ruedas de prensa, me gusta observar siempre al fotógrafo que se despega del grupo. Hay en el gremio (de la prensa en general) cierta tentación al gregarismo, que explica en parte una frecuente, aunque muy poco deseable, uniformidad en las informaciones. Por eso, digo, me fijo a menudo en el elemento que escapa del calor de la manada para buscar un ángulo distinto, alguna perspectiva audaz, el gesto inesperado. No digo que esa mirada diferente garantice la mejor foto: a veces ésta se halla justo en el punto donde se arraciman los profesionales con sus flashes, que tampoco son tontos y saben hacer su trabajo. Pero sin estos versos sueltos, qué duda cabe, la realidad que se pretende comunicar sería más pobre e incompleta.

En este librito, casi cuadernillo, Emmanuel Carrère es ese observador excéntrico. Cuando acude a cubrir como periodista la situación en Calais, la ciudad francesa que se ha convertido en sinónimo de bochornoso campamento de refugiados, también conocido como La Jungla –con todas sus resonancias de peligros ignotos, pero también con las dudas sobre la humanidad de sus habitantes–, sabe que van a ser cientos los periodistas desplazados al lugar para brindar los reportajes previsibles y necesarios: las historias personales de los migrantes, sus miserables condiciones de vida, la inminencia del desmantelamiento. Por eso, en sus quince días de estancia en la ciudad, en enero de 2016, decide virar el enfoque hacia donde casi nadie está mirando: hacia la ciudad misma y sus vecinos, que también existen y padecen la situación como víctimas colaterales de un monumental drama.El autor de libros como El adversario, De vidas ajenas o Limónov, amigo de fundar sus narraciones sobre hechos y personales reales, cobijado en el periodismo en medio de una crisis creativa, introduce al poco de empezar un elemento novelesco: la llegada al hotel Meurice, donde se aloja, de una carta anónima dirigida a él, donde una voz cansada de ver desfilar a “famosillos” por la villa se pregunta qué viene a hacer Carrére en Calais, y en qué trampas caerá. Cuanto sigue es, de algún modo, el esfuerzo del cronista por convencer a su misteriosa corresponsal –pues se trata de una mujer– de que su propósito es legítimo y honesto.

No es que no se hable de los migrantes, claro. Carrére cree que tal idea equivaldría a hablar “de Varsovia en 1942 sin el gueto”. Ahí están, ineludibles, los diez mil desesperados llegados desde todos los rincones de África y el Mediterráneo. Y los mil ochocientos policías desplegados para impedir que alcancen el túnel y el puerto, se deslicen en algún camión y logren su objetivo primordial, el de todos: alcanzar la Gran Bretaña, “donde la legislación laboral es más flexible, los controles de identidad menos frecuentes, las comunidades extranjeras están más unidas, y cuya lengua hablan mejor o peor muchos de los migrantes, además”.
Sin embargo, el reportaje del parisino quiere recordarnos que, si la peor parte se la llevan los parias de la tierra, tener un campamento así al lado de casa tampoco es ningún chollo para los lugareños. ¿Cómo se hace vida normal con ese panorama? ¿Es posible hablar de otra cosa? ¿Cómo se vive a caballo entre la indignación y el temor, los prejuicios y la impotencia? ¿Qué tan difícil es mantener una aceptable actitud cívica cuando todo, desde las rutinas más simples al valor de tu vivienda, se ve afectado por la situación?
Carrére, sin renunciar al relato en primera persona, consigue mostrar esas realidades eludiendo la tentación de proponer soluciones, así como de ponerse demasiado bajo el foco. Ello no le impide alejarse del relato neutro para calificar a la fachasfera xenófoba de los “calesienses enfadados” y explicar que “aunque me hubiese gustado, debido a un gusto quizá excesivo por el matiz y la complejidad del mundo, representar a calesienses enfadados que no fueran unos capullos integrales, hay que reconocer que eso es lo que parecen los que yo conocí”.
En otro momento anterior, plantea la interesante hipótesis de que el resentimiento del “blanquito que vive y siempre ha vivido de subsidios sociales en el Beau Marais” venga del hecho de que se encuentre “en una situación menos precaria pero en cierto modo más estancada, más irremediable” que la de esos desgraciados que, no teniendo nada que perder, lo tienen todo por ganar.
Resulta difícil añadir algo más sin desmenuzar el contenido de estas escasas 80 páginas con un buen cuerpo de letra. Y a pesar de que Calais se lee en lo que dura un café, quedará junto a otros cientos de reportajes en la memoria periodística de La Jungla. Ese tipo de historias que, cuanto más cubiertas parecen, más necesitan de miradas inquietas y solitarias como la de Emmanuel Carrére.
Calais (Anagrama, 2017), de Emmanuelle Carrère | 88 páginas | 7,51 euros | Traducción de Laura Salas

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