El plantador de tabaco
John Barth
Sexto Piso, 2013
ISBN: 978-84-1560-130-2
1.179 páginas
34 €
Traducción y prólogo de Eduardo Lago
Fran G. Matute
Aunque el primer impulso pueda ser emparejar El plantador de tabaco (1960) de John Barth con obras clásicas del tipo La historia de Tom Jones, expósito (1749) de Henry Fielding o La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767) de Laurence Sterne o, incluso, Los viajes de Gulliver (1726, 1735) -me niego a poner el título completo- de Jonathan Swift, son otros referentes de la literatura inglesa, más contemporáneos, los que me han ido viniendo a la mente a medida que me sumergía en las páginas de esta voluminosísima novela. Porque, en el fondo, más allá del juego postmoderno que pueda llegar a ofrecer, El plantador de tabaco no deja de ser una ‘masquerade’ sobre el Imperialismo británico que comparte numerosos puntos de conexión con las humoradas ideadas, por ejemplo, por el gran Evelyn Waugh en Merienda de negros (1932) o Noticia bomba (1938) -en las que un patán terminaba montando un pollo considerable al ser enviado, casi siempre por error o para quitárselo de en medio, a un destino extranjero incivilizado y caótico-, solo que careciendo de la flema correspondiente.
Esta burla al Imperialismo de la Gran Bretaña se centra, sobre todo, en el escaso control jurisdiccional que a finales del siglo XVII parecía imperar en los territorios “descubiertos” allende los mares. Con qué facilidad se falsificaba entonces un nombramiento. Con qué pasmosa agilidad se suplantaba una identidad o se alteraban los términos de un contrato. Todo documento terminaba siendo papel mojado. Todo pacto sellado con un apretón de manos era olvidado o modificado al antojo de la extorsión o la fuerza bruta. Y así no había forma de gestionar lo civil en las Colonias Británicas situadas en territorio norteamericano, pobladas por una fauna autóctona completamente ajena a las más básicas normas de educación europea. Si a eso añadimos las temibles distancias que separaban Londres de las citadas colonias, los ineficaces medios de comunicación que existían en la época y la imposibilidad de establecer mecanismos administrativos fiables (pues la corrupción lo corroía todo), no era de extrañar que la desvergüenza campara a sus anchas por el Nuevo Mundo. Y a ese estercolero plagado de rufianes es enviado el tierno y afectado Ebenezer Cooke a retomar la heredad de la familia, sita en Maryland.
Barth recupera, de alguna forma, la figura de sir William Davenant, Poeta Laureado, para moldear a su imagen y semejanza la de su protagonista. Pues Eben Cooke viaja a Maryland no solo para gestionar el patrimonio familiar sino con la misión de redactar, en calidad también de Poeta Laureado, “La Marylandiada”, llamada a ser la oda hudibrástica definitiva que cantará las bondades de esa tierra indómita. Eben Cooke es un alma cándida que ondea por el mundo su virginidad a modo de virtud, un niño mimado que ha estado tutelado desde la cuna al que el mundo real le es ajeno. Está, por tanto, ansioso por embarcarse en la mayor de las aventuras, al objeto de merecer historias que nutran ese lirismo exacerbado que corre por su sangre. Lo que no sabe Cooke es que el mundo real (el de finales del siglo XVII, claro está), al menos como lo pinta Barth, es de traca.
El plantador de tabaco es probablemente la novela que más desvirgues y violaciones incluye en su trama de todas las que he leído hasta la fecha. Un festín de aberraciones del alma, de salvajismo aborigen y de traiciones palaciegas que irá horadando la inocencia de Eben Cooke mas no la carnal, a la que se aferrará hasta sus últimas consecuencias. No está la mente del joven poeta preparada para enfrentarse a la travesía que Barth le prepara por el Nuevo Mundo. No es fácil salir ileso, ni física ni mentalmente, de esos encuentros con piratas en alta mar o con las tribus indias de los Susquehannoughs, los Nanticokes y los Piscataways a lo largo de la bahía de Chesapeake. Por no hablar de ese partido de tenis territorial al que juegan Lord Baltimore y John Coode por gobernar una Maryland que lucha por ser ¿jesuítica, escolástica, papista, jacobina? y en el que Cooke se ve involucrado sin comerlo ni beberlo.
Pero por encima de todo, El plantador de tabaco es una novela absolutamente desternillante, que ofrece momentos de una hilaridad apabullante. Como la escena en la que el iluso Ebenezer, al llegar a Maryland, pretende hacer valer su título de Poeta Laureado de la colonia ante una pléyade de negros que se mofan de su afectación (“su primera declamación pública era recibida con gran hilaridad por parte de su audiencia, cuyos miembros prorrumpieron en carcajadas y bufidos dándose palmadas en los muslos, sujetándose los ijares, moqueando, dándole codazos a quien tenían cerca, poniéndole los cuernos a Ebenezer y librando ventosidades a través de sus rústicos calzones”) o el penoso diálogo que mantiene con un barquero al que quiere pagar, por cruzarle el río, con un poema.
De estos choques culturales saca petróleo Barth. Contraponiendo las formas refinadas del Viejo Mundo con el salvajismo imperante en aquellos territorios todavía sin pulir. Mofándose de la educación británica, enfrentándola al colono asilvestrado. Del mismo modo que recurre a la historia apócrifa, la de la leyenda o el chascarrillo, a la hora de rememorar, por ejemplo, la aparente inexpugnabilidad de Pocahontas (que contaba, al parecer, con una “membrana” tan poderosa que quebraba todo miembro masculino) o para relatar la anécdota del explorador John Smith y el enroque sexual que practicó con la esposa del rey Hicktopeake (también con ventosidades de por medio). Por no hablar de la insólita crónica de cómo los Ahatchwoops eligen a su rey (igualmente con ventosidad de por medio, esta vez letal). Y ya, si eso, dejamos lo de la berenjena mágica para otro día, para cuando acaben el libro.
Dicen los críticos de verdad, los que saben de esto, que El plantador de tabaco es la obra magna de John Barth, y aunque carezco de argumentos para corroborar o desmentir lo anterior (pues no conozco el resto de la obra del autor) no me es difícil asumir dicha afirmación. Pero que El plantador de tabaco sea la mejor novela de alguien no la convierte, a mi juicio, en una obra maestra. Odiosas son siempre las comparaciones y más si las reminiscencias no son del todo equitativas, pero no he podido sacudirme de la cabeza, mientras leía esta novela, la extraña sensación de que el juego metaliterario que proponía El plantador de tabaco ya lo había visto en otra parte y de forma mucho más satisfactoria. Me resulta pues, inevitable traer a colación el Mason y Dixon (1997) de Thomas Pynchon y considero prácticamente imposible, si se han leído ambas obras, no establecer paralelismos entre ellas por muy diferentes que sean.
Partamos de la base de que El plantador de tabaco se publicó en 1960, en un momento literario en el que su aparición constituía un verdadero anacronismo, no solo por las formas (esa prosa impostada con la que escribe Barth, emulando a los grandes títulos dieciochescos que mencionaba al principio de esta reseña) sino por su temática. Como expone brillantemente en el prólogo Eduardo Lago (al que, por cierto, habría que ponerle un piso en Malden, por la inmaculada traducción que se ha marcado), contemporáneos de esta obra son En el camino (1957) de Kerouac o El almuerzo desnudo (1959) de Burroughs, lo que demuestra que Barth iba a otro rollo con esta novela histórica a la vez que postmoderna. Mason y Dixon, por su parte, surgió 37 años después que El plantador de tabaco (con independencia de que Pynchon invirtiera más de veinte años en su facturación), en un momento histórico en el que la anacronía no chocaba ya a casi nadie pues el postmodernismo estaba sobradamente asumido por el sistema literario. Más que asumido, diría yo, estaba en su apogeo. Y curiosamente, Mason y Dixon vuelve a jugar con el lenguaje dieciochesco, en un ejercicio prosístico virtuoso como pocos, a la misma altura que el ofrecido por Barth en la obra de referencia.
No acaban ahí las “coincidencias”, pues ambas obras diseccionan la vida en las Colonias Británicas y su fauna oriunda, aunque desde perspectivas dispares. El plantador de tabaco se centra en la Maryland de finales del siglo XVII mientras que Mason y Dixon recorre la expedición científica que a mediados del siglo XVIII trazó la popular línea que separó dichas colonias, a lo largo del río Potomac, en Norte y Sur, marcando así la barrera natural entre Pennsylvania y la referida Maryland. ¡Por poco no se cruza Ebenezer Cooke con Mason y Dixon en las páginas de uno u otro! ¿Quiso Pynchon con Mason y Dixon emular a su coetáneo y escribir su propia versión de El plantador de tabaco? ¿O quiso, simple y llanamente, superarlo? Porque si tenemos que atender al juego postmoderno que ambas obras pretenden plantear, mucho me temo que el ejercicio de Barth palidece enormemente en comparación con la virguería literaria que terminó facturando el amigo Pynchon. Soy plenamente consciente de lo injusto (e innecesario) de esta afirmación, pero considero que es igualmente injusto no compartirla cuando es una sensación que he tenido constantemente durante la lectura de El plantador de tabaco. Una sensación que me ha obligado, además, a rebajar el nivel de expectación que generaba, sobre el papel, esta novela de John Barth que quizás no sea una obra maestra pero sí que tengo claro que es una lectura absolutamente deliciosa e irrepetible. Un divertimiento sin parangón que te reconcilia con algo tan simple y tan difícil de encontrar como es leer con placer. Sin necesidad de aspavientos. Solo mostrando una destreza narrativa infinita.
No deja de resultar curioso que, para sostener las cientos de intrahistorias que conforman El plantador de tabaco, Barth acuda a la más directa de las fórmulas narrativas existente: la tradición oral. Ebenezer, dada su vocación de poeta y ensimismado en dar cuerpo a su “Marylandiada”, se muestra siempre dispuesto a escuchar lo que tenga que contar todo aquel que se encuentra. Y así, poniendo la oreja el protagonista (curiosamente, Pynchon también acude a este artificio para desarrollar su Mason y Dixon, pues toda la novela se presenta como un cúmulo de batallitas narradas por el reverendo Cherrycoke), es cómo nos llega el sinfín de anécdotas que forman parte de la narración. En una de ellas, Ebenezer Cooke se topa con Francis Nicholson, Gobernador de Maryland por aquel entonces, al que le refiere todas las barbaridades de las que ha sido testigo durante su periplo por esa ‘hactenus inculta’, desde una conspiración negro-india, a un entramado de tráfico de rameras y narcóticos, pasando por una red de comercio ilícito de redencionistas… “Dulce madre de Cristo, vaya un nido de víboras y lobos que me ha tocado gobernar”, le responde Nicholson, el cual, acto seguido, decide organizar un tribunal sobre la marcha para aclarar los términos legales de determinados entuertos y que se termina convirtiendo en un lamentable circo judicial.
Muestra así Barth, a través de la citada tradición oral, positivada ya en forma de novela postmoderna, la putrefacción endémica de su Maryland natal. Una putrefacción que se vería posteriormente reflejada en ese Baltimore tan pintoresco, tragicómico y corrupto que retrataron, respectivamente, artistas como John Waters, Barry Levinson y David Simon. Y así, entre capa y capa de Historia, ya sea apócrifa o no, entre carcajadas y pajas mentales, lo que Barth nos viene a ofrecer en esta impecable novela son los orígenes de una sociedad gangrenada en su tuétano, hipócrita y corrupta por nacimiento, inculta y palurda, que pretende ocultar a toda costa su quintaesencia agreste. “¿Anida bajo la capa de la civilización la esencia de la condición salvaje, o por el contrario es la esencia de la condición civilizada lo que se oculta bajo la capa del salvajismo?” Se pregunta el narrador en un momento cualquiera de la novela. «Mas no nos da la respuesta«. Simplemente nos impele a leer, a leer, a leer y a seguir leyendo El plantador de tabaco.
Excelente reseña, Matute. Gracias.
Cuando he visto que había un comentario tuyo en la reseña pensé que me ibas a echar la bronca por no poner entero el título de «Los viajes de Gulliver»… 😉
Gracias a ti, por leerla.