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Hambre de otra vida

El gesto absolutoCAROLINA LEÓN | Me persigue este tema desde muchos costados. Reventamos de normalidad. Cumplimos los horarios, las normas de conducta, las obligaciones y responsabilidades del ciudadano medio; nos comportamos bien, caminamos por la acera y esperamos al verde del semáforo; pagamos los impuestos y acudimos al colegio electoral. Intentamos ser buenas personas, lo que quiera que esto signifique. Leemos las noticias y nos indignamos educadamente, vamos aprendiendo día a día las consecuencias de salirse del molde. Enseñamos a los más jóvenes, además, a comportarse según lo esperado (toda maternidad y paternidad es colaboracionista con el poder vertical, con la estructura básica de la escuela como primer aprendizaje de obediencia y jerarquía).

Reventamos de normalidad, aunque no todo el mundo revienta igual. Dentro del orden, saltándose todos los órdenes, o atentando contra la propia vida.

Hace pocos días asistí a la ceremonia de graduación de una adolescente, al término de sus estudios de bachillerato. Los cinco discursos de las personalidades del instituto, uno tras otro, insistieron en una sola idea: la de que nos hacemos a nosotros mismos, que nuestro éxito es fruto de nuestro esfuerzo, que el trabajo y el empeño son los motores únicos de la consecución de logros; durante treinta minutos escuché a directora, jefes de estudios y profesoras revolviéndome en mi asiento, esperando aparecer alguna nota sobre lo común, la responsabilidad colectiva, el papel de esos chicos y chicas en la sociedad en tanto que agentes políticos; o la más mínima alusión a su apertura a un mundo que los necesita críticos y comprometidos, porque el marco que los recibe es estrecho, gris y henchido de un poder difuso. Escuchando aquel relato, siempre en segunda persona del singular, desvinculado por completo del antes, del después, del «con quiénes», me ponía en la piel de mi propia hija adolescente y me sentía asfixiada de normalidad e individualidad. Todo el relato de lo que una vida joven puede plantearse en las puertas de su “devenir adulto” estaba enfermo de normalidad e individualidad.

Sin embargo, he visto cómo se desenvuelven. En sus pequeñas construcciones de comunidad, entre sus amistades más cercanas o evanescentes. Estos adolescentes, estos jovencísimos seres a los que les estamos dejando un mundo estrecho de opciones y una construcción de identidad desvinculada del mundo, a los que les faltan relatos distintos del “sálvese quién pueda”: ellos están en el mundo a pesar de todo y hacen, a su manera, un “nosotros”, un “nosotras” en este minuto de efervescencia poco domesticada. He visto cómo construyen comunidad y amistad a la que todavía no saben llamar política.

A veces pienso que la palabra «política» es perfecta y pura cuando no se ha incorporado al vocabulario.

El gesto absoluto de Santiago López Petit es un libro sobre el estrechamiento del mundo, de la vida (ese significante que se connota en positivo y en negativo, en la luz y en la noche, a todo lo largo del texto) y de la política. Es un libro sobre la muerte, el suicidio, de un joven militante acaecido hace dos años que dejó muy huérfana a toda una comunidad que se empeña en ampliar el mundo, la vida y la política. Es un libro que no intenta dar una explicación de causas, sino entretejer una composición en torno a nuestras condiciones de vida, en los contextos presentes, en las grandes urbes del turbocapitalismo, en nuestras historias de desarraigo, en nuestra relación íntima con la realidad, que secuestra cotidianamente la posibilidad del “nosotros”. Es la historia de un chico de origen colombiano que se viene a Barcelona y se compromete en luchas sociales que atraviesan capas de la realidad y es, a través de su “caso”, una historia de nuestra relación con la palabra política, que debería ser un significante lleno de vida y no separado de ésta.

“Existe, sin embargo, otro tipo de politización que critica tanto la idea de representación política como la separación de la vida respecto a la política misma”. La conocemos, esa politización. Es independiente de nuestras organizaciones, pero no es independiente de nuestras pequeñas vidas asfixiadas de normalidad. La hemos probado, la hemos intentado mantener, sostener, perpetuar. La producen y reproducen colectivos sometidos y rebeldes contra el poder, en todas partes, a todas horas. La politización de la existencia es un hecho cotidiano que, por carecer de relato, desfallece a veces. No es sencillo. No se inviste de aristocracia ni de arrogancia esa politización. No está atada a ninguna idea de organización que no sea la de buscar otro sentido a la vida y golpear la realidad (ese orden, esa estructura que nos asegura la convivencia pero que es también el aplastamiento de la íntima hambre de libertad y de vida que llevamos, todos, todas, dentro). López Petit nos dice, en más de una ocasión, que la política entendida en su sentido clásico, desgajado de la vida, es una gestión de la decepción. Se convierte en una política del “mal menor”. O de la normalidad.

La normalidad aplasta. Los relatos de la individualidad autónoma y abocada a la intemperie son hegemónicos. Incluso entre aquellos que militan, incluso entre aquellos que saben que esta “vida” no es “vida” y que no están dispuestos, mientras tanto, a resolverse en una huida de la “vida” en forma de “opciones individuales” que sirvan sólo a unos pocos. No nos dejamos engañar, pero la excesiva transparencia ciega, la demasiada lucidez es una carga pesada. Queremos jóvenes hombres y mujeres conscientes, golpeando la cárcel de realidad que les hemos construido, pero las paredes son extremadamente duras. La sostenibilidad de la potencia colectiva política se golpea hora tras hora con la represión y su consecuencia, el miedo.

Hemos visto la potencia de la acción colectiva política, a lo largo de los últimos años, hacer aparición y cambiar la realidad a golpes: ocupando edificios abandonados para ser habitados por quienes habían sido expulsados de sus viviendas, realizando protestas contra las leyes de extranjería junto a los migrantes que se buscan la vida (la de verdad) en las calles de nuestras ciudades… López Petit nos hace distinguir a lo largo del texto entre el miedo y la impotencia. Miedo siempre hay, el poder es grande. Pero cuando aparece esta segunda es cuando la construcción colectiva nos hace aguas. No nos vamos a echar en cara que a menudo llueva, que a menudo algunos pronuncien amén, que muchos nos dejemos encerrar en la pequeña jaula de la normalidad. Mantener contra todo las alianzas, la amistad política que se necesita en la base para producir grietas en la normalidad asfixiante es un trabajo arduo.

“La alianza de amigos surge cuando un nosotros decide autoconstituirse y pone el querer vivir en el centro (…). La alianza de amigos se funda en la finitud de los seres mortales, pero no porque mueren, sino porque quieren vivir” (60). La idea del “querer vivir” viene de lejos en la producción de este autor. No es un empecinamiento de un puñado de células. No es únicamente un trabajo de la voluntad. Es un asunto político, y por tanto ese querer vivir siempre quiere decir juntos. Juntos, en este escenario de control y disciplina, es un adjetivo complicado de mantener.

La “normalidad” es ese escenario en que sólo estamos juntos haciendo la compra en el centro comercial o compartiendo una noticia indignante en el muro de la red social. No intento ponerme por encima de ello, ni pretendo ser mejor que nadie cuando compra, consume o comparte. Somos eso. Y somos todo lo demás, o buscamos desesperadamente serlo: reconocimiento, comprensión, colaboración, puesta en común, trabajo colectivo, vínculos y afectos más allá de lo establecido como “normal”. Nos estamos secuestrando esos significados sin apenas darnos cuenta. Nos los están secuestrando.

(Me da un poco de risa esto que escribo, todo el amor bestial que me produce el libro de López Petit, por escribir de aquello a lo que le hemos quitado palabras, por nombrar la grieta de una politización que es intrínsecamente humana, en un contexto en el que los grandes debates parecen cifrarse en la debilidad de las izquierdas fragmentadas, en las batallas culturales con la derecha experta que nada quiere saber de justicia social, o en medio de ese realismo político de los salones de la teatralidad parlamentaria. Me da un poco de risa -como la de quien quiere hablar de algo que ha perdido del todo su significante- pero me reafirmo, porque lo hemos experimentado. Hemos experimentado que existe otra cosa, aunque hayamos arañado muy poco la superficie de la normalidad).

Pienso mucho en los jóvenes porque -no descargo mi responsabilidad- a la vez que los significantes de la militancia desaparecen, convenientemente olvidados, y que los relatos que reciben están encerrados en unos estrechísimos límites de esfuerzo personal y éxito, a estas generaciones las cargamos con acusaciones de despreocupación o falta de compromiso que han de ser, en verdad, dirigidas a nosotros. Los más jóvenes tienen el mundo ridículamente angosto que les hemos dibujado, construido (en las palabras que les despiden de su vida estudiantil y en tantas otras). Si nosotros, nosotras, no somos capaces de ampliar sus márgenes, de implosionar sus posibilidades desde dentro, si nuestras revoluciones las hemos hecho fracasar en una estrecha idea de política de la representación y de separación de la vida, si no somos capaces de contarles que cada uno de sus gestos es un arma cargada de futuro (cómo se hablan entre ellos, cómo se apoyarán, cómo se pueden oponer a la máquina de muerte de la realidad uniformizadora), si no somos capaces de apuntalar sus rebeldías y, al contrario, las queremos aplacar, nos vamos a tener que explicar en breve tiempo la muerte de la idea de política: la muerte de la salvaje e indomesticable idea de que en el interior de cada uno de nosotras, nunca solas, vive otra realidad que no se puede encerrar ni en una urna ni en un parlamento.

Esto, ya está claro, no es una reseña. El gesto absoluto tampoco es un “libro” así como muy normal. El texto que da pie a esta reseña está lleno de oscuridad, pero está hecho de esas oscuridades menos densas que definen un pasadizo entre la roca de la realidad; es más como una puerta, pero de abrirla no se puede esperar demasiada esperanza. Es también el huequecito por el que entra la luz en una cueva cuya salida se ha taponado. Es un interrogante enorme suspendido encima de una vida terminada, y es una conexión con un universo entrevisto donde la palabra “vida” nombra algo que no es desechable, intercambiable o impotente, y que de verdad importa. Es así como la vida de Pablo, la vida de tantos, importa, en su vulnerabilidad y finitud.

El gesto absoluto, El caso Pablo Molano: una muerte política (Pepitas, 2018), de Santiago López Petit | 160 páginas | 15 euros

admin

3 comentarios

  1. No sé cómo será el libro, aunque lo imagino -según las pistas que ofrece Carolina León- desafiante como un grito en la cumbre de una montaña, puede que inútil o por el contrario necesario, para que el ser humano encuentre sus raíces paradójicas entre la totalidad y la nada. Un libro angustioso y conmovedor, ejemplerizante quizá, desasosegante al máximo. Carolina León lo ha demostrado con una reseña que me ha dejado con la boca abierta de asombro y admiración. Pocas veces he leído una crítica tan creativa, tan cercana y real. Tan satisfactoria y amarga como una cerveza (a ser posible ‘tostada’) destilada gota a gota con materiales nobilísimos, paladeada pasado el mediodía en medio de una realidad agobiantes y pegajosa.
    Gracias, Carolina

  2. pues yo tan feliz de que todo eso le haya pasado a alguien, a uno solo, por un texto que surgió como surgen los buenos textos (no es verdad), a bote pronto. El libro es un librazo y merece ser leído y pensado, espero haber aportado mi granito de arena.

  3. Buen día. Gracias por descubrirme ese libro que parece que me toca muy de cerca y muy adentro. Por sentimientos y frustraciones que imagino todxs llevamos puestos.
    También por escribir desde donde escribes. Desde esa política de lo cotidiano, de lo emocional. Me toca porque escribo sólo para desahogarme, pero al leerte me da la sensación de que escribías desde un lugar similar al mío.
    «Reventamos de normalidad, aunque no todo el mundo revienta igual.» ❤️

    Comparto algo que escribí hace unos meses que lo mismo sirve de ejemplo.

    Nos encontramos en la grieta dando gritos

    suelta, aprieta, nos angustia y nos libera

    calló la misma lluvia en distintos sitios y yo ya no se dónde meterme

    en este andar de mirada vacía
    desenebrada
    destarlada por la prisa

    en este andar a la deriva
    asincrónico y deshecho

    cómo darle forma a toda esta tormenta de lugares comunes y coincidencias

    tal vez sólo nos quede pisar los charcos y salpicar lo que nos rechaza

    escarbar hasta el origen de la raíz de los helechos
    atravesando cada uno de los perfiles de la tierra sobre la que nos niegan el alimento.

    Gracias de nuevo por ubicar la palabra en ese lugar tan lindo y doloroso. 😉

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