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Hasta en las mejores familias

171129 Andar sin ruidoEDUARDO CRUZ ACILLONA | Una pregunta, señor o señora director o directora de la revista Estado Crítico: ¿Se puede comenzar una reseña literaria con un chiste?…
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¿Puedo entender esto como aprobación por silencio administrativo?…
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Bueno, pues venga:
Este es un borracho llegando a casa a altas horas de la madrugada y entrando con el cuidado que le permiten los efectos del alcohol y con los zapatos en la mano. Su mujer, despierta y esperándole, enciende la luz del pasillo y se encara con él:
—¿Qué haces llegando con los zapatos en la mano?
—(Balbuceando y pronunciando de aquella etílica manera) Es que no quería hacer ruido…
—¿Y por qué demonios vienes cantando a voz en grito?…
(Aquí suenan unas risas enlatadas, al estilo de las algunas series cómicas norteamericanas, por si fuera necesario provocar la risa del lector).
Quizás no haya (o yo no encuentre) mejor manera de describir el libro de Carlos Frontera. Es posible que sus relatos, siguiendo la indicación del muy andresneumaniano título, quieran llegar al lector andando sin ruido, pero ya se encarga el autor con su manera de escribirlos de hacerlo cantando a grito pelado. Como para no darse cuenta y no quedarse con la copla.
Y es que estos relatos, como el chiste, confieren una atmósfera cercana, hogareña. Porque sólo en casa uno es capaz de andar sin ruido. En la calle retumban los tacones y se quejan los baldosines mal colocados, escupen con saña los charcos cuando los pisas y te pitan las alarmas cuando sales de una tienda con algo circunstancialmente robado. En casa, sin embargo, uno es capaz de andar sin ruido. Será por las alfombras, será por las zapatillas de fieltro, será por la seguridad que imprime el territorio conocido o la confianza de una madre cercana.
Por este libro uno transita así, como en casa, sin hacer ruido. Salvo que, de vez en cuando, cada equis párrafos, como si del borracho del chiste se tratara, no puede evitar soltar una estruendosa carcajada.
Poco tarda Carlos Frontera en darnos pistas de por dónde habitan sus querencias literarias. Así, ya el primer relato, “Las novias cuando nos dejan”, se refleja en el espejo de Julio Cortázar cuando nos daba instrucciones y consejos sobre cómo subir una escalera. El autor nos descubre cuál es la mejor manera de proceder cuando una novia nos deja, que es algo que le ha ocurrido hasta al mismísimo Julio, no Cortázar, sino Iglesias.
En “Todas las familias felices”, descubrimos a padres que utilizan las pieles arrancadas a los hijos para proyectar sobre ellas películas en blanco y negro. Una sana y original mezcla entre Gila y la distopía.
En “Una ligera sensación de puaj”, una mujer sobrevive encerrada en casa haciéndose café y lavando ropa con las cenizas de su amor. Se mira hacia adentro y descubre al animal que la habita. Uno no puede sino recordar que, hace ahora poco más de un año, Valeria Correa Fiz presentaba en esta misma editorial su “La condición animal”. ¿Se trata de un homenaje? ¿Será Valeria la protagonista y Carlos las cenizas? ¿Puede un autor escribir desde sus cenizas si no se apellida Borges, Bukowski o Foster Wallace?…
El relato “Andar sin ruido” viene a demostrar que tener el esqueleto de papá en casa también es una manera de unir a la familia. Salvo al perro, que hay que mantenerlo fuera para que no enloquezca a la vista de tanto hueso junto. Digno del mejor Berlanga (¿o debería decir Azcona?), el relato avanza, precisamente, sin hacer ruido entre el esperpento y la ternura, entre el amor y el odio inocente de quien no sabe aún odiar.
Ese ambiente familiar se expande por muchos de los relatos del libro, colándose en los olores de la comida que preparan las diferentes madres, o la misma siempre, que irrumpen en los cuentos. Lo mismo que las novias. Muchas novias. Exnovias ya, seguramente. Llega un momento en que uno llega a pensar que esto, más que un libro de relatos, es un álbum de fotos familiar forrado de amable espíritu vengativo, de segundas oportunidades que sólo te concede la Literatura… Afirma el autor en uno de los relatos que, para escribir, “hay que temer algo que decir”. No seré yo quien afirme categóricamente que ahí está la clave de su estilo, pero creo que ahí está la clave de su estilo… Así lo veo en “Si todos los chinos saltaran a la vez”, un relato repleto de “nadie por todas partes” o en “Te q.”, donde aparece el dejar de quererse, el volver a vivir solo, ese andar sin ruido que provocan las ausencias más añoradas…
Mención aparte merece “Transparente y no”. Un cenicero que no respeta la ley de la gravedad es asunto grave. De fondo, una pareja más (otro relato con pareja de fondo, quiero decir). Un cuento original al que quizás se le podría echar en cara su excesiva extensión si la comparamos con el resto de relatos, una acusación que, a su vez, queda silenciada en tanto en cuanto también van aumentando las ganas de saber qué demonios hace que ese cenicero no quiera caerse. Y ahí, una vez más, interviene la mano hábil de experto trilero del lenguaje que es Carlos Frontera. Incluso si al final no ocurriera nada, ya la lectura hasta el punto final habría merecido la pena.
Pero es, y con esto termino, en “Un cuentomic” donde todos los Carlos que hay en Frontera se liberan de las ataduras más o menos formales que impone el relato e inunda los párrafos de sus ya clásicos juegos de palabras feisbukeros. Y para el lector más avezado, la inclusión repetida del término “chaparrón” le sonará no tanto a lluvia como a homenaje al maestro, ese a quien el autor denomina como “la barba más generosa a este lado del Guadalquivir” y que no es otro, claro, que Hipólito G. Navarro.
En total, diecisiete magistrales cuentos como diecisiete excusas para celebrar la gran literatura  que cabe en un relato aun a riesgo de cerrar el libro y regresar a casa con los zapatos en la mano para no hacer ruido y, feliz, cantando a voz en grito, algo que sucede, ya te digo, hasta en las mejores familias.
Andar sin ruido (Páginas de Espuma, 2017), de Carlos Frontera | 160 páginas | 15 euros

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