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Hasta los andares

81wV+war19LDANIEL RUIZ GARCÍA | Entrar en un autor por una puerta equivocada puede hacerte perder mucho tiempo, incluso producirte desorientación, la sensación de encontrarte perdido, incapaz de hallar la salida. Sobre todo cuando, para más castigo, entras por dicha puerta con un manual de instrucciones. Es al menos lo que me ocurrió a mí con Eduardo Mendoza, con el Eduardo Mendoza de los libros de texto del Bachillerato, y con su rutilante novela de debut La verdad sobre el caso Savolta. A Mendoza se le estudiaba entonces como uno de los  principales representantes de la literatura española contemporánea de vocación más o menos experimental, junto a otros nombres como Luis Martín Santos, Benet o Marsé. Por aquel entonces tuve oportunidad de leer la historia de Javier Miranda y del malvado Lepprince, y aunque la novela me interesó en todo momento, en ese tiempo ya había leído algunas obras de Fuentes, de Donoso y de otros autores del ‘boom’ y ‘postboom’, y al final la sensación fue la de haber asistido a un remedo. Por fortuna me dio por persistir, y entonces me topé con un descubrimiento. El descubrimiento se llamaba La ciudad de los prodigios, una absorbente novela que se parecía mucho a las novelas «totales» que había admirado en Flaubert, Tolstoi, Stendhal y todos esos gigantes del naturalismo del XIX, y a los que Mendoza contestaba, sin renunciar a su herencia, con un texto lleno de ironía, inteligencia y sentido del humor. Frente a La verdad sobre el caso Savolta, que me pareció un encabalgamiento de fuegos artificiales consagrado al disfrute teórico de expertos en lingüística española, una exhibición algo apabullante de talento pasado de anabolizantes, La ciudad de los prodigios era uno de esos libros con los que sueña todo escritor y también todo lector: libros en los que a uno le gustaría quedarse a vivir, libros compañeros, con una historia que te arañaba y al mismo tiempo te retenía, anticipándose a la futura certeza de que, con los años, el libro seguiría allí, en el salón VIP de tu recuerdo lector.

Tras La ciudad de los prodigios, fue inevitable caer sobre la serie del detective anónimo, que Mendoza inauguró justo después del empacho de experimentación de su ópera prima con El misterio de la cripta embrujada. Creo que fue el primero que leí, y a éste siguió El laberinto de las aceitunas, y entonces hubo que esperar algunos años para que Mendoza volviera a desenterrar a su fantástico personaje, ampliando la serie hasta llegar a -de momento- cinco novelas.

La última de la serie es la que traemos a estas líneas. Y es, como el resto, una celebración: del sentido del humor, de inteligencia, de destreza literaria. Mendoza es un autor que maneja como nadie los rudimentos de la novela, diría sin exagerar que es uno de los maestros incontestables de nuestra narrativa contemporánea. Y a cada paso parece empecinado en rebatir con sus propias obras su pronunciamiento sobre el ‘statu quo’ de la novela y su futuro como género. Porque igual que obras recientes como Una comedia ligera o Riña de gatos representan evidencias ‘per se’ de la salud de dicho género, su propuesta de novela policiaca constituye una confirmación de la pervivencia del ‘noir’, de la novela folletinesca, de la novela de humor, de la novela seriada de detectives. Todo ello tomando además posiciones con respecto a su herencia literaria, que asume y digiere sin petulancia, con absoluta naturalidad. Así, si en los libros de texto que estudiábamos en el instituto se nos decía que Savolta representaba una vuelta de tuerca en la novela picaresca, en sus novelas de la serie del detective anónimo hay una profundización en ese icono, pero también en uno todavía más universal: el de Alonso Quijano. Porque el personaje central y la voz de todas esas novelas tiene una esencia quijotesca, que muchas veces se mezcla y confunde con el espíritu de Sancho. El disparatado detective es, a un tiempo, lunático y miserable, visionario y rastrero, delirante y totalmente materialista.

En la novela de que hablamos, como suele ser habitual, el personaje protagonista se ve envuelto por la casualidad y el engaño en una trama oscura preñada de intriga y en este caso de desapariciones. Es utilizado, como pobre diablo que es, por parte de los poderosos, y se ve perseguido, amenazado, humillado. Pero como siempre, aunque hayan pasado muchos años (es una novela contada en dos momentos de la vida del personaje, y también de la ciudad de Barcelona: creo que no hay nadie que «cuente» Barcelona como lo hace Mendoza), el detective imbécil acaba resolviendo el enigma, demostrando así su cordura, antes de regresar a su vida rutinaria, pánfila y feliz.

El narrador y protagonista de esta serie de Mendoza es un desquiciado, un idiota, pero con un discurso salpicado de ingenio y locuacidad. Ello permite que sea casi imposible leer sin la sonrisa asomada a los labios, esperando en cada capítulo el siguiente golpe. También los dardos: porque Mendoza tiene mucha puntería cuando hace gala de su magisterio con la ironía, tirándole a todo lo que se menea. Clero, políticos, empresarios, todo tiene su sitio en la diana, y la forma de arrojar el dardo de Mendoza casi siempre es graciosa, afortunada. Por último, Mendoza es también un certero caricaturista, lo que favorece un dibujo de personajes tremendamente interesante. En El secreto de la modelo extraviada, hay concretamente un personaje, la señora Westinghouse, en los 80 un travesti y en el tiempo actual una militante de extrema derecha, que merecería por sí mismo una serie propia, y que funciona perfectamente dando réplica al personaje protagonista, al tiempo que evidenciando, a través de su propia experiencia, la decadencia irreparable de una ciudad, Barcelona, que vivió épocas de mayor gloria.

Me he reído y me he divertido con esta novela como lo he hecho con las otras de la serie, como en general lo hago siempre con Mendoza. Un escritor del que, como dice el popular aserto del cochino, se pueden aprovechar hasta los andares.

El secreto de la modelo extraviada (Seix Barral, 2015), de Eduardo Mendoza | 320 páginas | 18,50 €

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