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He pisado la Tierra; entrego el remo

thumb_13101_portadas_bigMANOLO HARO | Con 82 años, el 30 de agosto de 2015, Oliver Wolf Sacks ponía punto y final a su paso por la Tierra. A todos los que estuvieron al corriente de su contribución científica y literaria no se les escapará que el británico fue, ante todo, un dador de esperanzas, un ser humano con la única coartada que se puede tener a la hora de atravesar la laguna Estigia: haberse dado a los demás con apasionada lealtad. Voluntarioso buscador de respuestas a cuestiones irresueltas dentro de su ámbito de trabajo, Sacks recorrió tantos kilómetros a lomos de sus motocicletas de juventud como cuadernos de notas, cartas y diarios escribió en su vida. Por ello, esta autobiografía completada con un pie ya en el estribo supone casi una confidencia de largo aliento, un baúl abierto de par en par en el que encontrar a un hombre que campeó por el ancho mundo con su reservada personalidad, su pulcra educación oxoniense, la homosexualidad liberada en la madurez (tras los lastres juveniles impuestos por una Inglaterra tradicional) y su amor renacentista hacia la medicina en todos sus campos.

La vida hay que vivirla hacia adelante, pero sólo se puede comprender hacia atrás”, reza la cita de Kierkegaard que como una aldaba resuena en la noche luminosa del memorialista, al que un maestro en la escuela le colgó este vaticinio: “Sacks llegará lejos, si no va demasiado lejos”. Todo presagiaba que el oráculo se cumpliría desde que a su temprana entrada en Oxford ya tuviera entre manos darse a la tarea de comprender cómo funcionaba el cerebro humano. Lector de bibliografía científica decimonónica y de los Ensayos biográficos de Keynes, por la cabeza del joven planeaba un subgénero científico-literario que mezclara lo biográfico con historias clínicas, base de sus más sonados éxitos posteriores como divulgador. Para el diván del mistificador Freud podría quedar la frase que le espetó su madre al conocer, tras una “charla de hombres” entre padre e hijo, que Oliver no encontraba nada atractivo en las mujeres: “Eres una abominación”. En un intento de “arreglar” estas tendencias, viaja a París con su hermano y su cuñada, que apañan una cita con una prostituta para la enmienda. La joven, avisada por el propio cliente de sus alejadas intenciones amatorias, lo invita a un té con galletas. Para tranquilidad de la familia, Sacks sale diciendo que el encuentro había sido maravilloso.

Principiando la veintena, se enamora del poeta Richard Selig, que no le corresponde. A los veintidós decide pasar una temporada en un kibutz en Israel, donde el sol, el trabajo físico y su primer vínculo con la cultura y lengua hebrea lo disponen para una vuelta más centrada en los estudios. Antes de volver a Londres descubre un Amsterdam liberal y moderno que choca de lleno con el aire de la Inglaterra pacata de donde salió y que en la década de los 50 sometió a castración química a miles de súbditos homosexuales, entre ellos, al matemático Alan Turing. Se desvirga con un tipo que lo rescata de morir inconsciente en la noche de Amsterdam y lo guía cual Virgilio gay por los bares de ambiente.

Vuelve a casa con el firme propósito de estudiar, al igual que hicieron su padres, medicina. El joven Sacks alterna el estudio de la cirugía, la ortopedia, la pediatría, la neurología, la psiquiatría, la pediatría… Da gusto leer de su puño palabras que muestran un mundo que está desapareciendo actualmente: “la enseñanza esencial se llevaba a cabo junto a la cama del paciente, y la lección consistía en escuchar, en comprender el historial de la dolencia actual de labios del paciente y hacer preguntas adecuadas para conocer los detalles. Se nos enseñaba a utilizar los ojos y los oídos, a tocar, a palpar, e incluso a oler. Escuchar el latido de un corazón, percutir el pecho, palpar el abdomen y otras formas de contacto físico eran no menos importantes que escuchar y hablar. Podían establecer un vínculo físico y profundo; las propias manos se podían convertir en herramientas terapéuticas”.

Tras completar sus estudios, y con intención de librarse del servicio militar, Sacks pone el Atlántico de por medio y salta a Canadá primero y luego a San Francisco, donde desempeña su labor médica en el Hospital Monte Sión. Con 27 años conoce a otro poeta, el igualmente británico Thom Gunn, del que se enamorará. De él admira su talento poético. El título de este libro está extraído de un verso del poema “On the Move” (“En el peor de los casos, estás en movimiento; en el mejor/ no llegas a ningún absoluto en el que descansar,/ siempre estás más cerca si no te detienes”). 1961 fue para el futuro neurólogo un año de búsqueda: con una BMW R69 de segunda mano se recorrió 12.000 kilómetros; estableció el nuevo récord de sentadillas con barra sobre hombros de California (272 kilos de nada); y defendió con denuedo ante sus colegas residentes de la UCLA la necesidad de no ceñirse a los últimos ensayos de neurología, sino profundizar también en los del XIX. En el 64 tiene la posibilidad de estudiar el cerebro de un paciente de la UCLA que sufre espasmos en cabeza y extremidades por un capricho del destino: el hombre es atropellado por un camión mientras que era paciente de Sacks. Los axones hinchados del órgano serán el cabo del hilo de Ariadna del que se valerá para sus estudios posteriores. Entre tanto, el momento, junto a un fuerte rechazo por parte de un nuevo amor, lo lleva al LSD y las anfetaminas, a las que se hará adicto.

Con 32 años ingresa en la Escuela de medicina Albert Einstein de Nueva York con el fin de especializarse en neuroquímica y neuropatología. Allí experimentará con millones de lombrices, extrayendo la mielina para el estudio de los impulsos nerviosos. El despiste de Sacks, tal como se infiere a lo largo del libro, es proverbial: perderá su trabajo y se le recomendará que comience a tomar contacto con pacientes. Sus visitas a enfermos con cefaleas en el Hospital Beth Abraham del Bronx le pone tras la pista del estudio de la migraña, sobre la que va tomando gran profusión de notas y con las que conformará el primer libro que dará a la imprenta. Será en Londres donde pueda publicarlo, pues las amenazas del doctor Arnold P. Freeman, director del Hospital, lo amedrentan pero no lo paralizan. Como suele ser habitual, los cenáculos, los directores y los departamentos colegiados siempre ponen la zancadilla a los muchachos audaces.

En el Hospital Beth Abraham la vida de Oliver Sacks cambiará de forma determinante: el encuentro con pacientes supervivientes de las pandemia de encefalitis letárgica de la década de los 20 le impresiona. Allí hará de neurólogo y de psiquiatra. Descubre que el nuevo medicamento L-dopa los despierta física, intelectual y emocionalmente. Cuando en 1958 el neuropsicólogo A. R. Luria dio una conferencia en Londres, Sacks estuvo allí. Como él mismo cuenta, de Luria le sorprendió la capacidad de información, la profundidad teórica y su calor humano. Este trébol de virtudes lo colocará sobre las personas que ahora quedan a su cargo y que se verán volver milagrosamente a la vida tras casi medio siglo inertes. Como ocurriera con Migraña, sus notas y conclusiones se convertirán en un éxito editorial, esta vez con reconocimiento mundial, tanto del mundo científico como del literario (W. H. Auden, amigo personal, calificará el libro como obra maestra). En 1989 el libro será llevada al cine, como todo el mundo sabe, con Robin Williams, trasunto de Sacks, y Robert De Niro.

En el pabellón 23 del Hospital Estatal del Bronx proseguirá con su labor. Esta vez los pacientes presentarán cuadros de esquizofrenia, maniacodepresión, autismo, retraso, alcoholismo, etc. Los “castigos terapéuticos” a los que son sometidos no agradan al doctor Sacks, que emplea una terapia basada en el juego, la música y la motivación. La dirección del centro lo acusa de abusos sexuales y se ve obligado a abandonar el hospital. Resulta dramáticamente emotivo el testimonio de las situaciones con las que se encuentra visitando “las mansiones” de reposo en Nueva York. Sólo las Hermanitas de los pobres llevan a cabo una labor realmente terapéutica con los pacientes que atienden en sus centros, la cual Sacks asocia directamente con la atención amorosa y desinteresada de las hermanas.

En los años 80 obtendrá el respaldo mundial en diferentes y distantes disciplinas: el dramaturgo Harold Pinter quiere adaptar al teatro su libro Despertares; Michael Nyman escribe una ópera de cámara con su obra El hombre que confundió a su mujer con un sombrero; y se estrena la película susodicha. A partir de este momento, Oliver Sacks se centra en los pormenores del funcionamiento cerebral y sus vínculos con las enfermedades y dolencias neurológicas, y con los trastornos de la personalidad. La presencia de un esquizofrénico en la propia familia, su hermano Michael, constituye un acicate para ello. La anulación o atrofia de algún sentido también lo pondrá en contacto con otras personas a lo largo y ancho del mundo. Su sensibilización es absoluta. Cita con admiración a Vygotsky: “Si un niño sordo o ciego alcanza el mismo nivel de desarrollo que un niño normal, entonces el niño que posee un defecto lo alcanza de otra manera, por otro camino, por otros medios. Y, para el pedagogo, es especialmente importante conocer la singularidad de ese camino, por el cual debe guiar al niño. La clave de esa originalidad transforma lo negativo de la desventaja en lo positivo de la compensación”.

A partir de este momento, a la divulgación le sumará una búsqueda personal a partir de las teoría de dos científicos que admira: por un lado Francis Crick, uno de los descubridores de la doble hélice del ADN, que legitima el estudio de la conciencia en términos neurocientíficos; y por otro, Gerald M. Edelman, que defiende una teoría de la conciencia y el yo a partir de los estudios neurológicos. Como todos los que se han embarcado en la búsqueda del origen de la personalidad y la conciencia en estos últimos años, también el autor de En movimiento cae en la trampa de tomar el cerebro como el órgano clave para explicar cuestiones más profundas que sólo puede abordar la ciencia de vanguardia, esa que ahora está extendiendo sus ramificaciones hasta lo filosófico. Si bien el modelo de Broca (el cerebro es un puzle con zonas especializadas según sus funciones) está desfasado, tampoco el nuevo modelo ayuda a alumbrar aún mucho el camino. Vean, si no, como también la psicóloga Judith Rich Harris, en su libro No hay dos iguales, tropieza con la misma piedra cuando camina en torno a la personalidad.

Los últimos años del neurólogo se ven marcados, entre otras cosas, por la aparición de un melanoma en su ojo derecho, que se dedica a estudiar con paradójica vitalidad. Una operación de espalda y otra de rodilla van mermando sus fuerzas. No será hasta 2008, cuando su estado físico le obligue a andar con un bastón, el momento en que sus días tomen de nuevo un sentido inesperado: la aparición del escritor Bill Hayes, mucho más joven que él, convierten el momento en “una época de gran intensidad emocional”. Como afirma Viktor Frankl, tras su experiencia en un Dachau y Auschwitz, la voluntad de sentido ofrece a cada individuo la fuerza para seguir vivo; el amor o el deseo de acabar una obra iniciada bastan para dar sentido a nuestra existencia. Sacks, con una vida sentimental y social a veces esquiva, se torna un hombre pleno junto a Hayes, con el que repartirá los últimos ases de su baraja.

Oliver Sacks escribió un diario desde los catorce años. Afirmaba haber rellenado más de mil cuadernos en todos sus años. Su afán por registrar recuerdos y pensamientos lo llevaban incluso a anotar mientras asistía a un concierto. Como Nietzsche, que afirmaba que Bizet lo hacía mejor filósofo, él decía que Mozart lo hacía mejor neurólogo. Para él, “el acto de escribir es suficiente en sí mismo”. Esta obra lo constata. Narra sin complejos, con arte, con un jugoso anecdotario y luminosas reflexiones sobre el arte de sanar (olvidadas progresivamente) en un mundo donde el código hipocrático se precipita cada vez más el fondo del mar. Lean este libro sin miedo a toparse con una autohagiografía. Como afirmaba Borges: “Acaso Schopenhauer tenía razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres”. Ojalá vengan muchos como el bueno de Oliver.

En movimiento. Una vida (Anagrama, 2015) de Oliver Sacks | 378 páginas | 21,90 € | Traducción de Damià Alou

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