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Hermosas ruinas


El rey pálido

David Foster Wallace

Mondadori, 2011

ISBN: 978-84-3972-399-8

560 páginas

23,90 €

Traducción de Javier Calvo

José Martínez Ros

Todos los que admirábamos a David Foster Wallace esperábamos con cierta ansiedad, pero también con temor a la decepción, la publicación del manuscrito en el que trabajaba cuando se produjo su resonante, inesperada, muerte. Existía la posibilidad de que fuera una novela burdamente reconstruida -como pasa con la mayoría de las obras póstumas de Hemingway, por ejemplo- para dar coherencia a un texto que carecía de ella o el último lamento de una persona hundida en la depresión, cuando los cuentos, novelas y reportajes de su autor merecerían ser considerados una de las obras más luminosas e inspiradoras -a pesar de que en ocasiones trate de psicópatas, festivales de porno, ferias agrarias llenas de paletos, adictos a diversas sustancias o ancianos que bailan la conga en un crucero por el Caribe- de esta época entre dos milenios. También, por supuesto, podía ser una obra maestra al 99%, como el 2666 de Bolaño. Ninguna de esas previsiones se ha cumplido.

Hay que dejar algo claro: El rey pálido no es el mejor libro para acercarse a la obra de David Foster Wallace. El escritor había anunciado años atrás que se había embarcado en “algo grande”. Después de leerla, uno tiene la impresión de que ha contemplado los cimientos de algo efectivamente “grande”, enorme, pero que nunca se llegará a terminar, que de hecho estaba aún muy lejos de ser completado. Y una segunda idea: aún en estado fragmentario, terminará siendo una de las mejores novelas inacabadas de la literatura universal, como América de Kafka o El último magnate de Scott Fitzgerald; y todos aquellos que han disfrutado de sus obras anteriores, no se sentirán defraudados, aunque sí, con toda seguridad, entristecidos por la ausencia de un “continuará”.

El rey pálido nos cuenta la historia de varios agentes de la Agencia Tributaria norteamericana destinados a un centro regional, en una pequeña ciudad del Medio Oeste; entre ellos, un joven que acaba de abandonar la Universidad llamado David F. Wallace. La mayor parte de las quinientas páginas que su viuda y su editor han conseguido reunir y ordenar después de una minuciosa exploración de sus borradores se sitúan, aparentemente, en dos líneas temporales: por un lado, la llegada al centro y la rutina diaria de los agentes y, sobre todo, cómo se enfrentan a un trabajo monumentalmente burocrático, repetitivo y aburrido hasta límites abisales. Wallace, que en La broma infinita, ya se las había arreglado para “narrarnos” la ‘psique’ de una adicción con una maestría difícil de concebir, triunfa aquí ante un reto aún más complicado: mostrarnos a gente que pasa hora tras hora repasando impresos de hacienda sin mitigar su absoluta y devastadora aridez, y volverlo literariamente interesante.

Con estas páginas bastaría para demostrar que DFW era un escritor magnífico, dotado de una habilidad técnica digna de sus maestros –John Barth, Pynchon, DeLillo– pero es el segundo grupo de capítulos donde da la medida exacta de su genio: cuando nos lleva a la infancia y juventud de los que iban a ser, presumiblemente, los protagonistas del relato, ese grupito de hombres y mujeres que por algún motivo enquistado en su pasado han elegido una de las profesiones más tediosas imaginables y peor consideradas por el público. Capítulos tan impresionantes como el 8, sobre una ‘redneck’ que se cría y educa en un parque de caravanas en un paisaje humano y social atroz que corresponde a nuestro mundo, pero que, por momentos, parece casi ciencia-ficción postapocalíptica -al estilo de J. G. Ballard o William Gibson– o el 22, centrado en la relación entre el personaje David F. Wallace y su padre -que incluye una impresionante conferencia acerca de la relación entre la burocracia y el heroísmo con ecos al sermón sobre Jonás de Moby Dick y la descripción de un accidente terrible y grotesco-, representan cumbres de su propia obra, pero también de la literatura de nuestro tiempo y, probablemente, de todos los tiempos.

David Foster Wallace se convirtió, con su suicidio, en mártir e icono de la narrativa contemporánea. Esto es un hecho contra el que no se puede luchar, aunque sus lectores tratemos de poner el foco en sus libros y sus ideas sobre literatura que espiga en sus ensayos (y que son ignoradas por sus supuestos seguidores). Para adentrarse en sus libros, les aconsejo que empiecen con “Animalitos inexpresivos”, el primer relato de La niña del pelo raro. Si lo leen y no piensan que es uno de los mejores cuentos que han leído jamás, pasen de largo, otros escritores les esperan. En caso afirmativo, continúen adelante con sus siguientes libros. Tras unos cuantos miles de páginas, se encontrará ante El rey pálido: una bellísima ruina.

Y más allá, no hay nada.

admin

7 comentarios

  1. Espléndida reseña! me quedo con dos frases:

    «mostrarnos a gente que pasa hora tras hora repasando impresos de hacienda sin mitigar su absoluta y devastadora aridez, y volverlo literariamente interesante.»

    y

    «otros escritores les esperan.»

    Amén.

  2. Prefiero a Axl Rose. Aunque algunas veces se pusiera un poco mariquita, pero por lo menos se le entiende.

  3. “-¿Hay algo que te guste de la música de los Guns N’ Roses?

    Kurt Cobain:No puedo pensar en una maldita cosa. No puedo ni perder el tiempo en esa banda, porque son obviamente tan patéticos y sin talento. Antes solía pensar todo lo del pop comercial era una ******, pero ahora que algunos grupos del underground han firmado con las multinacionales, lo tomo como más ofensivo. Tengo que pensar un poco más: son gente sin talento, y escriben música de ******, y son el grupo de rock más popular del planeta. No me lo puedo creer.”

  4. Paso porque se defienda lo indefendible: las patrañas de D. Foster Wallace, fabulosas paridas por novelas, etc… pero que se injurie a Guns N’ Roses… 🙁 Hasta hoy te admiraba.

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