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Hipócrita turista, mi semejante, ¡mi hermano!

ElTuristaDesnudoCubiertaConLomoMANOLO HARO | Si ha viajado este verano, habrá comprobado y sufrido en sus carnes –dependiendo, claro está, de su sensibilidad hacia lo masivo– que la afluencia de seres más o menos humanos a su ciudad o al lugar donde haya decidido pasar las vacaciones ha aumentado exponencialmente. No en vano se publicaba la noticia hace unos días de que en el julio pasado visitaron Spain más turistas que nunca desde que se tiene registro de estas cuestiones. A ello habría que sumarle esta otra nueva: el año que viene 37 millones de vuelos comerciales surcarán el cielo terrestre. Sin abordar cuestiones de sostenibilidad ambiental, se podría decir que el mal que aqueja a nuestra sociedad globalizada (con la preocupante incorporación de ciudadanos de países emergentes a todo este carnaval de peregrinaciones) es la dromomanía. El diccionario de la Real Academia define este palabro del siguiente modo: “inclinación excesiva u obsesión patológica por trasladarse de un lugar a otro”. A todo ello ha contribuido desmedidamente las compañías de vuelos low cost y la oferta incontrolada de apartamentos turísticos a lo largo y ancho del planeta.

Dentro de todo este tiovivo del negocio del turismo desbocado, más de uno ni se preguntará qué es lo que existe detrás de la música de máquina que hace que el caballo de relincho mudo y desbocamiento congelado no pare jamás. Es lo de menos. Nadie va a venir a fastidiar la fiesta ahora. Pero la ilusión del viaje actual, colorido y falsario a la vez, requiere exégetas más o menos lúcidos y cínicos que empiecen a mostrar hacia dónde se dirige el mundo del ocio y cuáles están siendo ya sus consecuencias. En este mercadeo invertebrado, donde casi todo el personal es leña y hacha de un bosque moribundo, en el que los costes son invisibles para la mayoría de sus benefactores-ejecutores, donde por el camino se aniquila la diversidad cultural y se desemboca en una bahía de pastiches con los que el turista insensible se siente feliz, hay que bendecir la llegada de Lawrence Osborne. Este autor es una especie de dandi postcolonial, curtido en el trato con el turismo de élite y de masas a la vez, con una sólida formación como dipsómano trasnochador y con más tiros dados que un mono de feria. Osborne baja a las mazmorras del turismo sofisticado en lugares en los que se dan cita todo tipo individuos, abordando con lucidez un trabajo de análisis al que suma una visión histórica, política y antropológica del antes y del ahora en tales sitios. Su libro cuenta cómo, en su afán por escapar de las hordas de dromomaniacos, intenta llegar al último paraíso perdido de la Tierra: Papúa Nueva Guinea. Antes tendrá que nadar entre el cieno turístico de Dubai, Calcuta, las Islas Andamán, Tailandia y Bali. Al emprender el viaje, Osborne se coloca bajo la advocación de Margaret Mead, antropóloga estadounidense que recorrió Papúa Nueva Guinea en la década de 1920 y 1930 y que supo desarrollar un trabajo de fino análisis humano, señero para los que vendrían tras ella. El turista desnudo, por tanto, busca dar una panorámica del turismo actual en unos territorios que han perdido sus rasgos distintivos a causa de la homologación cultural de nuestro siglo. He de aclarar que la publicación en el ámbito anglosajón de este libro vio la luz en 2006, lo que no merma ni atractivo ni actualidad a la obra.

De entrada, el autor nos remite a la etimología de la palabra travel, que proviene del francés travailler (trabajar, asociado a los esfuerzos del peregrino) y ésta, a su vez, del latín TRIPALIUM (triple estaca que se usaba como instrumento de tortura). Como resulta evidente, el concepto de viaje está ligado directamente al del sufrimiento transformador. Será a finales del XVIII cuando, a partir de la moda del Grand Tour entre los jóvenes ingleses, cambie el sentido inicial de “trabajo con sufrimiento” al de peregrinaje cultural con claros tintes hedonistas. Venecia se erigirá en aquel momento como la capital de la prostitución; arte y burdeles como si de Bangkok o de Manila actuales se tratara. En un Mediterráneo con una fuerte presencia inglesa frente a los otomanos, Egipto pudo convertirse en el centro turístico para la burguesía británica, que llegaba con criadas y niños desde Londres hasta los hoteles palaciegos de El Cairo y Alejandría. La compañía naviera de Thomas Cook (según Lawrence Osborne, el fundador del turismo moderno) hizo mucho por que el té de las cinco se bebiera en otros husos horarios. La inauguración del Canal de Suez (1869) posibilitó que el Grand Tour se ampliara hacia lugares distantes del Imperio. En el trayecto Londres-Sidney se pondría de moda la visita de Adén –allí donde el prófugo de las musas Arthur Rimbaud pegó la hebra con ramplones comerciantes–, Calcuta, Singapur, Bangkok y Bali. Por la borda de estos barcos ya se asomaban individuos de muy diferente pelaje: estafadores, eruditos, acuarelistas aficionados, fugitivos de la justicia, poetas, novios de luna de miel, etc. Este turismo prehistórico estaba poniendo los cimientos de lo que vendría después. Formaría parte del comienzo del fin: poco a poco el viaje sosegado en barco daría paso (transcurridos los años) al frenesí del avión, la prisa, la histeria de los aeropuertos y las vacaciones exprés de cuatro días sin ningún conocimiento veraz de lo visto.

Su paso inicial por Dubai inaugura estos frescos contemporáneos. El jeque Mohamed bin Rashid Al Maktoum se planteó convertir la ciudad en la Meca turística del siglo XXI. A la luz de lo que se puede ver actualmente, el señor lo está consiguiendo con creces. Es el promotor de las delirantes islas que flotan en el Golfo Pérsico con forma de palmera y de globo terráqueo (en el que no figura, no podría ser de otra forma, Palestina). Osborne las visita con un representante de la compañía constructora derramando vitriolo con sus apreciaciones. En Calcuta reflexiona sobre el cruce de culturas que se da en la India del XIX a partir de lo que ve en el palacio de Mullick (mesas de billar, estatuas de la reina Victoria de más de cuatro metros hechas de palisandro, galerías con figuras de Hércules, escenas de Rubens, bustos napoleónicos). En la Islas Andamán, puesto que la cadena de hoteles Four Seasons ya se había establecido allí, preconiza que se convertirán en las próximas Seychelles y hace un inciso para relatar de qué forma las Maldivas, a partir de la invitación del inversor internacional George Corbin a doce escritores italianos para pasar una temporada en su territorio, mutó sus deslumbrantes casas blancas rodeadas de orquídeas y sus costas coralinas en una amalgama de rascacielos, hoteles y atascos. Tailandia puede que sea el país más delirante de todos los que visita. Le dedica unas jugosas páginas a diseccionar el negocio del turismo de clínica. En el Instituto Estético Preecha, por ejemplo, ofrecen, por el módico precio de 9620 dólares, un billete de ida y vuelta, cinco noches de hotel, cirugía de cambio de sexo más material y cuidados pre y postoperatorios. Los honorarios del médico están incluidos. Occidentales y orientales acuden en masa a esta ordalía contemporánea. El mismo autor se somete en una clínica a una mejora dental e intestinal. Todas las enfermeras parecen sacadas de una pasarela de moda. Finalmente llega Bali, el último puerto antes de tocar terra, en apariencia, incognita. “La Disneylandia hindú” queda expuesta a las masas del proletariado del norte de Europa que exhiben el “estilo anglosajón” –tatuajes, pelos rapados, camisetas de sisas y pantalones cortos– y a los que les importa más, como era de esperar, el color de la arena de la playa que la propia cultura balinesa. Papúa Nueva Guinea, tras un periplo que muestra qué estamos haciendo con el tercer mundo los del primero, es el momento de su encuentro con la tribu de los kombai. Le acompaña un guía local y una pareja de alemanes que busca la pureza del contacto con lo casi desconocido. Resultan interesantes sus cavilaciones surgidas a raíz del encuentro con “el otro”.

El estilo del autor es cínicamente ágil. Su pincel pinta con apuntes certeros un mundo de trazo grueso y burdo. Su lectura se disfruta, aunque el lector no tenga la más mínima intención de recalar en aquellos parajes. Cualquiera podría escribir una crónica de sus propios viajes, pero un tipo que tiene la sensibilidad de alojarse en la suite Somerset Maugham del Hotel Oriental de Bangkok puede contar historias muy interesantes. Ojalá Gatopardo Ediciones se arranque a traernos más títulos de este inglés.

Conozco a una joven que le dedicó unos días del bello verano al Reino de Siam. Tuvo que salir pitando del Templo de los monos, al norte de Bangkok, cuando comenzó a acariciar a uno y el resto de la población decidió que la exploradora iba ser objeto de sus deseos simiescos. Ella y su pareja huyeron encima de la bici que habían alquilado, dejando atrás una estela peluda e histérica de monos despechados. Eso sin contar las estafas de taxistas de pega, vendedores de falsificaciones occidentales y “policías turísticos”, invención local con la que los más espabilados invierten la balanza a favor del tercer mundo para sacarse unos thai bats en plan simpático. Sobre aquella Arcadia hollada por zapatillas de trekkin’ dice Lawrence Osborne lo siguiente: “La exclusividad para las masas, sea en spas o en complejos turísticos en general, se basa en un principio fundamental: hacer que el cliente se crea que está disfrutando en exclusiva de los placeres propios de la realeza cuando en realidad lo están procesando a toda velocidad por una cinta transportadora levemente hedonista”. Nada más. Como ya dejó dicho Blaise Pascal en el XVII, “la mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse en casa”. Ustedes mismos.

El turista desnudo (Gatopardo Ediciones, 2017) de Lawrence Osborne | 320 páginas | 20,95 € | Traducción de Magdalena Palmer

admin

Un comentario

  1. Osborne y Haro son una combinación irresistible. Me compro el libro aunque nunca llegue mucho más lejos del mar Tirreno.

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