ALEJANDRO LUQUE | En su último y sonado ensayo, Estudios del malestar, José Luis Pardo señalaba la tendencia actual a abusar del adjetivo “histórico”, que no deja de ser una noción relativamente reciente y, por tanto, bastante ingenua. Sin embargo, pocos sucesos se han antojado tan históricos como el estallido de las primaveras árabes. Sobre todo, para los pueblos en cuyo seno se produjeron. No había precedentes, nadie tenía memoria –ni siquiera una memoria hereditaria, acumulativa– de que algo semejante hubiera sucedido antes. Por el contrario, se trataba de gentes abandonadas hasta entonces a una triste fatalidad, a la absoluta convicción de que sobrellevarían sus existencias sin posibilidad de transformar las estructuras de poder que les oprimían. Podían cambiar los rostros, pero la esperanza de conquistar derechos y libertades era, más que remota o utópica, risible. Todo cambió de repente. Si aquello no era histórico, que viniera Pardo y lo viera.
Pardo no sabemos si lo vio, pero Leila Nachawati sí. Y ha querido rememorarlo en su debut como novelista, Cuando la revolución termine. Una ficción no solo apegada a los hechos reales, sino también a la actualidad, escrita casi al compás de los despachos de agencias. La llama encendida en Túnez por un humilde vendedor ambulante, Mohammed Bouazizi, el levantamiento de las masas, sus réplicas en Egipto, Libia, Yemen, Bahrein… Fue, se mire por donde se mire, asombroso e ilusionante, tanto que nos apresuramos a llamarla Revolución dominó, como si nada ni nadie pudiera detener la caída de los viejos tiranos en cadena. Pero se detuvo en Siria.
Nachawati podría haber escrito un ensayo con los abundantes materiales a su disposición. Sin embargo, ha preferido la novela como vehículo para narrar aquellos sucesos, segura de que unos buenos personajes proporcionan una vibración que la prosa sociológica o periodística no pueden igualar. La autora los tiene, desde su alter ego, esa activista que apoya la causa rebelde desde Madrid, hasta ese amplio elenco de espontáneos opositores a la dictadura: Mazen el palestino, Wafa, Rudayna, Abu Yazan, Yamel, el videoactivista Ossama o el pequeño Rami… Después de algún titubeo inicial, sorprende en una primeriza la ambición en el planteamiento, el buen funcionamiento de toda la estructura narrativa, la óptima construcción de los personajes. Con esto quiero decir que, más allá de las buenas intenciones de fondo, se trata de una buena primera novela, que cuenta cosas y las cuenta bien.
Cuenta, por ejemplo, cómo era la vida de los sirios antes del desastre: tan normal que puede que decepcione a los buscadores de filigranas orientalistas, pero tal vez por eso más atrayente. Descubrimos, por ejemplo, el papel subsidiario que jugaba la religión en aquel tiempo, si bien uno de los personajes incide, entre bromas y veras, en lo raro que era proclamarse ateo. Por lo demás, era gente que trataba de ganarse la vida, se enamoraba y bregaba con la familia como todo hijo de vecino.
Cuenta también, y con la justa demora, el papel que jugó internet en la oposición a la dictadura, organizando a los disidentes, operando como una prensa sin mordazas, intercambiando información con el mundo exterior. La dictadura no contaba con que la realidad se había llenado de cámaras de bolsillo, y que las imágenes daban la vuelta al globo solo con un clic. Cuando la dictadura empezó a desplegar sus peores dotes represivas –como mostró el cineasta Ossama Mohammed en su perturbador Silvered water–, hasta el último vecino con teléfono móvil se convirtió en documentalista a su pesar.
La novela condensa muy bien las emociones que circulaban dentro y fuera del país en aquellos días pre-bélicos. La sensación, también histórica, de que el Norte miraba con respeto al sur, acaso por primera vez. El espejismo de que un movimiento masivo de desobediencia civil y resistencia pacífica, sumada a un gran alarde de autogestión, podría neutralizar al notable poder militar de Asad. El error de subestimar la reacción de esas estructuras de poder gubernamental. La esperanza de una reacción de Occidente, y seguida de una decepción generalizada…
Todo se cuenta con figuras muy vivas, abundantes detalles (músicas, comidas, objetos de uso corriente) que nunca llegan a empachar, diálogos verosímiles y un ritmo muy bien sostenido. Son muy pocos los peros que pueden buscarse a la novela. Uno, quizá el más importante, sea que prácticamente nos muestre solo una cara de la sociedad siria, la que plantó cara a la dictadura. Pero, ¿cómo eran los que permanecieron fieles al régimen? ¿Qué sentían, a qué se debían, qué temían? Apenas se brinda una pincelada al respecto, pero habría sido mucho más equilibrado introducir al menos un personaje sólido que mostrara esa realidad. Porque, aunque nuestra simpatía tienda siempre hacia los que se levantaron contra el dictador, el cuadro nunca estará completo sin entender a quienes, sin ser policías ni soldados, abogaban por la continuidad.
Por otro lado, conforme la novela avanza va quedando la impresión de que solo se va a contar –muy buen contado, eso sí– el primer acto del drama. No quedará reflejado, en cambio, el modo en que otras fuerzas aprovecharán el empuje de los civiles desobedientes y usurparán su nombre, como sí ocurre en el terrible Diario del asedio a Duma de otra mujer escritora, Samira Khalil. Porque Siria se fue al diablo, en primer lugar, cuando Al Asad decidió dirigir sus fusiles contra la población indefensa, pero el remate vino cuando la llamada insurgencia fue ocupada por una serie de grupos con los que resultaría más difícil identificarnos que con los entrañables personajes de Nachawati. Tal vez en 2014, cuando se detiene la narración, no era tan visible la deriva que estaba tomando la revolución. No al menos tan escandalosa. Hoy, el avispero en que se ha convertido el país dificulta sobremanera el ‘happy end’ que la autora esboza en su epílogo.
La valentía y determinación del pueblo sirio (sí, ese mundo árabe del que se dice que “no sirve para la democracia”, aunque obstinadamente demuestre estar dispuesto a morir por ella) forma parte de la Historia. En qué derivaron aquellos sueños, adónde fueron a parar aquel sacrificio, es algo que necesita ser contado en otra novela.
Cuando la revolución termine (Turpial, 2017) de Leila Nachawati Rego | 432 páginas | 24,90 € | Traducción de Naomi Ramírez