Canción muda
David Albahari
Baile del Sol, 2014
ISBN: 978-84-15700-35-7
278 páginas
16 €
Prólogo y traducción de Juan Cristóbal Díaz Beltrán
Alejandro Luque
Que una obra de rara perfección como Goetz y Meyer pasara casi desapercibida en España me resulta tan llamativo como el hecho de que no hubiéramos vuelto a tener noticias de su autor, David Albahari ni siquiera para una triste reedición de otra de sus grandes novelas, El anzuelo. Por eso celebré la noticia de que el sello Baile del Sol iba a editar una antología de relatos del serbio bajo el título Canción muda. Sospechaba, y no tardaría en confirmarlo, que sus piezas breves difícilmente alcanzarían la altura del primer título citado, pero tenía mucha curiosidad por saber cómo se enfrentaría al género breve. Y puedo certificar que sale de la prueba muy bien parado.
Ustedes recordarán que Goetz y Meyer es una novela breve pero tremendamente compacta –incluso visualmente: carece de puntos y aparte– que se proponía explorar las raíces familiares del autor a partir de la figura de dos verdugos, los que dan título al libro, que en el Belgrado de la Segunda Guerra Mundial conducían uno de aquellos camiones-cámara de gas donde fueron aniquilados cientos de judíos. Los cuentos de Canción muda no rehúyen del todo la filiación judía de Albahari, pero ésta se presenta difuminada en una cuestión más general, que no tiene tanto que ver con el pasado como con el presente: la identidad en el exilio.
El exilio, voluntario o forzoso, ha sido casi un lugar común en la literatura mundial de las últimas décadas. Sin ir más lejos, buena parte del ‘boom’ y del ‘post-boom’ se fundó sobre este hecho, y desde Rayuela a Los detectives salvajes, pasando por los cuentos de Benedetti, fueron muchos los esfuerzos por plasmar la vida de los latinoamericanos huidos de múltiples dictaduras, luchando por abrirse camino en Europa. En el caso de Albahari y de otros escritores de la antigua Yugoslavia –pienso, por ejemplo, en Dubravka Ugresic desde Ámsterdam, en Aleksandar Hemon desde Estados Unidos o en Igor Stiks desde Edimburgo– el hecho se agrava en tanto no solo tienen que adaptarse a un nuevo país, sino que el suyo de origen ha dejado de existir.
En qué se convierte un individuo cuando el presente es incierto y el camino de vuelta ha sido cancelado, es una pregunta común a casi todos los relatos de Albahari, a menudo protagonizados por un alter ego evidente: un escritor balcánico que tras la guerra se ha afincado en la civilizada, aburrida y gélida Calgary (Canadá). La religión, ya lo dijimos, es un signo identitario, pero en los primeros relatos de este libro aparece debilitado, a veces como una marca de la infancia –como la cicatriz de la circuncisión– que sin embargo no alcanza a iluminar el presente. Lo mismo sucede con el matrimonio y la familia, por lo común eficaces asideros a la realidad, pero que en estas historias poseen un toque desabrido. Algunas conversaciones de estas parejas se desenvuelven en el terreno de la sinceridad brutal, y eso habla tanto de la confianza de los cónyuges como de la fragilidad del vínculo que los une. El lector se los puede imaginar envejeciendo juntos o divorciándose a las primeras de cambio.
Bueno, está esa familia amplia que es la comunidad. Es decir, los expatriados como él, que pueden hacer piña y conservar los lazos con la cultura común: por ejemplo, enseñando la lengua serbia a los niños. Tampoco funciona del todo, en parte porque el otro yo de Albahari quiere abrirse al nuevo espacio, y pegarse a sus compatriotas no sería sino un obstáculo. En este sentido, los relatos en los que aparecen indios americanos son especialmente reveladores de lo que puede suceder cuando se encuentran un ex yugoslavo trasplantado a América y un indígena desposeído de su tierra. Eso que el traductor y prologuista Juan Cristóbal Díaz Beltrán define como una comunicación “de otredad a otredad”.
Hay un par de historias que giran en torno a escritores: uno, divertidísimo y cruel, sobre un tipo obsesionado con Thomas Bernhard, y otra, algo menos brillante, sobre Isaac Bashevis Singer. Me pregunto si en el fondo no son otro modo de adscripción identitaria: la literatura como pasaporte, la biblioteca como patria. Más misteriosa se antoja la frecuente recurrencia de Albahari a introducir sueños en sus narraciones, no sé si para abrir respiraderos, ventanas por las que evadirse o para formular emociones demasiado abstractas, escurridizas para el discurso lógico.
La conclusión que sugiere esta Canción muda es que el espacio vital del escritor es precisamente el mundo personal que crea en sus historias, estos cuentos que no rehúyen las contradicciones, pero tampoco dejan de aportar ironía y serenidad al dramático contexto sobre el que se fundan. Todo ello hace de Albahari un escritor para cuya próxima traducción al español no deberíamos esperar otros cinco años…