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Invitación disuasoria

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La escucha oblicua. Una invitación a John Cage

Carmen Pardo

Sexto Piso, 2014

ISBN: 978-84-15601-66-1

200 páginas

20 €

 

 

Coradino Vega

Del mismo modo en que la pintura del siglo XX hace abrir los ojos, si algo persigue la música de John Cage es abrir los oídos; que la gente despierte al hecho de vivir liberándose de sus deseos e ideas preconcebidas, como si se viera y escuchara por primera vez; crear sin temor ni soberbia. Al descrédito de cualquier dirigismo intelectualizado, o cualquier voluntad de categorización, sigue el ensalzamiento de la experiencia vital dejando discurrir la mente sin ataduras para penetrar o fundirse en lo cotidiano. “Mire a su alrededor”, dijo Cage en una entrevista, “las cosas de las que está gozando, y vea si ellas le preguntan por qué”. Pero en torno a ese placer de donde se está, y que tanto debe a las enseñanzas del maestro zen D.T. Suzuki, gravita el peligro inherente a los discursos teóricos sin objeto, a las abstracciones que pierden todo principio de realidad y que, al pretender arramplar con los convencionalismos precedentes, acaban —con más o menos conciencia— imponiendo otra convención. Schoenberg dijo de su alumno que Cage no poseía ningún sentido de la armonía, que no era un músico sino un inventor. Y lo que Cage inventó por encima de otras consideraciones fue una nueva forma de escuchar y una noción de ámbito musical abierta a cualquier tipo de sonido que incluía, sobre todo, la engañosa concepción de silencio que él mismo se empeñó en desmontar metiéndose en la cámara anecoida de la Universidad de Harvard.

Para Cage la música no era un medio de representación, sino la continuidad de los sonidos de la vida. Su ausencia es una invención mental. A lo que aspira 4’33” es a escuchar el latido de lo que llamamos silencio, el propio acontecer, por medio de una transformación interior que tiene menos de acceso al Nirvana o al proceso místico, como lo viera Susan Sontag, que del olvido de la propia identidad para que nuestros gustos, emociones y prejuicios no interfieran en una libertad de percepción absoluta. La ruptura por tanto pretende ser radical. A Cage no le importa el sentido sino los significantes, subvierte la dualidad entre sujeto y objeto, descree de la razón y el arte como vehículo de expresión de las emociones del artista. Como algunos de los filósofos que se citan en las notas a pie de página de este libro, concibe un mundo sin centralidad, en el que las jerarquías sean sustituidas por las relaciones horizontales, el caos supla a la intencionalidad y el lenguaje se vuelva un recurso inestable. Influido por la escultura sonora y los ‘ready-made’ de Duchamp, y en la línea de las ‘performances’ de Fluxus o las coreografías de Merce Cunningham, los ‘happenings’ que Cage realizó en el Black Mountain College dan rienda suelta a la espontaneidad y lo aleatorio, y entroncan con el indeterminismo regido por el azar de sus piezas musicales que utilizan el I Ching como ordenador para obtener múltiples combinaciones. De esta forma, desparece el concepto de obra y la distinción entre la vida y el arte. La responsabilidad del artista queda reducida a la aceptación de la irresponsabilidad ante lo que sucede en el mundo. Cage se encuentra más cerca del caos y el ruido de Ives o Varèse, o de la concepción de tiempo de Satie, que del dogmatismo dodecafónico, la música serial o el azar controlado de Pierre Boulez. Su relación con éste fue una sucesión de encuentros y desencuentros. Si bien ambos flirtearon con el vacío, mientras la nada de Boulez no hallaba la manera de aprehender lo sensible y, por lo tanto, negaba la experiencia; la renuncia cageana se vuelve fuente de experiencia al operar al modo de la naturaleza, al entregarse al ritmo de las estaciones como quería H. D. Thoreau.

Lejos de la noción clásica de mímesis, Cage persigue restituir el arte a la naturaleza por medio del desprendimiento de la voluntad de crear. A la hora de recuperar la fisicidad del sonido, su ‘tabula rasa’ es tremenda: incluso lo que comúnmente se llama sensibilidad es un artificio del pensamiento, una gramática enseñada a través de la razón; y una vez logrado ese grado cero que pasa por dejar de pensar, la creación ya no puede ser la manifestación del ego que impone su gusto, es decir, los propios sentimientos dirigidos por la memoria y el intelecto. Como de nuevo señalara Thoreau, cuando el yo pierde su identidad ya no sirve emitir juicio de valor alguno. Cualquier molde resulta vano. El propio lenguaje se despoja así de sus referentes y significados, prescinde de toda comunicación, de ahí que las conferencias de Cage —como, por ejemplo, la titulada “Lecture on nothing”— sean una extensión del valor de uso y consumo posmoderno que dio a su labor musical, y tengan tanto en común con el Finnegans Wake de James Joyce o los actos dadá del Cabaret Voltaire de Zúrich. Incluso acudiendo a las teorías de Marshall McLuhan, Cage, además de abrir el campo de la música a lo electrónico o crear instrumentos como el piano inventado, encontró en las nuevas tecnologías una función política o social que, sólo en el terreno de lo muy utópico, demencial u orwelliano, podría llegar a ser comprensible. De las causas que sujetan con pinzas su tecnoanarquismo, a día de hoy apenas resulta cierta aquella que, en palabras de Carmen Pardo, argumenta que “vivimos en una era de comunicación electrónica que hace de la técnica una prolongación de nuestro cuerpo que tiene como instrumento a los media.

Porque no estamos ante una invitación a la obra musical de John Cage, ni ante una biografía que explique los jalones que cimentaron su trayectoria. La escucha oblicua es un ensayo de Estética, con mimbres de tesis doctoral, que explica desde un punto de vista filosófico el ya complejo de por sí universo de Cage. Y de la mezcla del delirio cageano, que tiene tanto de genial como de callejón sin salida, con la gimnasia terminológica que se puso tan de moda en la universidad a partir de los setenta (impregnada de nomadismos, desterritorializaciones, rizomas y desmilitarismos aplicados a cualquier asunto), y que por lo visto sigue coleando aún, uno extrae sobre todo una densa nube mental y un perplejo aturdimiento estéril. Sin caer en el exceso cómico por ininteligible del prólogo firmado por Daniel Charles, Pardo parece no haber adaptado su lenguaje a un público lector que si no tiene la intención de cursar un doctorado, quizás sea precisamente por el alejamiento deliberado del academicismo posestructuralista de la divulgación y la claridad expositiva, y que tiene como objeto ideal —por mucho que acabe vaporizándolo— cualquier conato de vanguardia autista surgido en el siglo XX. El rechazo de la estética kantiana que propugna Cage tiene mucho del sabotaje crítico por anticipado en el que acaba casi todo relativismo. Si no importa que la obra sea buena, o bella, o útil, o lo que sea; si por considerar al arte como un “acto criminal” escatimamos la búsqueda humana de sentido; si, en definitiva, se prescinde de las nociones de emoción, contexto, sensibilidad o gusto, más allá del gag ingenioso sólo quedará la fraudulenta sensación contemporánea de estar perdiéndose algo o de que nos tomen el pelo. El mayor hallazgo de Cage fue debilitar lo intelectivo para fortalecer las experiencias de la vida, justo lo contrario de lo que hace este libro.

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