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Jarros de agua tibia

ILYA U. TOPPER | Conocí a Alberto Mrteh —el apellido es un nombre de pluma que significa ‘relajado’— hace cuatro o cinco años por las redes sociales, gracias a su blog El zoco del escriba, en el que relataba escenas de su vida en Marruecos. Eran lo que yo llamo postales: una especie de instantáneas coloridas que describen un momento de la vida local, sin entrar en reflexiones ni debates más profundos, ni buscando datos de contexto. Se ve lo que hay, hay lo que se ve, alegra la vista, ya está. El propio autor llama así una categoría de entradas; estamos de acuerdo, pues, en la falta de pretensiones. Y un blog está para eso, ¿no?

Prefiero, desde luego, a alguien que voluntariosamente se entrega al país en el que vive y está dispuesto a ver sobre todo o exclusivamente lo bonito, antes que a un quejica que no para de despotricar contra su entorno. Pero ¿hasta qué punto es aceptable cerrar los ojos a lo que hay fuera del marco de la postal? Recuerdo haberle recriminado con cierta aspereza a Alberto en una red social una entrada en su blog sobre el ramadán en Marruecos: describía la alegre rutina del ayuno, la ilusionada espera de la puesta del sol para tomar el primer bocado del día, el trajín de los últimos minutos, la felicidad de ese rito espiritual y familiar… y me enfadé. Pintar todo eso en un color tan sonrosado oculta, dije, que la gente no ayuna porque quiere: ayuna porque está obligada por ley. Hay detención, comisaría, juicio y hasta algún mes de cárcel si te ven comiendo en público durante las horas de luz, eso si no se le ocurre a alguien lincharte directamente. Hablar de espiritualidad cuando la propia prensa marroquí publica estadísticas sobre el aumento de la criminalidad durante el ramadán y sobre el empobrecimiento que conlleva la carestía de alimentos causada por un consumo forzado, dije, nos hurta el debate social que se produce en la sociedad marroquí sobre la imposición del ayuno por parte de una sociedad cada vez más fanatizada. Oculta el drama de millones de marroquíes que —así lo muestran viñetas en prensa y redes sociales marroquíes— devoran un bocadillo sentado en el váter de la oficina, si no tienen la suerte de poder hacerlo en el ascensor. Y ahí más o menos se quedó la conversación, porque los dos nos enrocamos en nuestras posturas: Alberto en su derecho a reflejar lo bonito que le rodea y yo en el deber de señalar la hipocresía del poder político y religioso que asfixia la libertad.

Se entiende que al llegar a mis manos el primer libro de Alberto Mrteh, titulado Meshi shughlek. No es asunto tuyo, lo abro con cierta aprensión. No solo porque me inquieta el título —¿qué exactamente no es asunto nuestro cuando hablamos de un país o de un libro?—, sino porque me espero encontrar una selección y colección de estas postales del zoco y se prevé una prolongación del debate del ramadán en forma de reseña de libro.

Pero no, no la habrá. Porque Meshi shughlek no reúne muestras del blog ni ofrece escenas de la vida marroquí observada por el autor, salvo una, que ocupa todo el libro: el hammam, el tradicional baño marroquí. Describe con detalle las visitas del narrador a este espacio de aguas calientes y frías, una vez por semana, durante un año. Es pura vida marroquí observada de cerca, eso sí, y más que observada es experimentada, porque lo que ocurre, en la medida en la que ocurre algo, pasa por el filtro de la incomprensión entre el visitante foráneo y los locales. Incomprensión del idioma, para empezar, aunque Alberto Mrteh con certeza habla mejor dáriya que la gran mayoría de los europeos instalados en Marruecos —que no suelen hablar nada— o al menos hace serios esfuerzos para conseguirlo. Y va aprendiendo, entendiendo las palabras y la rutina del baño, a lo largo de las 190 páginas del libro; en la trigésima segunda visita incluso capta que lo toman por sirio cuando dice que es de Soria, algo que el lector, gracias a una nota a pie de página, sabe desde diez semanas antes. Y en esto se agota más o menos el arco narrativo de la obra, porque la rutina del hammam, explicablemente, no cambia: en toda visita se repetirán los cubos de agua fría, las de agua tibia y las de agua caliente, el jabón y el frotamiento del ksel, el hombre encargado de arrancarle la piel muerte al cliente con una áspera manopla.

¿Eso es todo? Sí. De las cincuenta y dos visitas al hammam, unas cuarenta, a ojo de buen cubero, se limitan efectivamente a la secuencia de cubos de agua, frotamientos y conversación insustancial, como son necesariamente las conversaciones en un baño público entre desconocidos. Tres visitas —la primera, la vigésima sexta y la última— añaden una ensoñación de un viejo ciego que le exige al autor en un lenguaje algo milyunanochesco apuntar lo que observa. Tres o cuatro narran las opiniones de amigos españoles que vienen a compartir la experiencia. Un número similar intenta deslizar una reflexión personal del narrador sobre su infancia difícil, marcada, intuimos, por un padre violento, y una evolución que va superando este trauma. Esta introspección podría ser un hilo conductor de una novela en la que los baños serían apenas una ambientación de pretexto, pero se queda entre dos aguas. Porque la aparición del propio padre como visitante en la vigésimo octava semana, sin que se note especial tensión entre hijo y progenitor, más allá del amable aburrimiento entre dos generaciones que poco tienen que contarse, impide que este hilo se vaya tensando. Y si hacia finales del libro se introduce otro elemento de oscuros presagios —una advertencia a la madre de no poder comunicarse en un tiempo, la palabra cárcel dejada caer como al azar, un viaje de negocios no del todo voluntario— todo desemboca en un vulgar despido empresarial. No estoy haciendo un spóiler, porque esto no llega a trama.

El letargo entre cubo y cubo de agua podría utilizarse para reflexionar sobre una historia de los baños mediterráneos desde los romanos, pero Alberto Mrteh no tiene la pretensión de hacer un ensayo. Ni siquiera sociológico: solo tres veces apunta, apenas insinuándolo, la tensión homoerótica que puede establecerse entre la mano del ksel y el cuerpo del cliente; una de ellas observa —o más bien experimenta— que para dejarse llevar por esa corriente sirven las cabinas individuales de uno de los baños que frecuenta. Pero allí se queda todo; no hay una reflexión sobre el aspecto sexual de esta no tan infrecuente intimidad de hombres marroquíes, ni si se inscribe en un concepto homosexual o en una reacción a la ausencia de mujeres en la vida de muchos, ni si las atenciones del ksel —un profesional que cobra por sus masajes y estiramientos— cabría considerarlas sexo de pago. La lectura aquí da una sensación de la puntita nada más: ya que tenemos un libro entero sobre el hammam marroquí ¿por qué quedarnos en la puerta del análisis?

El que en todo el libro, salvando dos colegas españolas y una breve mención a la madre de un amigo marroquí, solo aparezca una única mujer, una mendiga con cuyo hijo juega el narrador, no es algo imputable al autor: está en la naturaleza del tema elegido. El hammam segrega estrictamente por sexos. Solo en la cuadragésima primera visita, un interlocutor nos recuerda que no siempre fue tan estrictamente: antes, los niños hasta el inicio de la pubertad iban al hammam de mujeres; ahora están cada vez más, o eso parece, en el de los hombres. Desde renacuajos. Del trauma que para los adolescentes del Magreb ha significado la expulsión del hammam femenino y la brusca e irreversible inmersión en un mundo solo de hombres, poco se ha escrito. Sería otro libro.

Hay muchos libros por escribir. Lo que yo me pregunto es por qué, después de más de cinco años en Marruecos, y con todos los libros que podría haber elegido escribir, Alberto Mrteh ha elegido escribir Meshi shughlek. ¿Que eso no es asunto mío? Veamos: lo que ocurre en el hammam, se queda en el hammam. Lo que se coloca en el escaparate de una librería, se convierte en un asunto de Estado Crítico. Y con las ganas que tenía yo de discutir con Alberto ciertos aspectos de la sociedad marroquí, quizás airadamente, quizás acaloradamente, leer este compendio es como si me echasen encima cincuenta y dos jarros de agua tibia.

Meshi shughlek. No es asunto tuyo (Huerga y Fierro, 2022) | Alberto Mrteh | 190 páginas | 18 euros

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