JABO H. PIZARROSO |No fue todo Nada, pero Nada fue mucho y casi todo, aunque el tiempo, ese bellaco que hace de las heridas cicatriz y albercas hondas donde poder bucear, acaba de abrir sus compuertas para acercarnos a la escritora que imaginó a Andrea bebiendo el caldo de verduras que Antonia quería tirar a la basura en el piso de la calle de Aribau.
¡Que la mirada de nadie derive en asco, por favor! Todavía hay gente que se pimpla el líquido de los espárragos mientras explica lo nutritivo que es, con la hojalata dentada a milímetros del corte labial.
La chica rara es la que ganó el primer Nadal con 23 años. Así la nombró para sacarla de su éxito y de sus contextos Carmen Martín Gaite, y lo hizo de esta manera para leerla sin condiciones y sin condicionantes, para degustarla sin condescendencia, como se debería leer.
Me considero un gran amante de los inicios de las novelas, y escruto estas primeras líneas con detenimiento de arqueólogo en todas y cada una de las que caen en mis manos. Alguien podrá preguntar si solamente leo eso. Depende. Pero ese primer párrafo entiendo que es fundamental. No me resisto a colocar acá el inicio de Nada:
Por dificultades en el último momento, para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.
Es curioso, estas primeras líneas resaltan que todo está ahí, junto a la nada de la que procede todo lo que nos contará esta novela tan admirada como leída y olvidada durante mucho tiempo que ahora viene a rescatar el centenario de su autora.
Vida y obra en Laforet se unen como uña y carne, aunque cada dimensión tenga su parcela. Carmen Laforet hizo ficción, pero siempre intentaron ver a la escritora en lo que escribía, algo muy molesto para cualquiera que se dedique a juntar palabras y a llenar papeleras antes de dar a la imprenta el fruto de su corazón negro sobre blanco.
El punzón psicoanalítico que esgrime en muchas ocasiones la crítica y el auditorio lector, tan parecido a un diván donde se sienta a los autores para meter mano a todo lo que suene a vida real, es hoy por hoy, y ayer también parece que lo fue, un obstáculo enorme que impide gozar de la pura ficción, de las máscaras de cada uno cuando los personajes están tan cerca del que escribe como lejos.
Sucede como con esa poesía de la experiencia que bordó Gil de Biedma, con esos monólogos dramáticos en los que Jaime nunca era Gil de Biedma, aunque sus poemas hablarán de un tipo que se llamaba lo mismo que él, un cacaseno.
Las loas que son losas del yo público impiden tanta comprensión lectora que abochorna, pero vivimos en España, todo hay que decirlo, donde la literatura nunca ha sido asunto de estado ni de la cosa pública. En fin, yo vine acá para hablar solo de Nada, pero como me priva contradecirme y aunque dije antes lo que no iba a decir ahora, en este momento escribiré lo que no quería contar.
En 1970 Carmen Laforet se separó de Manuel Cerezales con el que había sido madre cinco veces. Toda separación es un pacto, en el mejor de los casos, en el peor, una idiotez repetida con sus dos abismos particulares, con extraños personajes que, tras acompañarse durante un gran pedazo de vida, acumulan pruebas, allegan testigos y siembran confidencias para demostrar que el otro es culpable, como dejó escrito José Ángel Valente en su Palais de Justice. Pero no todos los pactos, acuerdos o memorándums a los que llega una pareja tras años de vida en común, se hacen o se pueden realizar de igual a igual, por desgracia.
Carmen Laforet se liberó y libró de su marido, pero tuvo que aceptar algo a lo que no podía enfrentarse. Junta, casada o arrejuntada, el hombre que desposaba a una mujer también la esposaba para siempre, y esto no es un cuento, esto es franquismo en estado puro y más cosas de las que hoy nos avergonzamos, para romper con él hasta que la muerte los separe, ese acuerdo desigual que les permitiese a cada una y a cada uno tomar un buen día caminos disímiles.
Cerezales accedió a darle la libertad a cambio de una cosa: le hizo firmar un documento por el que se aseguraba de que Laforet nunca utilizaría su memoria personal ni su vida con él, ni nada que se le pareciera para escribir. Es decir, le quitó el suelo bajo los pies. Y la rompió para siempre. Eso sucedió a comienzos de los setenta del pasado siglo.
Sí, podemos verla en Estados Unidos con Roberta Johnson e Israel Rolón-Barada, en Italia junto a Asunción Balaguer y Paco Rabal, en un documental que este dirige sobre Rafael Alberti, pero nunca volverá a escribir ya no como antes, está claro que escribió más, pero casi todo lo rompió. Perdió la confianza en sí misma, algo fundamental en una o en un escritor, siempre de tientos e intentos tan frágiles, la escritura es un abismo y duele tirarse de cabeza a ella como lo hizo Carmen siempre. Una mujer nueva sola frente al mundo y sus cárceles.
Nada abrió un orificio en la columna vertebral de la literatura española mediante el que muchas escritoras pudieron aparecer como una nueva materia gris pensante. Ana María Matute, Dolores Medio, Carmen Martín Gaite.
Y todo eso en la posguerra antes de que llegara Míster Marshall y mandara no a dejar de bailar, aunque también, pero sobre todo a aceptar a los asesinos del 36, por una cuestión geopolítica malsana, los legitimadores de la transacción que todavía hoy nos gobierna.
La Barcelona que retrata Carmen Laforet en Nada es miserable de puertas adentro y de puertas afuera. Por mucho que la protagonista, sobre todo cuando consigue apropiarse de su estipendio de doscientas pesetas para ella sola, sin tener que aportarlo al común de la casa de esos familiares donde vive, intente buscarse en las calles de Barcelona, en los cines donde se zampa a gusto un montón de pasteles, conseguirá encontrarse. La nada exterior le vacía por dentro.
Lo único que Andrea puede hacer es contar todo eso, en un país destrozado por el golpe de estado del dieciocho de julio y la guerra consiguiente. Puede que esa Barcelona se parezca mucho a las ciudades de hoy. Hace tiempo que no bailamos ni nos besamos y ahora nos damos los codos en vez de la mano. Que cada cual encuentre los paralelismos entre una situación y otra si realmente los hubiere.
Extrañas relaciones se encuentran en Cultura Comparada y yo encuentro una muy vivaz entre el Travis de Taxi Driver y Andrea de Nada, con desarrollos muy distintos, está claro, entre uno y otro personaje. Los setenta en Estados Unidos y los años cuarenta en España, eriales muy parecidos donde el neoliberalismo destroza primero para luego apropiarse de todo.
Andrea es testigo de esa España hundida y Laforet le pone los ojos y los oídos a este personaje, alguien que no opina, solo muestra, y lo hace en ese microcosmos doméstico, con sus dos tíos cuyo pasado está imbricado en la guerra, ambos en el mismo bando, uno de espía y el otro de miliciano, pero con finales muy parecidos.
Esa casa de Aribau es un reflejo de muchas de las casas de la posguerra donde era imposible el desarrollo, la alegría, donde no había defensores de la felicidad por ningún sitio.
Carmen Laforet nos entregó con Nada el documento más carnal y humilde de la España de la nada franquista y es un gusto leerla porque es una escritora de una sinceridad avasalladora. Dicen que los centenarios de escritoras y escritores son para vender libros, que también, pero a su vez para releerlos. Si este centenario de Laforet ha llegado hoy es para eso, para releer sus libros y encontrar semejanzas entre lo que nos tocó vivir y lo que nos toca ahora. Los clásicos tienen esa manía, la de hablarte desde su época y desde cualquier época con una voz tan descriptiva y cercana como iluminadora.
Nada (Cátedra, 2020) | Carmen Laforet |376 páginas | 11.95 euros | Introducción y notas de José Teruel Benavente.