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La ciudad de los ahogados

EDUARDO CRUZ ACILLONA | En más de una ocasión he comentado con algunos compañeros de la revista que, más allá de los diferentes libros sobre los que reseñamos (novela, relato, ensayo…) deberíamos incluir una sección específica para comentar el diseño de las portadas de los mismos, un trabajo imprescindible en la labor de las editoriales y que supone una primera tarjeta de visita a la hora de acercarnos a un libro. En ese sentido, estoy convencido de que El puente de los suicidas sería un firme candidato a ganar el Premio Estado Crítico de Portada 2024. Felicidades, por tanto, a María Torre Sarmiento, autora de la genialidad que acompaña hoy a esta reseña.

Y ya centrándonos en el contenido de la novela, A. J. Ussía se embarca en un retrato costumbrista y detallado del Madrid de finales del siglo XX, concretamente el año 1998, y lo hace al tradicional estilo que ya explotaron, cada uno en su época, autores como Larra, González-Ruano y Umbral, consistente en narrar una ciudad, Madrid, a través de sus personajes.

Así, en El puente de los suicidas nos encontramos una escritura que deja traslucir un bagaje de muchas lecturas de fondo, que dosifica en ajustada medida el más tradicional costumbrismo con un lenguaje moderno y directo como impone, no puede ser de otra manera, una historia ambientada en el ocaso del siglo XX.

Quienes hemos vivido (en) Madrid, más si cabe si lo hemos hecho en dicha época, no es difícil que nos veamos reconocidos en los ambientes que transita la narración. Tenemos la memoria de esos barrios (Las Vistillas, la Almudena, Chueca…), de esos personajes lumpen (entonces no eran marginales, eran lumpen) que poblaban las noches, las esquinas y las páginas de Sucesos, de esos cielos naranjas que, algunos días, le ganaban la partida a la boina gris de la contaminación.

El relato acaba suponiendo una fotografía de Madrid que se arma a partir de una colección de personajes que orbitan alrededor de un bar ubicado al lado del entonces conocido como “puente de lo suicidas” (el Puente de Segovia) y que, curiosa o macabramente, se llama “Esperanza”. Estos personajes (llamémosles) fijos están tan fidedignamente pegados a la realidad que a aquellos que frecuentan el bar “Esperanza” no los vemos como clientes, sino como parroquianos. Los reconocemos y nos reconocemos como uno más de ellos, pues también nosotros hemos frecuentado ese bar, se llamara como se llamara. Un bar que no es el Café Gijón pero que contiene, cuanto menos, tanta literatura como aquel. A su alrededor, como parte integrante del paisaje vecinal, una sucesión de personajes de breve aparición, que cargan con una mochila de problemas, sinsabores y frustraciones y que, cada uno por diferentes circunstancias, ven el puente como la única puerta abierta para escapar de los insalvables obstáculos que les ha asignado la vida.

En ese sentido, se echa de menos que el tránsito de una historia a la siguiente y vuelta a la anterior, o el cambio de escenarios y tramas, no cuente con una separación de párrafos explícita y más allá del simple punto y aparte. El hecho de que estos se sucedan sin solución de continuidad genera en ocasiones cierta confusión, extrañeza, interrupción de la lectura para tratar de poner en orden el hilo conductor y, en consecuencia, una pérdida de ritmo que una narración de este tipo exige.

A pesar de ello, el lector ve cómo, a medida que se van produciendo los diferentes saltos desde el puente, la novela no cobra en oscuridad sino en esperanza, como el nombre del bar. Los personajes, a través de su generosa humanidad, de su inquebrantable e innegociable solidaridad, convierten un escenario macabro en un lugar de convivencia y de complicidad, en un canto al optimismo y a la reivindicación del vecino como un aliado necesario. Es muy de destacar el mérito de conseguir que una novela tan oscura sea tan luminosa, Valle-Inclán mediante.

Y una curiosidad para finalizar. El hecho de que la novela esté ambientada concretamente en 1998 no es gratuito. Ese mismo año, a finales de octubre para más señas, el ayuntamiento de Madrid, como fruto de la presión vecinal, instaló en el puente de Segovia alrededor de trescientas mamparas de dos metros y pico de altura para intentar evitar, precisamente, la ola de suicidios que se estaba produciendo allí (una media de cinco al mes). La crónica del diario El País fechada el 4 de noviembre, recoge entre otros testimonios, el de un camarero de una tasca cercana al puente y que vive justo abajo, en la calle Segovia, quien dice: “Las mamparas me permitirán al menos pasar bajo el puente sin la angustia de saber que puede caerme alguien encima». Si tras esas declaraciones se escondía la figura de Paco, el dueño del bar Esperanza, es algo que sólo puede responderse desde la complicidad que establece A. J. Ussía entre la realidad y la ficción, ambas empadronadas en Madrid, una ciudad (pág. 162) “sin mar, pero con tantos ahogados”.

El puente de los suicidas (Círculo de Tiza, 2023) | A. J. Ussía | 219 págs. | 22,00€

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