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La corbata no es negra

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El elixir de la inmortalidad

Gabi Gleichmann

Anagrama, 2014. Colección «Panorama de narrativas»

ISBN: 978-84-339-7903-2

672 páginas

24,90 €

Traducción de Cristina Gómez Baggethun

 

 

Luis Manuel Ruiz

El pueblo hebreo, igual que los otros, es pródigo en leyendas. A las compendiadas en el Pentateuco, la Torá, el Talmud, los volúmenes de Robert Graves, Louis Ginzberg y Gershom Scholem, ha venido a añadirse ahora la novela de Gabi Gleichmann, que renuncia a la cronología nubosa de los mitos para insertarse de pleno en el tiempo histórico. El protagonista de su crónica nos es conocido: se trata de esa nación errante, sin patria, hecha de inteligencia y anhelo, que peregrina por Europa y los dos conos de las Américas en busca de un Dios que sepa perdonar además de blandir el rayo y las miasmas. El escenario, no menos: los once siglos que nos separan del anterior milenio, y que vieron a los judíos desplegarse por todo el ancho mapa que media entre Portugal y Rusia, la meseta y la estepa, la antigua Sefarad, jamás olvidada, y la vieja Askenaz, escrita con sangre y llamas en la memoria futura, igual que las revelaciones del profeta Elías.

Para dotar de nuevas mitologías a una raza que ya padece una severa sobrecarga, Gabi Gleichmann ha recurrido ecuánimemente a la literatura occidental y a la oriental. La solapa nos avisa de que el autor, que en este título estrena sus armas como novelista, lleva años adiestrándose en talleres de escritura y cursos literarios, donde ha conocido, con fruición y provecho, la labor de los sudamericanos. La influencia es patente: resulta inevitable, al recorrer las peripecias de la familia Spinoza por los fueros de nuestro añoso continente, y repasar sus recuerdos trufados de anécdotas y pormenores, remontarse hasta la saga de los Buendía y la imaginación caudalosa de Cien años de soledad. Caudaloso es un adjetivo que puede también aplicarse a la segunda influencia que el autor reconoce en su fábula, en este caso de raigambre árabe: la confusión de tramas y personajes, el hilarse, tejerse, anudarse y recoserse de sus líneas con otras como figuras en un enorme tapiz conforman también la estructura de otro clásico monumental de la tradición literaria, Las mil y una noches, igual de generosa que el anterior con el concepto de realidad y sus límites. El elixir de la inmortalidad comparte con estos egregios antecedentes ese sentido de maravilla, de abandono al capricho, de palabrería y dislate que ya en la edad de las cavernas hacía a los hombres reunirse en torno de un fuego y de una boca que no cesaba de hablar.

Más concretamente, lo que el lector hallará al visitar esta novela será la historia, a medias real y a medias no, de una familia hebrea europea. El último vástago de los Spinoza, Ari, languidece frente a un escritorio mientras la muerte lee por encima de su hombro y, solitario como es, sin familia ni descendientes que disculpen su paso por la Tierra, decide consignar el pasado fabuloso de su estirpe en un libro. En la tarea le alumbrará el ejemplo de un borroso tío abuelo, Fernando, que le relataba cuentos cuando niño, y exhumando cuyas parábolas logra descender hasta las primeras raíces de su sangre: los médicos de los reyes de Portugal durante la Edad Media, los envenenadores y los cabalistas, los payasos, los poetas, los sabios y los místicos, los traidores. Ese recorrido sirve al narrador para realizar varias excursiones informales a la historia de Europa y revisitar sucesos angulares del pasado con una pátina de encanto o guasa. Abundan las deportaciones, los apuñalamientos, las cámaras de gas, pero también el chiste, la ironía y el paso elástico: si algo ha de reconocérsele al autor es saber manejar este material con ánimo ligero y no dejarse lastrar por seriedades que en manos de otro habrían convertido los párrafos en alambre y cemento armado. Para hablar de Auschwitz no siempre hay que llevar corbata, o la corbata no tiene por qué ser siempre negra.

Como gentilicio de sus héroes, Gleichmann ha elegido hermosamente el apellido Spinoza. No es casual. Aunque ha de competir con Kafka, con Freud, con Einstein y Woody Allen, a Spinoza le cabe el raro honor de ser el judío más brillante de la diáspora, aquel que con mayor maestría ha sabido destilar lo que su pueblo tiene de osado y único. Al concederle el patronazgo de su clan imaginario, Gleichmann parece hacerle también, de algún modo, el ángel guardián de su legión de antepasados y de todos los que vendrán detrás de él. Un hombre ecuánime, inteligente, taciturno, conciliador, que despreció las diferencias entre las personas cuando vienen inducidas por vulgaridades como la nacionalidad o el credo: todo un ejemplo a seguir por sus biznietos de cuatro siglos más tarde.

admin

Un comentario

  1. Me gustaría saber si el autor rinde justicia al abismo que separa los dos mundos completamente, radicalmente distintos, que albergan a sefardíes y asquenazíes, o si (como la palabra Auschwitz y «nación errante que peregrina por Europa» parece indicar) contribuye a diluir la narrativa histórica sefardí dentro del estándar homogeneizado asquenazí.

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