ELENA MARQUÉS | No hace mucho hablaba con unos amigos sobre la infancia. Lo sobrevalorada que está. Su «obligada e inevitable» relación con el paraíso. Como si fueran términos equivalentes. Cada uno tiene una anécdota que tumba esa idea de la felicidad unida a la inocencia. Desde luego, el colegio no fue agradable para mí, aunque mi madre se empeñe en crearme su recuerdo. Y el futuro no era ni siquiera un esbozo, sino una maldición bíblica llena de obligaciones que había que cumplir.
En eso continuamos.
Leer este libro primerizo del poeta griego Yannis Ritsos, rescatado por Acantilado y la traductora Selma Ancira, resulta una experiencia casi religiosa, y quizás necesaria para quienes sospechamos que la infancia es solo un mito. Aunque en estos momentos no nos importaría volver a ella y comprobarlo. En su título, glosado del bardo de Avon, se recoge una vivencia de la naturaleza y de la luz que te reconcilia con ese mundo idealizado de juegos y cantos, tan útil en su aparente inutilidad («y nosotros nos quedamos todavía un rato juntando estrellas en el camino para que nuestra madre se convenza de que también nosotros hicimos algo y que no fue en vano su preocupación ni nuestro día»), con el edénico entorno de la infancia que a algunos nos trae un sabor agridulce y que quizás, en la literatura, exista.
A través de los pasos de los niños el tiempo se detiene o, más bien, se hace cíclico para brindarnos unas escenas delicadas y prístinas, cotidianas, detalladas como un lienzo de Brueghel, vistas con los ojos de la pureza, con la sensibilidad de un poeta sencillo y elocuente que se deja llevar entre la solidez del suelo y el aire de la ensoñación. Y, aunque en la contracubierta se nombra cierta «angustia personal», que, se supone, el joven Ritsos exorciza a través de la palabra, no detecto amargura ni sufrimiento: se superpone a todo la claridad de una belleza sencilla, campestre, imágenes donde revolotean los pájaros y las mariposas, símbolos de esperanza y un silencio bendecido por el murmullo de los insectos y el rumbo inacabable del sol. Así, cualquiera.
Hay en este canto una íntima comunión con el paisaje tras la que se percibe el hálito panteísta que yo concedo a los habitantes del Peloponeso y que alienta, además, muchos de los versos del libro. La naturaleza adquiere rasgos humanos y el hombre se abandona en su existencia como una parte que la contiene, en armoniosa comunión con el cosmos. El equilibrio en que se retrata el particular universo rural de esos niños queda acentuado por un ritmo pausado, binario, de cadencia clásica. (Detecto ecos homéricos en descripciones acuáticas y aurorales.) A ello se añade una adjetivación contenida y el empleo de símbolos, aunque algo manidos, siempre adecuados para describir la esperanza. Ventanas que se abren y dejan pasar fragmentos de un jardín. Comparaciones de apariencia pueril que nos sumergen en las primeras experiencias de aprendizaje. Cierta pena por los adultos, ajenos a esa sensación de lo que se vive por primera vez; esos mayores conocedores ya de la arquitectura de las rosas y del mecanismo del vuelo de los pájaros, a los que la voz lírica invita a mirarse al espejo y a aprender a deletrear el alfabeto del sol y leer las flores. Esos pobres adultos desterrados de la gracia del misterio por el peso de la civilización y el lenguaje.
Hay también en el conjunto una grata sensualidad atravesada por el clima benéfico del verano, umbral de la juventud del hombre, como el mediodía lo es también de la edad primera, con todo lo positivo que ello anuncia. Y, por encima de todo, una descripción única de la libertad, una complacencia en el círculo cerrado que crean los niños en el juego y en la contemplación de lo más nimio (porque «todos veían eso que siempre está pero que, de no haberlo visto nosotros, no habrá existido jamás»), ajenos a los males del mundo, creadores por sí mismos de unos días perfectos, siempre «laborando en el gran campo azulado para que el jardín del sol no falte nunca encima de los jardines de los hombres».
Confieso que al principio este Sueño de un mediodía de verano no me cautivó, que tuve que detenerme y volver sobre mis pasos porque me parecía todo demasiado simple y demasiado bueno. Con la de tiempo que hace que descreí de Rousseau. Pero creo que «cortar amapolas para que nuestras manos no envejezcan encerradas en los claustros de los libros» debe ser un propósito más allá de esos años que dejamos atrás. Que quizás sea esa no solo la función del poeta, la descripción de la pureza, sino del hombre-niño que quiera continuar cada día redescubriendo el mundo.
Sueño de un mediodía de verano (Acantilado, 2023) | Yannis Ritsos | 64 páginas | 10 euros | Traducción de Selma Ancira