JUAN CARLOS SIERRA | A pesar de los años que uno lleva leyendo -quizá menos de los que debiera- y escribiendo sobre lo que lee -quizá más de los que debiera-, siento que necesito la mano y el consejo de otros para seguir leyendo y escribiendo sobre lo que leo. Por eso estoy muy atento a lo que se publica especialmente aquí, en Estado Crítico, porque creo que estoy rodeado -¡qué afortunado soy!- de magníficos lectores y críticos (o viceversa). Pero además leo, escucho y veo todo lo que me llega por prensa escrita, radio y televisión con el afán del niño que espera que sus mayores le aconsejen, le guíen, o como el enfermo que acude al doctor a que le prescriba lo que necesita para su dolencia. Así llega a mí Feria, de Ana Iris Simón. Por tierra, mar y aire; por las ondas radiofónicas, por las del wifi y por la tinta del periódico todo son buenas noticias, elogios, maravillas,…
A estas alturas de la reseña, a un párrafo de esta, el lector quizá esté esperando la adversativa, el pero, el sin embargo. Y lo iba a escribir. Antes de aventurarme, le pasé el libro a gente de confianza, a aquella con quien comparto cama y muchas cosas cotidianas más, gran lectora con una mirada, digamos, oblicua acerca de lo literario, ajena a suplementos e ínfulas críticas. Pues, bien, el caso es que una noche cualquiera, a unas 50 páginas de distancia lectora, me preguntó que dónde estaba el libro que tenía una vez que terminara Feria. Para no comprometerla, ahorraré sus impresiones de lectura y confiaré las mías, corroboradas, no obstante, por las suyas.
En Feria tenemos uno de tantos libros de autoficción que se han publicado en los últimos años. En el caso que nos ocupa, me temo que sobresale lo autobiográfico sobre lo ficcional, aunque todo lo que pasa por las manos del escritor, por muy pegado a la realidad que esté, se convierta en materia de ficción o, como sostenía Caballero Bonald en sus libros de memorias, la escritura de los recuerdos contiene en sí un alto grado de imaginación, de invención, de ficción, en definitiva. Debates aparte, en Feria su autora tira de recuerdos de infancia/adolescencia/juventud principalmente para montar un artefacto literario que, desde mi perspectiva lectora, no acaba de llegar a ningún lugar concreto. Por momentos parece que se trata de una reivindicación de un modo de vida -más o menos rural, libre, espontáneo,…- frente a la alienación moderna y urbanita; a veces se tiene la impresión de que en ese terreno de la reivindicación se destaca a personajes familiares ejemplares, especialmente las mujeres de la casa; al mismo tiempo o en paralelo se subraya y se denuncia el fenómeno de la precariedad laboral actual frente a las promesas de futuro que se hicieron a quienes hoy rondan la treintena,… En definitiva, no hay tesis ni hipótesis -o yo no la veo-, aunque también es cierto que no tiene porqué haberla, que un libro no se define necesariamente por esto, a no ser que el desarrollo de su lectura incline al lector a esperar algo parecido a una conclusión. Quizá en el fondo no sea más que un reflejo de la dispersión del momento que vivimos o, dicho de forma más erudita, de los tiempos líquidos (Zygmunt Bauman dixit) que nos arrastran de aquí para allá sin certezas ni anclajes.
En cualquier caso, dentro de ese estado de fusión que predomina en Feria, se antoja relevante su estructura fraccional, segmentada, inconexa. Quizá se trate de una exigencia de lo narrado y de los tiempos en que se desarrollan las historias que se cuentan. Quizá podamos incluirlo dentro de la voluntad de estilo de Ana Iris Simón, de su personalidad como escritora. Quizá la falta de tensión narrativa, de trabazón más o menos coherente, de ilación,… se contemple precisamente como una de sus virtudes, pero a mí como lector esa ausencia me ha llegado a provocar desinterés. Y he aquí uno de los pecados capitales de cualquier texto, como defiende con buen criterio Care Santos. Un libro puede ser cualquier cosa menos aburrido. Y esto no quiere decir que haya que plegarse a las modas lectoras, al mainstream editorial. No hay que convertirse de la noche a la mañana en youtuber, instagramer o tiktoker de la literatura, pero sí, dentro de los mínimos de exigencia, intentar evitar que el libro se caiga de las manos o se convierta en una alternativa a la melatonina.
Un libro, además, tiene su momento y su contexto lector. Probablemente a mí me ha caído Feria, un libro cuyo núcleo temático esencial es la infancia, en un periodo en el que había leído dos narraciones muy potentes sobre el mismo asunto, los últimos títulos de Antonio Muñoz Molina y Juan Manuel Gil;es muy complicado estar a la altura de El miedo de los niños y Trigo limpio. Independientemente de esta circunstancia desgraciada para Ana Iris Simón, más allá del agravio comparativo, del recorrido literario desigual, del bagaje y del oficio, como en cierta ocasión me señaló muy acertadamente José María Conget, hay algo en lo que es fácil caer y más si se trata de un relato de autoficción. Me refiero a la banalidad, a lo trivial e insustancial. Cuando uno se propone narrar desde el yo que ha vivido lo narrado, especialmente en lo tocante a la familia, a su pasado, a la propia infancia,… es fundamental huir de los lugares comunes, de aquello que a mí como narrador me puede parecer muy relevante por lo que me une a la materia narrada, pero que al lector, que no posee mis claves, le puede resultar insustancial, prescindible,… Es complicado saltar de lo particular a lo universal, y más cuando se está tan involucrado en el texto como le sucede a la narradora, a Ana Iris Simón, en Feria.
Cuando voy al cine empujado por las buenas críticas de la prensa y/o de algún conocido que me merece la máxima confianza, espero que se cumplan las expectativas. Pero no siempre ocurre así y puedo salir de la sala decepcionado y algo mosqueado, pero no siempre con mis prescriptores. En la mayoría de las ocasiones salgo pensando que hay algo en mí que no ha sido capaz de apreciar lo que otros ven con nitidez y disfrutan. Algo así me sigue pasando con Feria, a pesar de todo lo escrito.
Feria (Círculo de Tiza, 2020) | Ana Iris Simón | 232 páginas | 21 euros
Es como el diario de una adolescente, que cuenta lo que solo le interesa a ella, tal vez a sus familiares. No hay trama, no hay historia y es, lo peor, muy aburrido.