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La gran blasfemia americana

9788494403354PACO CAMERO | Reducido a las cenizas de su absoluta irrelevancia social, existe la tentación de volver la mirada atrás y encontrar en el rock & roll tan sólo el juguetito inofensivo del que el abuelo no para de hablar. Como al parecer hoy vamos ya de vuelta de todo, es fácil arquear nuestra cejita más condescendiente cada vez que el pureta de turno nos viene con la leyenda escandalosa de esta música en sus primeros tiempos. Y precisamente uno de los grandes méritos de este libro, ninguno de ellos relacionado con la nostalgia, es que consigue de algún modo invocar de nuevo la brutal viveza, la arrolladora ola de deseo liberado y la osadía revolucionaria que esta música contuvo y significó en su etapa de inocencia, es decir, en su forma más libre antes, mucho antes, de convertirse en una curiosidad de museo o en una inspiración ‘cool’ para tiendas de ropita y complementos.

La «vida» de Jerry Lee Lewis, uno de los pioneros más salvajes y dramáticos del rock & roll, es ya en sí misma cautivadora, pero Nick Tosches prefiere en realidad contar su «historia». Jerry Lee, «The Killer», el hombre que durante los 50 fue tan grande como Elvis y que después pudo reinar por encima de él pero no lo hizo, el hombre temeroso de Dios que se dejó tentar por el Demonio porque era el Demonio y no Dios el que reptaba como una serpiente por los finos tobillos de las mujeres en los conciertos, es aquí algo más que un músico lanzándose con los ojos cerrados a su fulgurante y a la postre sombrío destino.

En las antípodas de la biografía canónica o del «género tocho», como apunta en el prólogo el pope Greil Marcus tras proclamar este Fuego eterno como «el mejor libro jamás escrito sobre un músico de rock & roll» y como un clásico en potencia de la literatura estadounidense, a secas; ahorrándonos la típica montaña de anécdotas, fechas y datos que en realidad no importan, lo que propone Tosches es una reconstrucción literaria -o un «alegato poético«, en palabras de Marcus- del turbulento y feroz paso de Lewis por este mundo en la primera mitad de su existencia. Y para ello, el escritor acude al barro primigenio de la nación que hizo posible semejante vida. Las potentes resonancias de la Biblia, de las baladas populares, del verbo hiperbólico de los predicadores, de las inflamadas oraciones de las sectas pentecostales en las carpas del campo, del imaginario del Sur violento y telúrico de Faulkner, van perfilando a una especie de peón en manos del Destino, un mediador involuntario y trágico entre las fuerzas superiores del mito y la historia espiritual de Estados Unidos en el siglo XX.

Los aires míticos aparecen ya en la manera en que decide llamar a Lewis, “el último hijo indómito”, sugiriendo de este modo que la historia -y sobre todo el «sentido» de la historia- de este hombre de vida interesante en el sentido de la maldición china del término abarca mucho más que sus propios confines personales-biográficos. No tardamos en comprobar, nada más empezar, que estamos ante un retrato absolutamente personal con textura de novela, siempre con ese Estados Unidos profundo y temeroso de Dios al fondo. En el libro no hay atardeceres, sino que el cielo va adquiriendo “el tono del rescoldo quejumbroso de toda la tristeza jamás habida y por haber”. Y el Misisipi no es un río de peligrosas crecidas, sino un lecho de “homicidas aguas batismales”. Es un tono afectado, que muchas veces corre el riesgo de caer en un manierismo cargante, pero en última instancia en él radica también su principal encanto: en esa atmósfera atávica, casi como en una dimensión que transcurre al margen del Tiempo, el estruendo del rock & roll irrumpe de manera aún más prodigiosa.

Lewis nació en Ferriday, Luisiana, en 1935, en el seno de una familia que llegó allí casi dos siglos antes, cuando el lugar era, en palabras de un militar de la época, el refugio de «la escoria de todo tipo de naciones«. Sus antepasados lograron prosperar, pero para cuando nuestro hombre nació aquellas gestas en el condado no eran más que una moneda ennegrecida que había seguido pasando de una generación a la siguiente, con más fe que orgullo, mucho tiempo después de haber perdido todo su valor. «El último hijo indómito» de la estirpe conoció en su infancia un mundo de perdedores terminales y endogámicos, tipos que sólo tenían su pretendida dureza y familias numerosas y que, como su propio padre, cuando no estaban rompiéndose la espalda trabajando en el campo, se emborrachaban, jugaban a las cartas, apostaban y se consolaban imaginándose entre los campeones del Reino de los Cielos de los sermones del domingo.

Las primeras actuaciones de Lewis fueron en los oficios religiosos, donde ambientaba al piano los consabidos rituales de trance colectivo y mar de lágrimas. Alimentando la dicotomía con la que adornaría su palabrería de golfo con principios, de noche se escapaba a los antros de los negros, donde había blues, mujeres y honky tonk, una música sin remordimientos, libertina y tabernaria. Para atajar tales síntomas de corrupción moral, sus padres lo enviaron a la Asamblea de Dios, una secta de Texas donde se enseñaba música. Al día siguiente de tocar en la capilla fue expulsado: en sus locos dedos, «My God is Real» sonó «demasiado» excitado, nada contrito, y sus alaridos de emoción terminaron de corroborar la impresión que el muchacho estaba haciendo cabalgar de manera blasfema aquel viejo himno piadoso sobre un inadmisible sentimiento carnal. Cuando nos reímos de las denuncias del carácter «diabólico» del rock & roll primigenio, a menudo, casi siempre, olvidamos la causa más profunda del alboroto, más incluso que la nueva y desahogada sexualidad que afloraba en las canciones: su raíz litúrgica, literalmente. Al margen de la literatura barata que el propio músico fomentó en torno a esta cuestión, éste es uno de los aspectos en los que el libro es más brillante y revelador, sin necesidad de subrayados didácticos.

El episodio de aquella expulsión atormentó al adolescente Lewis, que no encontró otra manera de estar en el mundo que verlo en términos de placer compulsivo y culpa tenebrosa, sin mayores matices. Pero ese júbilo disparado al tocar era demasiado divertido. Y empezó a frecuentar tugurios de mala muerte, donde sus canciones sobre «cagarla y emborracharse» llevaban a su audiencia de jugadores, putas y borrachos a bailar y a gritar a pleno pulmón. “Aquel muchacho”, escribe Tosches sobre una de sus primeras actuaciones en público sin «coartada religiosa», “estaba tocando la clase de música que la mayoría de aquella gente sólo había oído en estrecha conjunción con el Espíritu Santo, pero el muchacho no cantaba acerca de ningún Espíritu Santo”. Y fue comprendiendo que con aquello podía ganarse la vida. A partir de aquí, la fama vertiginosa: el traslado a Memphis, el fichaje por el legendario sello Sun Records, el esplendor de su estilo boogie woogie -con la mano izquierda, un ritmo que desataba en el piano incendios sin precedentes; con la derecha, melodías imposibles de no silbar-, el triunfo, el dinero a raudales, la adicción al alcohol y a las pastillas que sacaban la parte más agria y temible de su carácter volcánico…

Con el apogeo vino la debacle, en su primera gira por el extranjero, dispuesto a poner el resto del planeta a sus pies. La boda en secreto con su prima Myra Gale (ella tenía 13 años; 21 él, que con 17 ya se había casado dos veces) salió a la luz recién llegado a Londres. La prensa decidió por unanimidad repudiar ese matrimonio obsceno e incestuoso y los conciertos, entre insultos y vestiduras rasgadas, fueron un martirio. El escándalo le persiguió a su regreso a Estados Unidos, donde tácitamente se le declaró apestado y se le cerraron las puertas que él mismo había abierto a patadas no mucho antes. Recluido en su casa, humillado, resentido, borracho y drogado, vio primero cómo lo abandonaba Myra Gale y luego cómo morían en circunstancias azarosas todos los hijos que había tenido hasta entonces. Él lo interpretó como el castigo probablemente merecido por sus tratos con la suciedad y las rameras del mundo, abominó del rock & roll (la música del pecado) y se abrazó al country (la música de la culpa). En aquella época, a mediados de los 60, se paseó sin pena ni gloria por escenarios cada vez más pequeños. Hasta el primo con el que de adolescente se escapaba de noche para engolfarse publicó varios singles con mucha más repercusión. Él, además, empezó a sentirse fuera de lugar y desquiciado al ver llegar a toda esa nueva generación capitaneada por los Beatles y los Stones que había asimilado el rock & roll, pero desde otra sensibilidad, más pop y más blanca, y la había llevado definitivamente al público masivo.

En esas, Jerry Lee Lewis lo dejó todo, escupió sobre los escenarios, culpables de su vida sin rumbo, y decidió retomar un sueño de infancia: hacerse predicador. El libro se detiene en esta crisis, con el músico abandonado y destrozado, vagando como un fantasma rencoroso en su mansión solitaria y oscura, en un final tan lúgubre que hay que hacer un esfuerzo para recordar que la vida de este hombre y su carrera musical siguieron adelante, mejor o peor. Siguen, porque vive aún. Por inverosímil que parezca una vez cerrado el libro.

Fuego eterno. La historia de Jerry Lee Lewis (Contra, 2016), de Nick Tosches | 264 páginas | 19,90 € | Traducción de Federico Corriente | Prólogo de Greil Marcus

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