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La huidiza huella del hombre

MANOLO HARO|Para los estudiantes de arquitectura, una visita a Marsella obliga a tomar un taxi y dirigirse al 280 del boulevard Michelet para, unos admirar, otros meramente observar, la Cité radieuse de Le Corbusier. Se trata de un bloque de hormigón con algunas concesiones a lo estético (colores en los balcones, suelos de parquet, vestíbulo con algún que otro detalle conceptual) que intenta “dar aire” mediante unos pilotes que soportan el imponente edificio. Las innovaciones arquitectónicas y urbanísticas siempre tienen una versión pobre. Pasada la borrachera incomprendida de la machine à habiter, los promotores de los 60 y 70 comenzaron a ponerle velas al santo Le Corbusier y, como afirma Félix de Azúa, se inició “el almacenamiento de las masas urbanas en lugares controlables”. No habrá juicio por crímenes de lesa humanidad para aquellos que han colocado toda la basura arquitectónica que se ha levantado y que se sigue levantando en nuestras ciudades. Porque, cuidado con el autoengaño, se puede hacer mejor cuando no se hace en serie y cuando se respeta el espacio (contexto, orografía, materiales) y el tiempo (cultura, tradición) que sirven de fundamento para una edificación. La multiplicación y la copia desprovistas de un asidero con el que vincularse al pasado han provocado la aparición de ciudades extra-radiales en medio de la nada que pronto, tras la instalación de miles de familia, se convierten en una nada compartida, de servicios básicos en los bajos de cada manzana, de parques de suelo de goma (el sufrimiento infantil también hay que asordinarlo) y de una anorexia identitaria, fruta de nuestro tiempo. Como respuesta a toda esta debacle, Arquitectura sin arquitectos. Una breve introducción a la arquitectura sin pedigrí, de Bernard Rudofsky (Moravia, 1905-Nueva York, 1988), es, a pesar de su más de medio siglo, una excelente guía para reflexionar sobre las maneras de construir del hombre como individuo necesitado de un techo y como colectividad necesitada de un espacio común.

Rudofsky tiene 60 años cuando recoge el material para llevar a cabo una exposición sobre “el enfoque discriminatorio de los historiadores” a la hora de no incluir en sus estudios las primeras fases de construcción de la humanidad. Ya había desarrollado su trabajo de arquitecto, pensador, profesor y escritor fuera del corsé habitual. Su particular visión de la modernidad lo lleva a, incluso, cuestionar la validez de la ropa y las modas occidentales. Su mirada controvertida continúa mostrando un camino. El paso del tiempo que separa la inauguración de la exposición en el MoMA de Nueva York (cuyo comisario fue el propio Rudofsky), que dio lugar a este libro y a estas reflexiones, no ha hecho sino enseñar cómo la identificación del arquitecto con el dinero y el prestigio deja fuera de la navaja suiza el problema de la vivienda. Rudofsky habla en su libro de ciudades finitas y vernáculas que se contraponen al “sprowl” imparable de edificaciones, al caos y a la fealdad, a la pérdida de la identidad en el magma de las urbanizaciones con las tripas llenas de coches y a cuyos hogares sólo se accede mediante ascensores y llaves maestras.

En el libro ocupan un lugar central las fotografías que lo ilustran. Los editores se disculpan por la calidad de las reproducciones al no poder haber tenido acceso a los originales. Celebro el sabor de autenticidad que le confiere este hecho al volumen. En estas imágenes se observan construcciones ancestrales en diversos lugares del planeta. A mediados de los 60, su autor ya hacía mención al turismo como plaga (Ryanair no se convertiría en empresa de logística humana masiva hasta comienzos del S. XXI). Cualquiera de estos lugares, fatigados hoy en día por miles de personas, se han convertido en meros receptáculos de memoria sin vida, cápsulas de tiempo; son admirados por el turismo de masas como parque temático o como escenario de fondo para instantáneas para redes sociales. Rudofsky se refiere en el libro a un “Viejo Mundo” (Europa) que aún no se ensuciado con el urbanismo mercantil, utilitario y pro-automovilístico de EE.UU. Celebra las medidas de las ciudades europeas, su diseño y la existencia del concepto vivienda-taller que evita los desplazamientos. Medio siglo después esta admiración recae sobre un continente que se ha fijado demasiado en la praxis arquitectónica y urbanística de Norteamérica. Su autor tiene una admirable y original visión para escrutar el pasado, pero adolece de falta de aliento profético para prever que el sistema de construcción industrial convertiría las ciudades históricas en un burdo remedo de lo que fueron; que el automóvil y sus variantes (metros, autobuses, patinetes eléctricos –epítome del individualismo y de la neo-esclavitud, que no separa entre trabajo y divertimento) transformarían la planificación urbana en un frío juego de tiralíneas donde el ser humano depende cada vez menos de sus propias decisiones y de sus movimientos –si ambas cuestiones no son la misma cosa–; y que el dron (basta con ver cualquier vídeo promocional turístico ahora) y “el centro de interpretación” darán al traste con la silenciosa presencia de estos monumentos anónimos.

Pero, evidentemente, no se trata de un libro que quiera mirar al futuro, sino al pasado. Vemos en él cementerios, casas trogloditas, pueblos colgados de riscos, fortificaciones, soportales, hórreos, molinos, observatorios del cielo, etc. Extrañas formas que demuestran el carácter de durabilidad y de versatilidad que atesoran estas construcciones. Pienso que la verdadera contribución de este libro es la de enseñar la arquitectura vernácula como una necesidad y un vínculo con los ancestros (casi una espiritualidad que traspasa el tiempo y se posa en el adobe, el granito o la arena). Y, por encima de todo, supone la constatación de un cambio de época donde resuenan los estertores últimos de esas culturas antes de sucumbir ante el empuje masivo y democrático del turismo des-letrado.

Entre 1964 y 1965, años en los que la exposición citada arriba tuvo lugar, el mundo del arte y el pensamiento estaba ya mostrando un cambio que cristalizaría en los movimientos obrero-estudiantiles del 68. La producción masiva de las obras artísticas (Marilyn de Andy Warhol) o la denuncia de Marcuse en El hombre unidimencional del auge de una sociedad capitalista de consumismo frívolo, libertinaje moral y anulación del sentido crítico, por poner algunos ejemplos, revelaban los caminos (aún muy verdes) hacia donde se dirigía el mundo. Las nubes venían cargadas de tormentas eléctricas a las que algunos salieron a recibir a las azoteas de sus casas. Rudofsky fue un pensador que, ante la deriva que tomaba las formas de vida en Occidente, supo mirar hacia los pocos vestigios del pasado donde la inteligencia natural de Ser Humano había dejado constancia de su existencia. Las construcciones veránculas, con esas características durabilidad y versatilidad que ya hemos citado, ponían en jaque la actual situación de la arquitectura, con una silenciosa pero evidente desustanciación. El libro de Rudofsky, con sus fotos y con sus breves textos cargados de una ironía, suave, como de brocha de afeitar de pelo de castor, resulta un valioso documento para pensar no sólo la arquitectura sino también el resultado obtenido a partir de anular la presencia de la vida en sus construcciones. El autor cita entre sus páginas al arquitecto persa Jamshid Kooros que dice: “el albañil, a pesar de sus limitaciones, encontrará posibilidades ilimitadas, diversas armónicas; mientras que un arquitecto moderno, a pesar de todos los materiales y sistemas estructurales disponibles, solo produce monotonía y disonancia, y en gran cantidad”. Basta con salir a pasear un rato.

Según Vitrubio, las cualidades de un arquitecto han de ser “que debe saber escribir correctamente, ha de ser experto en dibujo y sabio en geometría, que debe conocer muchas historias y sucedidos, que ha de escuchar atentamente a los filósofos, que ha de conocer la música y algo de medicina, así como leyes, y desde luego ha de saber leer en los astros y estar familiarizado con el sistema celeste”. En un último intento de pronunciarse al respecto, en una especie de grito de auxilio que lo hermana con el Modernismo, casi último bastión en el que se defendió el vínculo entre Hombre y Naturaleza, entre Hombre e Historia, Bernard Rudofsky ofrece las vidas silenciosas y las obras de aquellos arquitectos anónimos que, sin escribir correctamente, es probable que cumplieran con todo lo demás.

Arquitectura sin arquitectos. Una breve introducción a la arquitectura sin pedigrí (Pepitas de Calabaza, 2020 | Bernard Rudofsky | Traducción de Enrique Alda | 144 págs. | 19,50 €

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