JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | Los aforismos están de moda. Desde finales del siglo pasado, este género, uno de los más difíciles y raros de la literatura, ha experimentado una revitalización evidente. Revistas (Quimera, Clarín…), editoriales (Pre-Textos, Cuadernos del Vigía, La Isla de Siltolá, Renacimiento…), autores (Ramón Eder, José Mateos, Carmen Camacho…), premios (José Bergamín, Rafael Pérez Estrada, La Isla de Siltolá…), estudios y antologías, han consagrado nuevos espacios a una de las formas (o fórmulas) más breves de la escritura. Sin embargo, escribir aforismos (o como quieran sus autores llamarlos) es una práctica que goza de una profunda raigambre en la tradición literaria y filosófica, aunque casi siempre considerada dentro de la obra de quienes la han cultivado como algo adyacente: una práctica situada en los márgenes del canon. Su definición, además, no celebra consensos y a su práctica, que requiere precisión en el manejo del lenguaje, sabia utilización de los recursos retóricos y concisión argumental para plasmar la idea en pocas palabras, se han apuntado no pocos escritores y escritoras que acopian y dan a conocer sus más atrevidas ocurrencias.
Mucho por poco, más por menos es, por tanto, la divisa de estos textos fronterizos que se acomodan bien al ritmo de vida -siempre con prisas y sin demasiado tiempo- de un buen número de lectores de nuestra época. Sobre estos parámetros, una de las editoriales que muestra un loable empeño por revitalizar esta forma literaria, emparentada con la poesía y el ensayo, es la sevillana La Isla de Siltolá. Y lo hace tanto con la publicación de autores más o menos jóvenes (Isabel Bono, Antonio Rivero Taravillo, Ana Pérez Cañamares, Vicente Luis Mora, Victoria León…) como con la recuperación de escritores consagrados y ya fallecidos como Juan Ramón Jiménez o Luis Rosales, si bien en estos dos últimos casos los aforismos o las ideas líricas son extraídos del corpus de su obra por sus compiladores, José Luis Morante y Enrique García-Máiquez, respectivamente. En esa línea, pero como obra independiente, se rescata ahora, de la mano de su amigo el poeta gaditano José Ramón Ripoll, una selección de los aforismos -él los llamaba aerolitos- de Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923-Thézy-Glimont, 2010).
La antología, corta por los rigores de la edición, la hace Ripoll sobre las colecciones de aerolitos ya publicadas por Ory a lo largo de su vida. Un poeta francés discípulo de Max Jacob, Marcel Béalu, fue amigo en París del gaditano y de su primera mujer, Denise Breuilh. Tenía una librería, Le pont traversé, en una carnicería antigua en rue Vaugirard, 62, una pequeña calle del Barrio Latino. Había fundado, junto a René Rougerie –que había sacado los veinte poemas de Cantilènes en gelée de Boris Vian en 1949- la revista Réalités secrètes, en la que Ory colaboró con frecuencia, en 1955. Gracias a Béalu, que hizo el prólogo, y al sueldo de Denise, Ory pudo publicar sus primeros Aérolithes en 1962 en una edición francesa. Fue Denise quien le sugirió el título: “Ce sont des pierres qui tombent du cielé Appelle-le ‘Aérolithes’”. Ella misma los tradujo al francés con Rougerie de Limoges como editor. Los aforismos del libro, sacados de las miles de páginas de su Diario -durante más de medio siglo, Ory registró su vida en decenas de cuadernos con tapas de hule negro-, fueron publicados por vez primera en español en Cuadernos Hispanoamericanos en enero de 1965. Luego volvió a aparecer una selección en el volumen que, bajo el título general de Poesía, preparó Félix Grande en 1970. Diez años más tarde, Gustavo Correa incluye una nueva colección de estos mínimos gestos textuales, en su Antología de poesía española. Por fin, en 1985 aparece en España una cuidadísima edición de Aerolitos, como libro propiamente dicho, y en 1990, nos encontramos con una importante muestra aforística en Metanoia, antología de Carlos Edmundo de Ory, bajo el cuidado de Rafael de Cózar. En 1995, Ediciones Libertarias publica Nuevos aerolitos y en 2006, Calambur ofrece una importante y extensa entrega titulada Los aerolitos, que reedita seis años más tarde, en 2011, con prólogo esta vez de Félix Grande, como conmemoración del vigésimo aniversario de la editorial, unos meses después de la muerte del poeta gaditano. Anteriormente, en 2009, el propio Ory da a conocer sus Novísimos aerolitos en una bellísima edición de la Fundación Cesar Manrique ilustrada con dibujos de su esposa, la pintora Laura Lachéroy. Durante todos esos años, varias revistas literarias insertaron entre sus páginas aisladas colaboraciones «aerolíticas» que, haciendo gala de su materia y naturaleza, irrumpían inesperadamente en el lineal y, a veces, monótono timbre de nuestra poesía contemporánea.
En mayo de 1964, un Pere Gimferrer exultante tras su lectura en francés escribe a Ory: “Adoro tus aerolitos, que no renegaría aquel gran poeta americano que se llamaba Cummings ni tampoco, claro está, los consabidos Apollinaire, Jarry, Desnos o Raymond Roussel. Y acaso también la sombra vegetariana y empelucada de William Blake merodee en traje adánico por tus Hespérides…. Rituales y jocundos, tus aforismos evocan el bárbaro refinamiento de un Tupac Amaru solar”. Y unos meses después, el 26 de junio de 1964 es Félix Grande el sorprendido: “Aún no había leído completo Aerolitos. Acabo de leerlos. Estoy anonadado. Asustado… feliz. Es terrible la tumultuosidad, la libertad, la profundidad, la originalidad, la claridad de tu conocimiento, de tu dolor, de tu alegría, de tu trabajo”.
Años más tarde, Roberto Bolaño los lee y los relee y le escribe acerca de su impresión: «Me han parecido magníficos, hermosos, inquietantes, como sombras desolladas (iba a decir adolescentes desollados, pero su velocidad los hace más similares a las sombras). Además, creo que están escritos desde la serenidad, aunque no rehúyan un cierto aire perplejo. En fin, los he leído con placer. Su lectura me ha hecho reír y me ha hecho pensar y si un libro me da eso ya no le pido nada más. En algunas películas –y en algunos libros, creo- cuando los buenos comedores quedaban realmente satisfechos con la comida entraban a la cocina, felicitaban al cocinero, luego bailaban un vals con él y luego lo besaban y salían a la calle felices. Después de leer los Aerolitos me hubiera gustado darte un beso y bailar un rato contigo». Y tras señalar el magnífico humor de muchos de esos breves y personalísimos aforismos, asevera: «Debería ser un libro de lectura obligatoria en las escuelas (aunque obligatorio suena a clavos de Cristo, cómo puedo escapar de aquí). Bueno, quitemos ‘obligatorio’. En mi escuela nocturna lo leo y lo releo: de tres a cuatro de la mañana».
Tres apreciaciones sobresalientes -Gimferrer, Grande, Bolaño- que sirven para subrayar la importancia de la obra aforística de Ory en el panorama de las letras españolas. Por eso esta nueva selección -agotadas las anteriores- viene a ocupar el espacio necesario del recuerdo y la reivindicación de un autor iluminado. Va precedida de una breve, pero aclaradora y elocuente introducción del propio José Ramón Ripoll. Como el antólogo señala, Carlos Edmundo de Ory es, antes que nada, un poeta transgresor, visionario y experimental. Algo que tiene mucho que ver con esta faceta de su obra que La Isla de Siltolá republica. Su amigo, el mallorquín Cristóbal Serra, aseveraba que difícilmente encontraremos aforismos en quienes no son poetas. Por eso, aunque Ory es autor además de relatos y de una novela, sus aforismos tienen mucho que ver con su poesía. Precisamente, el poeta gaditano, como recuerda Ripoll, llamaba aerolitos a esos fugaces instantes de conciencia representados por frases aparentemente inconexas que, desde el espacio caótico del pensamiento, caen sobre el papel tras un viaje milenario. Son formas perdidas en el sueño, experiencias acumuladas de lecturas, luces de la observancia que van configurando en su esparcimiento el extracto apriorístico de su poesía.
Los aerolitos oryanos, que encuentran su precuela en el Postismo y su secuela en las Proposiciones del Atelier de Poésie Ouverte, tan influidas por el Mayo francés, son, en definitiva, segmentos lingüísticos breves e intensos, a modo de sentencias y aforismos, que presentan, desde un significante inconexo y desde un significado paradójico, un instante de lucidez. José Ramón Ripoll señala su impronta radiante, luminosa y vívida. Ya en su Diario, Ory teoriza sobre la especificidad del discurso de sus aerolitos. Los llama «perlas del cráneo llenas de corazón». Y es que estos aerolitos, cuyo referente más alejado se encuentra en la literatura gnómica medieval, no son un mero artefacto conceptual, simple labor de orfebrería inteligible, sino que surgen de la emoción, del sentimiento y de la experiencia interior. Rehúyen el discurso intelectual y se sitúan como discurso periférico. Discurso poético o visceral, onírico o absurdo, donde el juego, el humor y la experimentación lingüística son los ingredientes que lo definen. Estos que ahora reúne Ripoll tratan desde cuestiones puramente metapoéticas hasta metafísicas, pasando por referencias sociales, culturales o religiosas. En ellos, Ory desvela todo su pensamiento y muestra sus referencias -profundas, lúdicas o melancólicas- a través de tres rasgos distintivos: el estético («La música se come con las orejas», «El oro es la basura del sol»), el intertextual («Si lloro, es porque tengo lágrimas», «Oigo sirenas en la noche, luego existo») y el minificcional («Yo veo molinos de viento en los gigantes», «Durante la oscuridad de la noche, los espejos duermen con los ojos abiertos»).
Como suele ocurrir con toda la obra de Ory, sus aforismos obedecen también a un proceso acumulativo -a un work in progress, dice Ripoll-. Fruto del mismo, buena parte de sus materiales narrativos (novela o Diario) eran reutilizados y acababan convirtiéndose en cuentos o en aerolitos. Ese modo de trabajar exigiría que esta selección que acaba de ver la luz en La Isla de Siltolá sirviera de pórtico a algo más ambicioso: la realización del corpus completo de los aerolitos, tanto los publicados como los inéditos o no recogidos en libro. Y también un exhaustivo y meticuloso seguimiento de esos probables deslizamientos textuales (sobre todo de su Diario o de su correspondencia a sus aerolitos). En general, en casi todos los textos de Ory, el escribir aparece como una instancia en la que se exhiben las modalidades del reescribir, perturbándose así su pertenencia a un género determinado.
Contundentes y memorables, los aerolitos del poeta gaditano suponen un acercamiento poético a una existencia de la que el escritor difícilmente puede desligar su engranaje verbal, es decir, su estilo. Y su hechizante personalidad. Así, a él le gustaba en buena compañía citar algunos: «La imaginación, esa esponja del infinito», «Estoy construido de sabor de sueño», «La poesía es un vómito de piedras preciosas», «Sólo me comprenderá quien sea más loco que yo», «Que me entierren vestido de payaso» o «La palabra poeta es una falta de ortografía de Dios». Al leer esta selección de José Ramón Ripoll, intencionadamente arbitraria y desordenada (no hay referencias de la procedencia ni a la fecha de cada texto), tendremos la oportunidad nada desdeñable de situarnos al lado de la voz humana de un poeta para quien la risa, la locura, el disparate y la ternura, eran signos distintivos de la libertad total y de la única vida.
Aerolitos (La Isla de Siltolá, 2019) | Carlos Edmundo de Ory | Edición de José Ramón Ripoll |80 páginas | 12 euros