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La isla en peso

 thumbnail_LA ISLA DE LOS CONEJOSCuando a la madrugada la pordiosera resbala en el agua

en el preciso momento en que se lava uno de sus pezones,

me acostumbro al hedor del puerto,

me acostumbro a la misma mujer que invariablemente masturba,

noche a noche, al soldado de guardia en medio del sueño de los peces 

Virgilio Piñera

 

 JABO H. PIZARROSO | Los cuentos que Elvira Navarro reúne en esta Isla de los conejos son músculos contracturados. Un músculo se contractura cuando sus fibras, o algunas fibras que lo componen, reducen su extensión y se “apelotonan”, es como si se anudaran, a causa de un esfuerzo continuado, un estiramiento imprevisto, un mal gesto, una actitud corporal no premeditada. La zona visible bajo la que esa contractura se produce presenta un abultamiento anormal. Un cuento es el abultamiento anormal de una contractura de la realidad. La realidad se contractura cuando hace un esfuerzo continuado para asegurar su permanencia, y lo que aparece en el mapa corporal de la representación literaria es un cuento, un ramillete de cuentos, un grupo de cuentos, como sucede aquí.

Hay todo tipo de teorías en torno a la causalidad, o, mejor dicho, la constelación de causas que explicarían el fenómeno contractural. Una de las estrellas de esta constelación es aquella que comprende la contractura desde el mecanismo de defensa. Desgaste óseo, problemas vertebrales frente a los que los músculos, las fibras musculares, reaccionan creando pequeñas almenas de carne, nodos abultados que aseguran la protección de los puntos flacos en los que el organismo apreció una carencia, una falla, un prolapso errante, algún indicio de prematura muerte. La contractura como fenómeno fisiológico es tan compleja e interesante para entender una enfermedad, una desviación, una llamada de atención, como el cuento lo es para comprender el mundo, tus ojos. En el fondo, una contractura también es un enigma, un misterio. Porque un cuento es una utopía. Un cuento es saber que debes seguir caminando en la incertidumbre, en la desconfianza que provoca el no saber, el no encontrar motivos, el desconocer las normas que agitan las coordenadas que el cuento te va presentando a medida que entras en él como en una casa antigua en la que nunca has estado, y de la que no tenías noticia, lugar que nunca apareció en los mapas, espacio sin previa memoria en tu experiencia, isla sin Viernes.

Frente a los locales se disolvían lentamente, como se consumen las brasas de un cigarro arrojado a la calzada, los grupos de gente que habían salido a cenar.

Navarro es precisa en su comparaciones, en el detallaje de las imágenes que nos transportan al lugar exacto donde la narración se abre a un espacio que se catapulta desde la normalidad, con destino al desconcierto de lo imaginativo. En todo caso esta es una pulsión constante, que aparece en casi todos los cuentos, y que cuestiona lo real de una manera quirúrgica, entomológica. La escritura de estos relatos supone una nueva lectura del hecho real y a la vez alejada de él, pero que abre los ventanales de su convención para desestructurarlos, para poder comprenderlos desde las comarcas de la ficción más bruta, más genuina.

Agosto tuvo la intensidad de toda la infancia.

Elvira clava momentos, frases de fastuosa sencillez que agudizan el saber puntilloso de los mundos recreados en sus relatos, líneas narrativas que atraviesan el alma del lector como el punto el corazón, en palabras de Gorki a Isaac Babel. Arqueologías de la escritura que nos dictan normas y nos abren caminos de sospecha o caminos cerrados, lugares en los que lo enigmático tiene esa poderosa facultad desconcertante que se aleja de la lógica y de la racionalidad narrataria, que se aleja de los populismos narrativos, pasto de mucha pasta literaria actual.

El archiduque jugaba a cazarlas. Ellas se arrastraban hasta que las atrapaba; entonces el criado aparecía y participaba de la orgía. Al día siguiente las infelices, con las piernas quemadas por la cuerda y los muslos sucios de sangre seca, eran devueltas a sus familias junto con viandas, dinero y una recomendación de puño y letra del archiduque para que se presentaran como candidatas al servicio de las familias pudientes del lugar.

Entre Canino y Langosta, Elvira Navarro con su Myotragus de La isla de los conejos, al igual que Lanthimos en las películas citadas al comienzo de esta línea, escarba los paneles de la realidad y desabriga el naturalismo para abrir los imprevistos fantásticos a los que nos somete la gastada ceguera de la lógica soluble de la mirada narradora y sus convenciones. Veo tantas similitudes entre el cineasta griego como encuentros con esta escritora. Encuentros en las luminosas comarcas de la representación actual de muchas realidades desde mundos narrados que abren párpados a los vaguadas exploradas con mayor certeza que las visiones abiertas por la representación clásica realista y el género fantástico que revierte las cosas. Y no se queda en la inquietante epifanía que puede surgir de la cotidianidad, algo que hacía magistralmente el realismo sucio de Raymond Carver, sino que apura el caldo de la copa de lo conocido con un lenguaje que ya inició en su tiempo un narrador -cineasta como Rainer Werner Fassbiner en películas como Miedo a devorar alma. El poso referencial de una cinematografía actualizada a lomos de esta manera de narrar, es otro de los bienhaceres que destaco de este libro.

En resumen, el estilo de esta autora en este libro es un algo que mastica las historias hasta convertirlas en sendos bolos alimenticios de los que extraer los nutrientes del sentido, un sentido que se aleja de las tierras baldías de lo moral como la bajamar huye de las ondarretas a altas horas de la tarde, y posa conchas marinas en la arena húmeda que no ven los ojos y que se clavan a las plantas de los pies cuando las pisamos, cuando las leemos.

En aquella época se abría paso esa facultad que le detenía en mitad de la calle por haber oído un susurro, o por sentir un calor persistente en el hombro izquierdo cuyo foco no estaba en sus huesos ni en su carne, sino que venía de fuera, que tenía la materialidad de una mano, aunque no encontrase sobre su clavícula más que el polo granate y esa persistencia.

¿Y qué hay en los mundos de los cuentos de esta escritora? Existe en cada uno de los mundos a los que resbalamos desde las líneas de cada cuento como si cayéramos por un túnel oscuro a la velocidad de la luz sin posibilidad de vuelta, una inquietud que se acerca al terror, porque descendemos a esos escombros de la realidad imantados desde unas frases perfectamente pertrechadas, caemos a ese momento en el que la realidad expone sus pezuñas ante nuestros ojos en forma ya no de seres fantásticos pero sí de momentos de posibles muertes, de protuberantes dolores, como si fuéramos unos niños ingenuos a los que alguien metió en el agujero de los relatos como quien mete una rana en un pozo estrecho y la abandona para siempre en ese lugar, habitación cerrada en la que una bombilla de lógica a veces se apaga, en la que un led de certidumbre a veces se enciende, en la que en un rincón aparece a tiempo una pata de conejo, porque dos más dos no es otra cosa que un triándulo, ya nos lo explicó Cortázar.

La isla de los conejos (Random House Literatura, 2019) | Elvira Navarro | 160 páginas | 17,90 €

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