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La letra con sangre entra

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JOSÉ MANUEL GARCÍA GIL | María Alcantarilla (Sevilla, 1983) es, quien la conozca bien lo sabe, una persona políticamente incorrecta, irreverente, alucinada y alucinante, inconformista, cariñosa, inteligente, deslenguada, polifónica y poliédrica, incorregible, vulnerable. Es nerviosa e inquieta. Un TDAH de cuando no había TDAH. Aunque a su estilizada figura lo que mejor le cuadra es aquello que Woody Allen decía de sí mismo en Scoop: «Yo nunca he aumentado un gramo. Mi angustia me hace de gimnasio». María Alcantarilla tiene un sentido sacralizado de la amistad, de la infancia, de la literatura, de la relación del hombre con la naturaleza, con los animales, con la vida. Siempre pensé que si hubiéramos compartido infancia, algo imposible porque ella es infinitamente más joven, y fuese yo el capitán de uno de los equipos de mi clase (de plástica, de literatura, de cualquier juego bárbaro de esos que ideábamos en los recreos) la hubiese elegido siempre en primer lugar. Porque es como la teniente Ripley de Alien. Al final solo sobreviven al monstruo, ella y su gato (sus gatos, en este caso). Tiene, como en el verso, la obstinación del cactus y la frescura del helecho. Ella es una cuestión de temperamento, antes piel roja que séptimo de caballería, antes instinto que urbanidad. Después de conocerla, de abrirnos su puerta  -en la que si uno afina la vista se lee: queda terminantemente prohibido ser tibio- uno ya no sale como entró.

Y si María Alcantarilla contiene multitudes, su obra artística, por pura correlación de fuerzas, es también inmensa. No me refiero, claro, a su cantidad sino a su calidad: estilo, inteligencia, ambición, artesanía, riesgo, son cuestiones que la han convertido en una de las voces más poderosas y singulares de su generación. Una voz que nos lleva a sus lectores a estremecernos y a confrontarnos con nosotros mismos y con nuestro entorno. Y eso ocurre en sus poemarios –Ella: invierno (2014) y La edad de la ignorancia (2017, Premio Internacional de Poesía Hermanos Argensola)-, en su novela –Un acto solitario (2017)-, en sus fotografías, en las combinaciones, variaciones y permutaciones de imagen y palabra que en su obra forman un torbellino donde la razón y los sentimientos, lo real y lo imaginado, el yo hacia dentro y su proyección hacia fuera se trenzan de un modo verdaderamente extraordinario.

Y así ocurre también en este nuevo libro que acaba de publicar, en la Colección Vandalia, la Fundación José Manuel Lara y cuyo sugerente título, Introducción al límite, no es sino la constatación de que somos seres fronterizos. Ya Platón postula que el ser humano tiene un alma con una parte racional, una parte irascible y otra concupiscible, que le permite vivir entre el mundo sensible y el mundo inteligible. Tenemos que vivir el uno y el otro. Y entre ambos, entre lo físico y lo metafísico, los límites existenciales, los propios límites de María Alcantarilla, pero también los nuestros: la muerte, la culpa, el dolor, la enfermedad. Las situaciones que no podemos cambiar y que nos pueden llevar al precipicio, pero también a ser más nosotros mismos. John Berger, que murió hace un par de años y cuya manera de entender el arte, sus modos de ver, me recuerdan mucho a esta autora, ya decía que la escritura es al mismo tiempo un vínculo y una barrera. Y estas dos ideas están muy presentes en este libro donde esos límites dejan de ser muros para finalmente ofrecerse como puertas.

María Alcantarilla nos habla del dolor porque, en definitiva, es lo que está en la base de toda obra literaria. Más aún: de todo arte. Más aún: de toda actividad humana. El arte en general, y la poesía en particular, son armas poderosas contra este viejo enemigo y la poeta las utiliza para defenderse o acompañarse de lo que desde el principio declara: «El dolor de hoy que me reclama,/ vivo como ayer, y me retuerce». Será la progresiva construcción de su subjetividad, conforme el lector avanza, la que resitúe ese dolor, lo confronte con el mundo y lo disuelva o reformule. Ella sabe, y es una suerte para sus lectores, que escribiendo llega a mucha gente porque la experiencia del dolor es la experiencia de todos. El compadecer con uno mismo, y con otros, y construir o, simplemente, sobrevivir, hace que el dolor destructivo se convierta en sufrimiento constructivo. En estos poemas aprendemos a pasar de la sorda desesperación al sufrimiento oyente, y convertir así ese sufrimiento en expresión de sabiduría.

Un dolor, por tanto, no descarnado entendido, dice la autora, como «silencio, ausencia o palabra», sin caer en sentimentalismos ni victimismos, es el sentimiento que vertebra las cuatro partes de este poemario: «Umbral», con un solo poema que funciona como frontispicio y declaración de intenciones; «Proyección de perspectiva», un grupo de ocho poemas donde el último, el más largo, es quizás uno de los mejores textos que yo he podido leer en estos últimos años; «Punto de fuga» y «Un segundo después», con trece y diez poemas, respectivamente. Todo ello articulado de un modo coherente y con sentido -con dirección y con sentimiento-, con alusiones a su pasión por la fotografía y alternando poemas breves y largos y prosas poéticas. Un mapa textual en el que encaja a la perfección un meditado «viaje» desde la muerte al nacimiento de la persona. Porque, también venir al mundo es violencia, como salir de él e incluso permanecer en la vida, puesto que es la muerte de otros lo que nos alimenta y toda violencia entraña perdida. Ese es el pacto que sellamos con la existencia. Y la pérdida es dolor, hasta que la aceptamos, o hasta que entendemos que en realidad nada podemos perder porque la vida no es ninguna pertenencia como se desprende de la cita de Edmond Jabès que abre el libro.

La de María Alcantarilla es una mirada superadora de todo eso. Introducción al límite ofrece a quien padece ese dolor la posibilidad de convertirse en un ser abierto, pleno, aunque inicialmente le haya provocado desconcierto, clausura, angustia, incluso desesperación. Puede nacer un nuevo yo más humano, menos seguro de sí, más consciente de la necesidad de los demás. Es la conducta del Iván Ilich de Tolstoi cuando declara: «En lugar de la muerte había luz”. O la de la definición del sufrimiento de Albert Camus como un “agujero por el que entra la luz”. Ambas citas desvelan la posibilidad de superar el absurdo tras la búsqueda personal.

Y la creación poética es esencialmente esa búsqueda, y en esa búsqueda, el lenguaje, es su punto de partida, como constructor germinal de identidad en un recorrido que en el libro de María Alcantarilla discurre por la naturaleza humana a través de la vida, la muerte y el dolor. Y esa fuerza de cohesión, sin duda la que más importa, proviene, a la vez, de la creación de ese lenguaje y del magnetismo que en el poema generan sus resonancias y el impacto de sus asociaciones e imágenes. Pero también de la capacidad del poema para enfrentarse a la realidad independientemente de los recursos que su mano pone en juego para abrir un ángulo de tensión con dicha realidad. El punto de partida de la poesía es el lenguaje, pero también su punto de llegada. Sobre él se abren los caminos que traza. Son las palabras de la autora, con sus heridas, cicatrices, hematomas, las que nos conducen con su inagotable capacidad de sugerencia, con sus profundas y casi inaprensibles sutilezas, a ese lugar de donde la poesía extrae sus filos y desentraña su poder y su fuerza. Así el poema, mediante su particular alquimia, nos lleva a asomarnos a nosotros mismos y a descubrir lo que de otro modo no podríamos entrever ni tocar. Se trata de vincular al hombre con todo lo que su olvido ha relegado, por quitarlo de la distracción en que vive, por plantearle las preguntas decisivas, por darle seriedad a las palabras, por apuntar hacia un vivir auténtico. Una operación de rescate o de limpieza. Para contribuir con ella, María Alcantarilla decide no dar la espalda a las emociones y sentimientos que nos negamos o nos autocensuramos y que indefectiblemente envuelven al ser humano. Ella tiene que hablar y habla desde la ruptura para hallar tras esa ruptura a un hombre nuevo.

Aquí están las revelaciones del inconsciente, la intimidad de ciertos asombros o de esas imágenes tan vinculadas al trabajo de la autora con las artes plásticas, los desdoblamientos de personajes (el sano y el enfermo) y de voces -la de su madre- el sueño y la vigilia, la luz y la sombra, la aparente felicidad y el desamparo, la inevitable sensación de orfandad y la familia que no elegimos, las experiencias que solo un niño puede tener, antes del pensamiento, del juicio y del lenguaje. Aquí están los genes del alma, la enfermedad y la pérdida, el miedo y la soledad, el dolor físico y el dolor emocional. Todo son el otro lenguaje, el otro modo de estar y de entender. Es como una especie de mundo especular donde cualquier elemento de este mundo tiene un reflejo, un correlato anterior y posterior, como si fuera un juego de coordenadas, de relaciones sutiles. De pronto esa voz que aparece dentro de un sueño se vuelve la voz que aparece dentro de un poema, pero a su vez ese poema es otra voz que hace que aparezca un nuevo poema. ¿De dónde viene la primera voz, la primera imagen?

El material, por supuesto, es la propia experiencia de la poeta. No podía ser de otro modo. El pacto entre el lector y el libro no soporta otra tinta que no sea la sangre de su autora que certifica de alguna forma que lo que aquí se escribe es urgente de leer como fue urgente de escribir. Siempre he pensado que el poema se cumple cuando logra despertar en sus lectores el reflejo de un pensamiento perdurable. Es un acto de comunicación pero también de construcción de lo que somos a pesar de nuestros escombros o con ellos a cuestas.

Lean este libro y sientan cómo al finalizarlo, si es que se puede finalizar un libro de poemas, un río nostálgico y liberador les recorrerá la sangre. Inmiscúyanse en la memoria como un bálsamo que arrastra imágenes de tinta y sientan el dolor de tantos rostros perdidos, de tantos rastros desaparecidos, de tanto sueño frustrado. Mezclen los blancos y los negros que en él aparecen. Manchen y mánchense la ropa de palabras, de necesarios paisajes. Conjuren pérdidas y fantasmas. No se queden con el discurso legítimamente aceptado, anímense a romper de verdad el aislamiento, inclusive en su familia, inclusive en su pareja. No cambien así como así lo esencial por lo transitorio. Discutan. Discutan el sentido utilitario de la vida ordinaria. Levanten las persianas y levanten la mirada. Dibujen la calle, cualquier calle. Imagínensela como si fuese suya. Desacomódense. No se maltraten. No maltraten. Huyan y regresen las veces que sientan. O no regresen. O no huyan. Conmuévanse. Que no lo convenzan más. Griten. Rompan la pesadez del silencio obligatorio. Rompan el cielo indeciso. No se resignen. No se enfríen. No se congelen. No se queden inmóviles. Pónganse en pie tras la caída. Construyan un tiempo nuevo. Piensen en la tan desatendida esperanza. Como una lente maravillosa si acoplamos nuestros ojos en ella. Entonces seremos el viento arremolinado que todo lo arrasa. Y seremos la vida que aparece en estos poemas. Y seguiremos siendo, porfiadamente, ese pedacito inamovible de dignidad inquebrantable que es la mano de quien lo ha escrito.

Introducción al límite (Fundación José Manuel Lara, «Colección Vandalia», 2019) | María Alcantarilla |96 páginas | 11, 90 euros.

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