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La memoria de los nietos

La central de fríoROSARIO PÉREZ CABAÑA | Que las guerras nunca terminan lo sabemos bien. Más allá de los tratados de paz, queda la memoria, la propia o la ajena, ese magma que sigue destellando allá a lo lejos cuando el volcán duerme su sueño con un fondo, pongamos, de idílicos amaneceres u otras lindezas paisajísticas. Esa piedra fundida se integra en las costumbres, en los miedos, en la rabia; atraviesa generaciones; genera historias que se estudian en los manuales, y en ocasiones crea obras de arte. Inka Parei (Fráncfort del Meno, 1967) pertenece a la que se ha llamado «La generación de los nietos», aquella que no conoció la Segunda Guerra Mundial, pero palpó, eso sí, el vacío, el silencio familiar de quienes no querían recordar. Aquella que vivió la crudeza del «otoño alemán», la caída del muro, y utilizó la palabra para darle forma comprensible a esa nueva Alemania. «Ahora bien, cuando se emplea la misma lengua en dos mundos distintos, ¿se puede seguir confiando en ella?», se pregunta el protagonista de esta novela.

Desde la caída del muro, se esperó con impaciencia la visión real del Este. Y se produjo un interesante movimiento literario entre aquellos jóvenes ávidos de estrenar su libertad ataviados de domingo con la palabra escrita. Aunque, obviamente, la literatura es literatura y lo real quién sabe. Es el caso de Thomas Brussig, quien con su Avenida del sol tradujo en clave humorística la existencia del alemán oriental. Desde un enfoque más pesimista lo hicieron Ingo Schulze o Angela Krauss. Katrin Askan utilizó una óptica más neutra y objetiva; y tampoco faltó la mirada alegórica, como en el caso de Jenny Erpenbeck. Pero también los herederos del Oeste rastrean su propio pasado oscuro y las penumbras de la reunificación. Nombres como Julie Zeh, Inka Parei o el bernhardiano Andreas Maier conforman esa visión en la que, desde el otro lado de la pared, Berlín se convierte en una constante presencia ficcional: la ciudad no solo como espacio, sino como narrador, como personaje, como tiempo simbólico que desvelan la asunción del pasado y del presente. Sin duda, era necesario vencer a la amnesia.

Después de La luchadora de sombras (2002), ganadora del prestigioso premio Ingeborg Bachmann, y El principio de la oscuridad (2007), novelas editadas por Acantilado, Inka Parei vuelve de la mano de la misma editorial con La central de frío. En las tres entregas, la autora trabaja con contención enérgica la memoria del pasado reciente de su país mezclando lúcidamente la Historia con la historia. En esta última, ya adelanto, encontrarán sobriedad, asfixia, musculatura sin grasas añadidas. Una narrativa ágil, inquietante y, sigo adelantando, muy recomendable.

El protagonista de la novela nació en la RDA y fue mecánico de la planta de refrigeración del periódico Neues Deutschland, el órgano oficial del Partido Socialista. Refugiado en el sur de Alemania desde dos años antes de la reunificación, rastrea veinte años después su propia ciudad, ahora desconocida, tan desconocida para él como su propia vida. El detonante de la historia es una llamada telefónica de su ex mujer, enferma de cáncer, quien le pide que viaje a Berlín y la ayude a averiguar si su enfermedad puede tener relación con un camión procedente de Ucrania que estacionó en la central de frío del periódico en el que trabajaban ambos, justo después del accidente nuclear de Chernóbil. Para ello debe buscar a un antiguo compañero al que creyó muerto en extrañas circunstancias y que ahora sospecha que pueda estar vivo, el único hombre que podría desvelar qué ocurrió exactamente en aquellos extraños días. A partir de ahí, la historia es una búsqueda fragmentada de respuestas a través de recuerdos del pasado y pasajes de un presente igualmente nebuloso. El relato introspectivo, el thriller laboral, la revisión histórica, el reencuentro con la ciudad, con los compañeros de trabajo de entonces, con el propio fracaso personal van trazando un itinerario disperso y turbador, como sus propios pensamientos. Un viaje que es un retrato grisáceo y sórdido a través la sombra del pasado, el viaje de un hombre que busca respuestas y encuentra dudas.

En la novela, estructurada a través de constantes anacronías que combinan retazos de memorias y fragmentos de presente, se mastica una insistente sensación de asfixia, un latido de amenaza constante potenciado por la concisión argumental, por los pulsos de acción infructuosos y por las reiteradas referencias a la opresión, al miedo, al frío. Producir frío fue la labor para la que nuestro protagonista fue reclutado sin convencimiento alguno en su temprana juventud. Producir frío, es extraño, sí. Eso es lo que parece producir la sensación de los recuerdos de alguien que fue formado, como tantos, para olvidar su individualidad y entregarse al servicio de la colectividad sin entender para qué. La historia, en el fondo, no deja de ser el retrato de un hombre que se mira en un espejo díptico que le devuelve su rostro en las dos lunas, la del Este y la del Oeste, «dos mundos que se englobaban mutuamente, que dependían uno del otro y que por sí solos jamás habrían llegado a ser lo que finalmente han sido».

Escrita con la implicación de la primera persona, La central de frío lanza una mirada desapegada, carente de sentimentalismo, un esbozo de la frialdad en las relaciones humanas que no anula, sin embargo, el compromiso moral, la lucha del individuo en su soledad, la solidaridad. Un interesante ejercicio de contención que derrocha buena literatura. En fin, una novela que, a pesar de su apagado cromatismo, de su simbología a ratos glacial, a pesar de su título, no nos deja fríos.

La central de frío (Acantilado, 2017), de Inka Parei | 192 páginas | 16 euros | Traducción de Roberto Bravo de la Varga

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