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La niña que no tenía dónde sentarse

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ILYA U. TOPPER | «Ser niño es una desgracia. Ser un niño católico es una gran desgracia. Ser un niño católico irlandés es la mayor de las desgracias». Así empieza, recuerdo, la novela Las cenizas de Ángela de Frank McCourt (1996). En cambio, si bien ser niña es una desgracia, ser una niña católica andaluza no es para tanto: lo de católico se queda, esencialmente, en que te manden al colegio de monjas. Y que te toque quedarte de pie en la primera comunión.

La desgracia, en este caso, está en llamarse Ramona Ucelay, con U de última. La U es una letra que viene muy atrás en el alfabeto, y por eso la niña siempre es la postrera de la fila y no le toca ya canto del banco y tiene que disimular, encima, para no dejar mal a las monjas en plena ceremonia del cuerpo de cristo.

Al final, la niña se queda hecha un cristo. Porque la vida, nos da la impresión, siempre le reserva el último sitio, o el lugar sin sitio: ni aparece en el álbum familiar, porque sus padres ya se hartaron de hacer fotos a sus dos hermanos mayores. Y ella no se queja. No se queja de nada, intenta que la vida pase de ella y nadie se fije en que no tiene dónde sentarse.

No me he enfrentado a nadie en la vida. Si lo hubiera hecho, les habría dicho a las niñas del barrio que llamaban al portero automático de mi casa para llamarme chochoputa que eran mongolas (…). Y así, iría una por una a cada persona que me ha amargado la vida, a decirles lo que pienso de ellas. Pero no lo hago.

No lo he hecho hasta ahora, habrá querido decir. Porque ahora sí lo hace, de forma retroactiva. Ramona Ucelay, veinte largos años más tarde, se ha cambiado el nombre, se hace llamar Rosario Villajos (Córdoba, 1978, pone en su carné), y por fin se toma la revancha. Pasa revista una por una a esas niñas mongolas, a los vecinos, a las monjas, a los novietes de la polla pequeña o los de los orgasmos grandes pero mentiras aún mayores, a las primeras compañeras de piso, a la familia, a la fauna entera.

La venganza se sirve fría, y Ramona, ahora, no insulta ni acusa: simplemente describe. Con detalle, precisión, sin cortarse un pelo. Sin tapar púdicamente la caca de los perros ni la de los humanos, sino pisándola. Yo que usted, si tuviera la sospecha de haberme criado en el mismo barrio, por prudencia no me compraría el libro.

Ramona traza, en resumen, un retrato hiperrealista de un barrio muy normal en el extrarradio de una ciudad muy normal de unos años ochenta muy normales en España, lejos de toda emoción ochentera. Una época en la que las adolescentes ya fuman porros y se quedan preñadas del primer noviete, sin mayor drama, donde las niñas saben lo que es una polla mucho antes de interesarse por ella: descubrir la sexualidad es, a diferencia de otros países, otras épocas, otras clases sociales, averiguar por qué a los adultos les interesa tanto. Todo ello contado por una niña que es casi una niña muy normal también pero solo casi: a diferencia de los demás, ella se da cuenta de que no tiene dónde sentarse.

No sé, por cierto, si es un buen retrato de los ochenta o un buen retrato, en general, de España: ¿ha cambiado mucho en estos extrarradios? Claro, hoy ya no te llaman al timbre para decirte chochoputa porque todo el mundo se ha enterado de que te has dado un beso con Alicia la rubia: hoy esas cosas se dicen por whatsapp.

Esta novela es también un poco una autovenganza: Ramona se desnuda para mirarse al espejo. Cuenta hasta sus sueños. Digo los de dormir, porque los sueños de futuro, en este barrio, se limitan a aprobar FP. Escribe, da la impresión, como algún adolescente se hace un corte en la piel: para ver si duele. La niña que nos mira en las ilustraciones de la autora, desde la piel de un gato, una tortuga, un oso, una lagartija que pierde el rabo o una polla, siempre es ella, y es una niña asustada.

Por supuesto no tengo la menor idea si a Rosario Villajos le ha pasado realmente algo de lo que cuenta Ramona Ucelay, si se lo ha inventado entero o lo ha compuesto de jirones de lo visto y oído. Lo que importa es el resultado, y el resultado final nos hace creer, firmemente, que esto es una autobiografía. Una lista de recuerdos. Contados con un orden cronológico muy difuso en la primera mitad, hasta la edad de los primeros pisos compartidos, para luego saltar hacia atrás, con alguna incursión en el presente.

Lo he dicho muchas veces: la propia infancia es la materia prima más barata del mercado. Sobre todo para los autores noveles. Lo cual no quiere decir que no sea rentable: a McCourt le dieron el Pulitzer por lo que fabricó con ella. Pero a mí me habría gustado que Rosario Villajos, tras su impresionante novela gráfica FACE –una pirueta de equilibrismo perfecto en la fina cuerda de lo imposible sobre el precipicio del realismo– se hubiera atrevido con un barro ya de otra textura, más capaz de deslizarse por las fisuras de la realidad.

Porque lo de moldear las imágenes, no solo las dibujadas sino también las escritas, se le da más que bien, eso ha quedado claro (“Unos orgasmos que eran como si Dios le suplicara a Camarón que te cantara La leyenda del tiempo sobre el clítoris”). Por eso confío en que los recuerdos de Ramona son solo el principio y estoy impaciente esperando el siguiente libro. No puede tardar.

Les voy a confesar un secreto: la propia Ramona Ucelay, bajo su nombre original, escribe hoy día en cierta red social, pero no sobre su infancia sino sobre sus compañeros de oficina. De nuevo con este hiperrealismo que se queda a un grosor de rotring de la caricatura, pero además reflejando todo en un espejo rajado a través del que intuimos ese otro lado de la cotidianidad. Ese lado por donde deambulan personajes como Face, ese lado que solo ven los artistas, que solo nos puede contar Rosario Villajos. Porque – y en eso consiste ser genio– ella todavía observa este mundo como la niña Ramona: todavía sin tener dónde sentarse.

Ramona (Mr. Griffin, 2019)  | Rosario Villajos  | 224 páginas | 20 euros

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