Juan Belmonte, matador de toros
Manuel Chaves Nogales
Libros del Asteroide, 2009
ISBN: 978-84-936597-9-0
376 páginas
17,95 €
Prólogo de Felipe Benítez Reyes
Manolo Haro
La génesis de esta obra puede rastrearse a partir de una pregunta que el diario madrileño Ahora, del cual era redactor jefe el autor, lanzaba a sus lectores a finales del año 1934: “¿Recuerda usted cómo era la vida en España a principios de siglo?”. Entre las muchas respuestas que llegaron al rotativo, estaba la de Juan Belmonte. No resulta difícil imaginar, tras la lectura de esta genial biografía, lo que llevó a Chaves Nogales hasta su paisano: Chaves Nogales sabía del tamaño humano, de la personalidad y de la vida de un mito vivo del toreo; también sabía que la cita con Belmonte le regalaba la posibilidad de volver a recrear una Sevilla que uno y otro compartieron separadamente. El fruto de estos encuentros vio la luz en forma de “folletín-reportaje” con 25 entregas de la revista Estampa entre junio y diciembre de 1935.
Javier Marías ha afirmado que esta biografía se lee como una novela. Cierto. Tal vez tenga incluso que sumársele al título de novela el marchamo de bizantina, cuajada como está de aventuras y viajes por la Península y por América. Detrás de un riquísimo anecdotario, unas veces amargo, otras hilarante, está un tipo humano que nunca se vio a sí mismo como un héroe. El estilo vital y taurino de Belmonte, como él afirma, deviene en espiritualidad: surge de la oscuridad de la muerte entrevista de niño en forma de hombre ahorcado en su barrio; del babero negro colocado a la pérdida de su madre y de la consiguiente soledad; de las noches en las dehesas tentando toros invisibles; y del hambre y la racanería de la fama.
El escritor ha desaparecido, ha sabido templar su pluma y darle todo el protagonismo al torero. Por ello esta obra sobrecoge y nos emociona. No hay truco. La escritura borbotea con una naturalidad implacable. Pero, además, leer estas páginas a la luz del suicidio de Belmonte le otorga un sesgo extraño. Hay en ciertos pasajes un aviso de este inapelable ‘fatum’, donde las palabras del diestro se conforman como su propio coro griego, por ejemplo, en sus maneras de torero y, aunque resulte insólito, en su enfermiza relación con la lectura. De niño, las novelas de Salgari lo llevaron a fugarse de su casa de Triana junto a un amigo en dirección a África para matar leones; una vez visto el mar de Cádiz, se amedrentaron y volvieron. Una chiquillada. Pero allá por 1915, los libros le llevaron a la monomanía de la autoinmolación con una pistola que había comprado en París. Uno de sus autores de cabecera en aquellos días fue D’Annunzio, del que tomó este adagio como forma de vida: “El peligro es el eje de la vida sublime”.
Tal vez en la figura de Ernest Hemingway haya algo que nos recuerde a los dos sevillanos. El periodismo y el flirteo con la muerte en todas sus formas son un binomio presente en la vida del norteamericano: las corresponsalías de guerra, el amor por la Fiesta, los safaris africanos, la pesca extrema, las armas y el suicidio.
Chaves Nogales perteneció a una estirpe de escritores que creían en la literatura comprometida. “Andar y contar es mi oficio”, decía. De ahí que cubriera la revolución bolchevique, la gestación de los fascismos o los albores de la Segunda Guerra Mundial. Hemingway también confió en que esa relación entre la historia y la escritura era la única forma de entender la labor periodística.
La parte belmontiana de Hemingway está alejada de la prensa. El autor fue sometido a una terapia de electrochoque en la clínica Mayo dado su estado depresivo. “¿Qué sentido tiene destrozarme el cerebro y aniquilar mi memoria, que es el único capital que poseo y retirarme de la escritura de por vida?”, afirmó en cierta ocasión. Antes de todo esto, cuenta Herrera Sotolongo, su médico personal en Cuba, en la finca Vigía el escritor se sentaba descalzo en una poltrona, colocaba la culata de la Mannlicher Schoenauer 256 sobre la alfombra y se inclinaba hasta apoyar el cielo de la boca en el cañón del fusil. Sonreía y decía: “El paladar es la parte más blanda de la cabeza”. El suicidio del escritor tuvo lugar en julio de 1961. Cuentan que Belmonte cuando se enteró manifestó: “Bien hecho, Ernesto”.
Al final de Belmonte, matador de toros figuran estas palabras. “Todo esto que he contado es tan viejo, tan remoto y ajeno a mí, que ni siquiera creo que me haya sucedido”. En la remota mañana del 8 abril de 1962, el torero se descerrajó un tiro en la cabeza en su finca de La Capitana. No duden en leer “todo esto” que ocurrió antes.
Cojonuda reseña, Manolo. Tenía ganas de hincarle el diente a esta biografía, pero ahora ya cae fijo.
Siempre he sentido simpatía por los suicidas. Un libro es lo menos que se merecen.
En cuestiones taurinas me siento tan comprensivo con los devotos como con los detractores, pero ¿podría un antitaurino disfrutar de un libro como éste, o con ‘La gran temporada’ de Quiñones, el ‘Sangrefría’ de Antonio Hernández o con el viejo Hemingway?
Una recomendación para Cotta, por si no lo conoce: la ‘Antología de poetas suicidas’ que publicó Árdora hace unos años. Las traducciones no son exquisitas, pero vale la pena echarle un ojito. Y otra: la revista ‘Vacaciones en Polonia’ dedicada a escritores suicidas. ¡Pero no lo intenten en casa!
Estimado Manolo:
Felicidades por esta estupenda reseña. Es de las mejores que hemos leído hasta ahora.
Un afectuoso saludo,
Libros del Asteroide
Alejandro, feliz idea la de ese libro de poetas suicidas. Lo leeré. Un abrazo a todos.
Estimados Libros del Asteroide:
Celebro que os haya gustado la crítica. Os felicito porque desde que empezasteis con En busca del barón Corvo de A.J.A Symons (una espiga dorada entre las biografías de personajes excéntricos que hasta ese momento resultaba inencontrable) observo que el catálogo aumenta poco a poco con títulos que están llenando de felicidad a muchos (Una educación incompleta de Evelyn Waugh me resulta un libro genial). Salud y larga vida a Libros del Asteroide.
Manolo Haro
La reseña es buena si al leerla te entran ganas de ir corriendo a comprar el libro. Y este es el caso. Por cierto, acertado y bien traído el paralelismo con aquel gran observador de su tiempo llamado E. Hemingway, mítico aunque efímero corresponsal de guerra para el Kansas City Star, el periódico que le vio nacer como escritor.
Yo, como Jesús Cotta, siempre he sentido simpatía por los suicidas… y siempre he sentido simpatía por Manolo Haro. Tanto mejor, porque su reseña es tan buena y felizmente documentada, que podría arrastrarme a un género que hasta ahora no me ha sido particularmente llamativo: la biografía.