2

La novela epistolar en los tiempos del Tinder

CaKlCZWWEAAqLUHInfiltrarse de un modo fascinante en el alma de una joven es una obra de arte, pero saber salirse a tiempo y de una manera airosa es toda una obra maestra.” (Kierkegaard, Diario de un seductor)

REBECA GARCÍA NIETO | En un momento en que la seducción se ha visto reducida a un mísero click y los emoticonos de WhatsApp amenazan con reemplazar a las palabras a la hora de hablar de sentimientos, la reedición de este clásico de Choderlos de Laclos, con traducción de David M. Copé e ilustraciones de Alejandra Acosta, parece más necesaria que nunca.

A estas alturas, la trama de Las relaciones peligrosas es conocida (de hecho, resulta difícil leer la correspondencia de sus protagonistas sin ponerles la cara de Glenn Close y John Malkovich). La novela relata el apasionante duelo entre dos expertos en las lides del amor: la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont. Al parecer, hubo un tiempo en que fueron felices juntos, pero, como el deseo es por naturaleza infiel, para mantener vivo su romance tuvieron que recurrir a la jugada amorosa más rutinaria: incluir un tercero (o, mejor dicho, a un tercero detrás de otro) en su particular torneo. En esta ocasión, la tercera en discordia es la Presidenta de Tourvel, poseedora del don más preciado para Valmont: la virtud. Para el vizconde y la marquesa, más interesados en profanar que en conquistar, hay algo irresistible en las mujeres virtuosas: “Ah, si así era la Magdalena, debió de ser mucho más peligrosa como penitente que como pecadora”. Además, se da la circunstancia de que la presidenta tiene el “plus” de estar casada (aunque no con Dios -eso ya sería el súmmum para Valmont-). Pero, en esta ocasión, algo inesperado le pasa al vizconde. Si en un principio tenía prisa y “una necesidad absoluta de conseguir a esa mujer para evitar el ridículo de enamorarme”, poco a poco se siente bien quedándose a la zaga, en la víspera, y acaba deleitándose con gusto en la demora.

En torno a ellos giran otros personajes, como Cécile Volanges o el caballero Danceny, que la marquesa de Merteuil va moldeando a su antojo. A lo largo de la novela, la marquesa orquesta los movimientos de quienes la rodean como si fueran títeres en sus manos: “… hay que saber divertirse: Los tontos están aquí para nuestras pequeñas diversiones”, dice citando una comedia de Gresset. Los propios personajes se ven a sí mismos como personajes de opereta: “Y en efecto”, dice Valmont, “caí del cielo, como una divinidad de la ópera al final de la obra”. En ese sentido, se podría decir que Las relaciones peligrosas contiene una obra de teatro, con la marquesa de Merteuil haciendo las veces de directora de escena. En varios momentos se alude a otras obras, como Zaire, de Voltaire, o a alguna ópera de la época. Solemos pensar que la metaficción es un invento reciente, característica de autores posmodernos como William Gaddis o John Barth; sin embargo, ya hay intertextualidad en El Quijote o en las novelas de Henry Fielding. En Las relaciones peligrosas también se “dialoga” con otras novelas epistolares, como Julia, o la nueva Eloísa, de Rousseau (a juicio de la marquesa, la única novela que habla de amor de forma verosímil) o Clarissa, de Samuel Richardson. También Valmont se considera un personaje “mejor constituido” que Saint-Preux, protagonista de La nueva Eloísa, y no duda en admitir sus verdaderas intenciones con su amada: “Hacer de ella una nueva Clarisa”, en alusión a la novela de Richardson. En ésta, la desdichada protagonista cae en los brazos del malvado Lovelace y, como suele ocurrir cuando uno es presa de los lazos del amor, no sale bien parada.

Al margen de este juego intertextual, para mí, hay un personaje que sobresale del resto: la marquesa de Merteuil es un personaje inmenso, capaz de reemplazar ella “sola a todo un serrallo”. Con su particular «filosofía en el tocador», la marquesa es capaz de introducir a cualquiera en el mundo del libertinaje. Sus valiosas lecciones demuestran que se puede ser una estupenda «dominatrix» armada únicamente con el látigo de las palabras: “Vuestras órdenes son encantadoras y vuestra manera de darlas me agrada aún más: haríais amar el despotismo”, confiesa Valmont. Es perfectamente consciente de lo que se espera de una mujer de su posición social (básicamente, que no dé muestras de desear el placer), y se las sabe todas para escapar de ese rígido corsé: “Por mucho que una desee entregarse, por muy impaciente que esté, aún es preciso un pretexto, ¿y hay otro más cómodo para nosotras que el que nos permite aparentar que cedemos a la fuerza?”. En cierto modo, la marquesa de Merteuil es una adelantada a su tiempo: no tuvo que esperar a mayo del 68 para darse cuenta de que “el amor, que tan a menudo se nos pinta como la causa de nuestros placeres, no es sino su pretexto”.

Paradójicamente, es cuando los protagonistas hablan de ese amor del que parecen renegar cuando la lectura es más placentera. Para los dos contrincantes de este duelo, el amor es un constante regatear con las palabras, un toma y daca verbal que consiste en tratar de imponer ciertas palabras al contrario a cambio de ceder en el uso de otras: “Esta forma de actuar puede servir con los niños, que cuando escriben «Te quiero» ignoran que están diciendo «Me rindo», le dice la marquesa a su oponente, o “la presencia del objeto amado dificulta la reflexión y nos hace desear ser vencidos”… Al leer la carta de su amado, la joven Cécile Volanges dice:  “Volví a por la carta a releerla a placer. Me la llevé a la cama y después la besé como si… Quizá no esté bien besar de ese modo una carta, pero no pude evitarlo”. No diré que he besado las cartas que componen esta novela, pero sí que he disfrutado muchísimo leyéndolas.

Las relaciones peligrosas (Sexto Piso, 2016), de Choderlos de Laclos | 448 páginas | 32 € | Traducción de David M. Copé | Ilustraciones de Alejandra Acosta

admin

2 comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *