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La paradoja consustancial al ser humano

Portada Un tercer lugar

JOAQUÍN BLANES | Denise Despeyroux tiene apellido francés, nacionalidad uruguaya y una inquietante querencia por Usera. Aunque: “el problema de Usera es que no tiene mar”, como le dice Matilde a Tristán en la escena 14 de la obra que nos ocupa: Un tercer lugar. No sé bien si estas líneas que vienen a continuación, excesivamente básicas, ayudarán al lector a definir la complejidad emocional de la obra de Despeyroux, pero al menos la sitúan en un contexto, un presente. Como reza la contraportada del libro, Despeyroux es autora, directora de escena y licenciada en filosofía. Esto último luce con bastante evidencia en sus textos. En una de sus obras, Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales, editado por el Centro Dramático Nacional (CDN), Oliver, tiene un grupo de pop lacaniano—referido al psicoanalista Jacques Lacan—, con bastante poco éxito fuera de su esfera familiar.

Esa familiaridad con las preguntas sobre la naturaleza humana, el ser o existir, y el efecto que tiene sobre el ser humano la racionalidad, sobrevive en sus personajes. Flota en la armonía que desarrolla en sus obras, desde Ternura negra a La realidad, que fue finalista al Premio Max Revelación en 2013. Pero Despeyroux no es intensa ni agotadora, como, personalmente, me parecen los textos de Pascal Rambert, que aun siendo bellos, pecan de excesivos. Despeyroux es sincera, honesta y crea sus textos desde el interior, con el mimo, el cariño y el cuidado del que cree en lo que hace, pero llenándolos de un irrenunciable sentido del humor que los acomoda para ser transitados por el lector o el espectador sin tener que mirar el reloj de vez en cuando. La autora, no solo escribe, también se atreve a dirigir sus propios textos con una puesta en escena en las que, a veces, ella misma interviene como actriz, no siempre y no es fácil encontrarse con ella en escena pero merece la pena, del mismo modo que merece la pena ver una de sus propuestas escénicas. El año pasado, el crítico teatral de El País, Marcos Ordóñez, la puso en la lista de sus 10 obras favoritas, esa moda heredada del neoperiodismo de hacer listas y listas, sin comprender que la lista que hace un crítico, digamos Marcos Ordóñez o José Luis Romo en El Mundo, el pasado 18 de diciembre de 2018, no dejan de ser arbitrariedades personales, además de localistas, porque se refiere a estrenos madrileños y no a todo el territorio nacional. No creo yo que la propuesta de Alfonso Zurro del clásico de Luces de Bohemia de Valle-Inclán desmerezca tanto como la de Alfredo Sanzol, a la que sí considera como imprescindible el periodista de El Mundo. Del mismo modo, que es ridículo no contemplar entre lo mejor del teatro que se hizo en 2017, Amour de Marie de Jongh, por ser una propuesta infantil, cuando fue y es—todavía está de gira—una de las obras con mayor sensibilidad y ternura que he visto, como espectador, en mucho tiempo.

Pero dejemos de lado la polémica de las listas, ya que podríamos hacer una propia, autóctona y autonómica, con propuestas andaluzas que tienen mucho que decir, con compañías como Histrión Teatro o El espejo negro, ambas granadinas, por nombrar solo dos de diferente registro pero de solvencia demostrada.

Un tercer lugar es una obra que, para este reseñista, admirador de la obra de Despeyroux, supone un punto de llegada y otro de partida. Un punto de llegada porque en esta obra nos encontramos con una estructura, aunque imbricada por escenas alternas, que construye un complejo herraje que adquiere la consistencia de una colmena bien formada. Algo de lo que adolecían—y esto es una opinión muy personal—sus anteriores obras. Por eso, al mismo tiempo, es un punto de partida, una manera de escribir suficientemente sedimentada como para reconocer, en cada nuevo destello, el sello personal de la autora y la complejidad creciente de sus tramas, así como el divertimento que de ellas hace, balanceándose continuamente entre la tristeza y el humor.

Despeyroux tiene algo shakespeariano, no en vano tiene una recopilación de poemas amorosos del autor inglés, Palabras de amor de Shakespeare, editada en 2003 por la editorial de nombre tan apropiado al asunto como La tempestad. Todo muy Shakespeare. Hasta los nombres de alguno de sus personajes de Un tercer lugar tienen algo que ver con el bardo anglosajón. Cordelia, por ejemplo, la hija repudiada por el rey Lear, aquí es una abogada con brotes de psicoanalista que intenta convencer a otro de los personajes para leer el Tratado sobre la naturaleza humana de David Hume, como si al leerlo, el personaje, Ismael, pudiese encontrar una especie de epifanía a su situación laboral y personal. Y curiosamente la halla, después de una lucha enconada por intentar comprender lo que Hume trata de decirle. Carlota, la psicóloga, le pide a Ismael que anote las frases que no entiende y las que entiende de ese Tratado. Evidentemente, el hombre lleva anotadas un sin fin de frases que no entiende. Sin embargo, en la escena 13: “Existir es ser percibido”. Es Ismael el que da una lección humilde de sensatez y sentimientos a Carlota, tan visceral e intelectual. Es una de las escenas más bellas de la obra.

La obra, en esa sucesión de escenas y situaciones paralelas, va abriéndose como una flor, poco a poco, para entender los vínculos, los nexos, la comunión o el rechazo que habita en cada uno de los personajes en relación con el otro y los otros.

Un tercer lugar, en palabras de la propia autora, tiene su inspiración en el Ensayo sobre el cansancio de Peter Handke. En una cita que reza: “Parece ser una regla que hombre y mujer, antes de que por unas horas se conviertan en una pareja de ensueño, tienen que haber recorrido primero un camino largo y difícil y tienen que haberse encontrado en un tercer lugar, extraño a los dos”. La obra es el encuentro entre personajes que habitan su propio universo cotidiano y que, en el encuentro con el otro, coinciden en ese tercer lugar, un lugar neutro pero, al mismo tiempo, inhóspito para ambos, en el que reconocerse a veces superior a veces inferior al otro, afrontando la neurosis como un modo de descubrir el porqué de las cosas y el conformismo de que la felicidad comienza en uno mismo y no en la exaltación de la otra persona.

La paradoja consustancial al ser humano es amar o ser amado. La balanza que nunca se equilibra, unas veces el peso recaerá sobre uno de los dos lados y al poco tiempo el desequilibrio hará que la balanza se incline en el otro sentido.

José Sanchís Sinisterra prologa el libro, y en él habla de la confluencia de la paradoja y el humor en la obra de Despeyroux, paradoja, que no absurdo, aclara. Y tiene razón. La paradoja se da en nosotros mismos, como algo inherente a nuestra forma de ser, como se dan la piel o la voluntad, están ahí, viven en nosotros, y solo por existir se van deteriorando. Una mano tiene la voluntad de acariciar o de abofetear, según se incline la balanza de nuestra paradoja. Todo eso vive en Un tercer lugar, ese lugar al que llega una pareja, un lugar que no es el de él ni es el de ella, un lugar nuevo donde todo comienza.

Como es natural, con la paradoja vienen las dudas y con las dudas llega el miedo y la angustia de no saber si cuando dejamos atrás una relación hemos acertado o hemos cometido un error. De nuevo, una vez más, tropezamos por enésima vez en la misma piedra, porque, como escribió alguna vez Immanuel Kant: “Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”. Esa ley moral que siempre está en duda y en permanente desequilibrio.

Si no tienen oportunidad de ver la obra, al menos léanla, leer teatro no marchitará nuestro espíritu lector.

Un tercer lugar (Artezblai Editorial, 2017) | Denise Despeyroux|  99 pags. | 10€

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