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La pintura en tiempos de ceguera

9788416542482_lecciondealeman_webpruebaREBECA GARCÍA NIETO | La buena literatura suele ser incómoda. Los escritores, siempre con el “Érase una vez” en la cabeza, somos muy dados a meter las narices en un pasado que con frecuencia se quiere olvidar. No es difícil imaginar entonces lo complicado que fue ser escritor en la Alemania de posguerra. Alemania, como dijo Günter Grass al recibir el Nobel, fue el país de las quemas de libros. Además, en aquella época nadie quería detenerse a examinar las heridas. Por no hablar de la prohibición simbólica de Adorno… A pesar de todo, escritores como Heinrich Böll, el propio Grass o Siegfried Lenz siguieron escribiendo después de Auschwitz.

Como muestra esta Lección de alemán, los pintores tampoco lo tuvieron más fácil. En la Alemania nazi las personas estaban tan ciegas como en el Ensayo sobre la ceguera, de Saramago. Así, en esta novela de Lenz vemos cómo los padres se entregaron al “cumplimiento ciego de las tareas encomendadas”, mientras las madres inducían en sus hijos graves problemas de visión: “No quiero que te les acerques, no quiero que juegues con ellos, y ni siquiera que los mires”, le decía Gudrun Jepsen a su hijo Siggi (narrador de la novela) cuando éste no era más que un niño. En tiempos de ceguera, no hay nada más peligroso que mostrar lo que nadie quiere ver. Y el pintor que aparece en la novela, Max Ludwig Nansen, trasladaba a sus cuadros el horror que se estaba viviendo: “Porque si algo podía considerarse digno de ser expresado en este mundo, en primer lugar, era el horror”.

No es de extrañar que en un régimen totalitario como aquel, para proteger la cómoda ceguera en la que se habían sumido los alemanes, a los pintores se les prohibiera pintar. Al parecer, el Nansen de la novela es un trasunto del pintor Emil Nolde, cuya obra fue considerada por los nazis como muestra del “arte degenerado” contrario a los ideales de la Gran Alemania. La madre de Siggi dice a propósito de los cuadros de Nansen: “¡Esas caras verdes, esos ojos mongólicos, esos cuerpos con cicatrices, tanto extranjero! ¡Solo pinta cosas enfermas! Jamás se le ha ocurrido pintar un rostro alemán”. Pese a simpatizar con el Partido Nazi, a Nolde le confiscaron más de mil cuadros y le prohibieron seguir pintando, incluso en privado. En la novela, es el padre de Siggi, policía de profesión, el encargado de vigilar que el pintor cumple con la prohibición. Para ello, no dudará en utilizar al niño para que lo ayude en las labores de vigilancia.

La pintura está presente en la novela tanto en el contenido como en la forma. Lenz escribe como si pintase: “Los invito a que contemplen primero el estanque, el establo…”. Pero, a diferencia de los colores violentos y el primitivismo propios del expresionismo de Nolde, Lenz opta por unas pocas pinceladas, tenues pero precisas. Con apenas un par de trazos es capaz de perfilar con sutileza a los personajes, sin entrar en las motivaciones de cada uno. De hecho, en buena parte de la novela, Lenz se burla de los psicólogos que tratan de entender las motivaciones más profundas de los jóvenes alemanes: “Me temo que padece el factor de odio de Yusupov”, dice uno de los psicólogos que aparecen en la novela. A diferencia de otros escritores alemanes como Karl Philipp Moritz o Thomas Mann, en cuyas novelas lo psicológico y lo filosófico tienen un peso importante, Lenz elige quedarse en la superficie de las cosas. Como dice en la novela, uno de los males de Alemania es la profundidad: “Esta tierra de aquí, tu tierra, no comprende las bromas (…) Siempre mantiene esa seriedad profunda, incluso bajo un sol espléndido. A veces he llegado a pensar que esta tierra no tiene superficie (…) sólo una profundidad perversa, y desde allí todo te amenaza.”

Esta diferencia de enfoque, la sutileza con la que aborda temas tan complejos, es, a mi modo de ver, el gran logro de la novela. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en el tramo final, en la escena en que un soldado vuelve de la guerra y se reencuentra con su mujer. Él ha perdido las dos piernas; ella lo abraza y lo carga en un carro para llevarlo a casa. No cruzan palabra: ya está todo dicho. De nuevo, trata de imponerse la ley del silencio. Tras un fogonazo de realidad, breve pero intenso, muchos personajes de la novela intentan volver a refugiarse en la ceguera. Así, los padres de Siggy le prohíben hablar, incluso pensar en su hermano Klaas: “¡Debéis borrar su recuerdo de vuestra memoria!”… Pero muchos jóvenes, como Siggy, se oponen a este proceso de borrado. En la novela, los jóvenes “inadaptados” que cuestionan a sus mayores acaban en un reformatorio. Siggi intuye que los hijos son castigados por los pecados cometidos por sus padres: “Estoy aquí en lugar de mi padre, el policía del puesto de Rügbull”.

Antes de salir del reformatorio, Siggi debe escribir una redacción en alemán. La enfermedad de Alemania, nos viene a decir Siggi en su redacción, se llama “deber”. Los alemanes pasaron décadas cumpliendo órdenes, con las consecuencias que todos conocemos. Pese a ello, la sociedad sigue inculcando la necesidad de disciplina, “las alegrías del deber”, en sus ciudadanos. Esta Lección de alemán muestra que prácticamente ningún país aprende la lección. También muestra que la lengua alemana, la de Rilke o Walser, pero también la de Hitler o Goebbels, estaba herida de muerte (no hay más que leer LTI, La lengua del Tercer Reich, de Victor Klemperer, para ver hasta qué punto). Había que reanimar el idioma alemán. Y, desde luego, había que volver a escribir. Sólo escritores como Celan (que siendo rumano y judío eligió escribir en alemán), Böll, Grass o el propio Lenz podían rescatar el alemán de la barbarie, de las marchas militares al son de las cuales había desfilado durante décadas. Libros como éste demuestran que, en aquella época, los escritores hacían más falta que nunca.

Lección de alemán (Impedimenta, 2016) de Siegfried Lenz | 496 páginas | 24,95 € | Traducción de Ernesto Calabuig

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