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La poesía entre los cacharritos de la feria

JUAN CARLOS SIERRA |  Como a tantas cosas en la vida, a la poesía llegué muy tarde, aunque he de admitir que intenté –no sé si lo he llegado a conseguir- recuperar todo el tiempo perdido, en concreto unos veinte años. Quiero decir que más allá de lo que en el instituto nos ponían por delante y más tarde en la facultad, que era aproximadamente lo mismo, mi contacto con la poesía hasta el inicio de mi década de los veinte no rebasó los límites de lo formal, lo académico y, sobre todo, de lo que tocaba cuando tocaba en los programas educativos de turno que, en cierto sentido, alimentaban entre el alumnado una concepción de la poesía algo antipática, muy probablemente porque a muchos de los que la enseñaban les pesaba demasiado el fardo de los prejuicios sobre la poesía o simplemente porque la detestaban. Con esta pescadilla que se muerde la cola era difícil salir de la rueda del hámster antilírico en que me encontraba.

Sin embargo, como también suele pasar en la vida, los astros se alinearon para que en un momento, en concreto a comienzos de los años 90 del siglo pasado, aparecieran en mi vida dos personas que en este sentido iban a desbordar todos los diques que le había puesto hasta entonces a la poesía; bueno, para ser justos, he de decir que fueron dos personas y una portada. Esas dos seres humanos determinantes e iluminadores fueron mi compañera de estudios Francisca Rosa Bautista –Francis para los amigos-, que me leyó en un banco del barrio granadino de Cartuja a Jaime Gil de Biedma en una antología que conservo a pesar de todas las mudanzas, y Luis García Montero, de cuyas clases en la especialidad de Filología Hispánica durante el cuarto curso de carrera concluí que existía una manera de ver, leer y sentir la poesía muy diferente a como la había ‘sufrido’ durante gran parte de mi adolescencia.

Digamos que la revolución lírica en mí estaba en marcha, había empezado a gestarse, arrancaba motores, pero el combustible necesario y definitivo fue una portada de color rojo soviético, rojo llamarada en una lanzadera espacial, rojo amapola, rojo vergonzoso por todo el tiempo que había perdido, rojo emergencia y urgencia por tenerla, porque en aquella portada estaba estampada la palabra poesía, en concreto la poesía más o menos última por aquel entonces. Y aquel entonces era 1993, en concreto un cuatro de octubre, San Francisco; y aquel entonces era la feria de mi pueblo, el último día de feria, el santo de mi padre y de mi hermano el mayor, probablemente día festivo local; y aquel entonces, en la entrada del recinto ferial, sin portadas ostentosas ni luces excesivas ni farolillos, entre el puesto del tío de los cocos y el del turrón y las garrapiñadas había un chiringuito de libros baratos, algo destartalados, de páginas amarillentas y portadas cutres pero con autores de la talla de Oscar Wilde, San Juan de la Cruz o Conrad, por ejemplo; y en aquel entonces, por lo visto, aún había espacio para los libros, aunque fueran de una calidad material algo dudosa, entre la música pre-Camela de los coches de choque y los gritos chochónicos del de la tómbola.

Y esa portada que por aquel entonces me llamó tanto la atención como para rascarme unas cien pesetas o así del bolsillo más bien raquítico de un universitario fue 40 años de poesía española. Antología 1939-1979 de Miguel García-Posada. Con él me fui de la mano a la caseta donde había quedado con los colegas, algo le cayó de las cervezas que me bebí aquella noche, sus versos se descolocarían momentáneamente con los decibelios excesivos que salían de los altavoces, asistió al intento de buscar un lugar algo escondido para besarme con la chica con la que salía –detestaba y detesto la palabra novia-, se mojaría con la lluvia otoñal que nos sorprendió a la salida de la caseta,… A una hora prudente de la noche -¿las dos?, ¿las tres?- sin rastros ya de alcohol, pero con los oídos aún pitándome y el recuerdo excitado de la piel suave debajo del sujetador, me meto en la cama a leer los versos que ha seleccionado Miguel García-Posada para mí, desde Miguel Hernández hasta Guillermo Carnero –el primero sí que estaba en los libros del instituto, aunque poco, pero al segundo no me lo había cruzado jamás-. Entonces no tengo las lecturas suficientes para apreciar la valía de la antología que tengo en las manos, su rigor filológico y literario –por sesenta céntimos de euro aproximadamente-, pero sí que noto que aquellos versos seleccionados y expurgados serán determinantes para que me apunte definitivamente al bando de la poesía.  

Y aquí seguimos gracias en parte a una portada definitiva.

40 años de poesía española. Antología 1939-1979 (Editorial Burdeos, 1988. 2ª edición corregida) | Miguel García-Posada | 238 páginas | 100 pesetas en 1993, entre 7 y 11 euros ahora

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