JOAQUÍN PÉREZ BLANES | No basta con la limpieza, con la instrumentalización aséptica de las palabras, no es suficiente, no. No basta con tener una hermosa plantación de oraciones floridas y disponerlas con destreza sobre un folio. Con detenimiento, con esfuerzo, sin duda, pero no es suficiente. No basta. La literatura requiere de ese extrañamiento singular que nos arroba, de ese quejío que pone la carne de gallina, de esa aguja oxidada que se acerca amenazante para adentrarse en el globo ocular y nos aterra. La literatura nos debe, primero, embelesar y, después, arrastrar hasta unas profundidades inusitadas en las que nada externo nos alcance o nos perturbe. Que nos aísle del mundanal ruido, de nuestra estresada vida o de una pérfida lluvia invernal. Esa inmersión es un ejercicio límpido de apnea. Un buen libro es como adentrarse en una selva voraz en la que, inevitablemente, se corre la misma suerte que la de Arturo Cova y sus compañeros: “¡Los devoró la selva!” Esa capacidad de embocar y devorar que tienen los libros es lo que este estadista echa en falta en mucha de la literatura que llega últimamente a mis manos. Comprendo y admiro la capacidad de escribir y la tenacidad de cualquiera, y me merecen un profundo respeto por su capacidad de inventiva y su prolífica creación, pero ahí concluye la admiración. Si un libro no es capaz de engullir de los pies a la cabeza a este estadista, no puede rascar mucho y tiene poco que opinar al respecto salvo que, a pesar de la pulcritud de la escritura, la capacidad onírica y el palmarés apabullante de la autora, no consigue atravesar esa fina capa de corrección y arrancarme de este lado de acá para llevarme a través del espejo. Así pues, todo lo que viene ahora es únicamente atribuible a este provecto y desalmado estadista.
He sufrido bastante para terminar la novela y eso que es corta. No he encontrado nada en lo que adentrarme, me ha parecido más bien un diario personal que la autora necesitaba escribir para sí misma, en un ejercicio de exorcismo de dos miedos que atenazan a la autora: la escritura y la demencia. Una reflejada en la existencia singular de su tío Carlos, la otra en esa sensación de vacío existencial de las personas que se dedican a la escritura y sufren cuando no escriben.
Honestamente, no tengo mucho más que decir, salvo que una biblioteca es como un museo en el que uno experimenta una relación visceral con la pintura o la escultura. Es la misma relación emocional que se produce en la lectura. Llega o no llega. Puede reconocerse una técnica sobresaliente y depurada en una obra y al mismo tiempo no transmitir ninguna emoción. Así que es mejor avanzar unos pasos hasta el siguiente cuadro, la siguiente escultura o el próximo libro. Sintiendo que lo que dejamos atrás es todo muy correcto, incluso elegante, pero no tiene nada de la Florencia de Stendhal.
Carrusel (Editorial Barret, 2021) | Berta Dávila | 116 páginas | 15,90 euros