JABO H. PIZARROSO | Cuentan los hombres y mujeres de avanzada edad de este lugar, que tras el asesinato de su madre a manos de ETA en la plaza de Ordizia en 1987, el hijo de Yoyes volvió a casa y su tía le preguntó qué había pasado. La respuesta del niño que había visto todo fue la siguiente: Bakeroak etorri dira eta ama hil dute, «Han venido los vaqueros y han matado a la Ama».
Durante muchos años la literatura vasca en eusquera y en castellano, la literatura policiaca escrita y ambientada en Euskadi, pasaba por alto el tema de ETA, los GAL y todo el ecosistema violento alrededor de lo que algunos han venido a llamar los años de plomo. A veces los escritores tienen el síndrome del avestruz, esconden la cabeza bajo su ala, ángel terrible, para no hablar de lo evidente. Donde habite el olvido. En estos campos sin aurora. Parecerán, muchos años después, novelas marcianas, aquellas que hablaron de realidades en las que extrañamente faltaba una parte. Puede que echemos la vista atrás y digamos: en esta narración falta algo, no lo más importante, pero sí un no se qué fundamental para poder comprender sociológicamente la realidad a partir de su representación novelística, el espejo en el camino, esas cosas de la decimononia y las óperas contadas.
Llegó hace un año Aramburu, el comandante impuesto de los relatos sobre estos asuntos y mandó a bailar, que no a parar, sino a empezar. Y la dialéctica de los relatos, la batalla aquella de los relatos o del Relato en mayúsculas comenzó su trinar y su danzar. Lejos quedan en nuestra memoria novelas de aquellos epígonos como Bernardo Atxaga cuando publicara en el noventa y tres El hombre solo, una novela protorrelatora de estas cosas, o El amigo armado, de Raul Zelik, publicada hace unos años en Txalaparta. Portela ayudó en mucho el año pasado, con un ensayo fundamental del que hicimos crítica en este digital magazine hace unos meses, y ahora Edurne vuelve sobre la misma linde con una novela de hermosa hechura. No son las únicas. Aixa de la Cruz, con La línea del frente, en Salto de Página, que será reseñada en esta misma casa, también se ha unido al brotar de los relatos sobre el conflicto vasco.
Los años ochenta fueron tenebrosos en muchos aspectos si hablamos de Euskadi. Los ochenta asesinatos de ETA al año, la heroína, el Plan ZEN, el Síndrome del Norte, Zabalza, Lasa y Zabala, el BVE, ATA, los GAL, Intxaurrondo, Los Comandos Autónomos Anticapitalistas, Naparra, un paro galopante, el nacimiento del rock punk vasco con grupos como Sociedad Alcohólica, La Polla Records o Kortatu, sin dejar a un lado a las ratas eléctrificadas de la margen izquierda: Eskorbuto.
Edurne Portela se adentra en aquellos años mediante esta novela titulada Mejor la ausencia. Amaia es la protagonista. Vive con sus hermanos, Kepa, Aníbal y Aitor, y con sus padres, Amadeo y Elvira. También con Pili, la asistenta que trabaja en su casa y ayuda en las labores a su madre. La historia contada en primera persona por la propia Amaia se inicia en el año 1979 y llega hasta el año 1992 con una coda final situada en el 2009, cuando Amaia ya tiene casi cuarenta años. Lo que sorprende desde el primer momento es la generación de un contracampo narrativo oculto que tiene un peso atroz a lo largo de la mitad del libro, y que se va desplegando a los ojos de Amaia desde las primeras páginas.
Nos encontramos ante una narradora de cinco años que desconoce la parte gruesa de casi todo lo que observa y escucha, una niña que comprende el mundo alrededor a partir de la ingenuidad de su edad. Así, cada vez que le toca en suerte la bolita que le permite viajar con Amadeo y cruzar la frontera para ver a su tío Josu, la Amaia de cinco años nos habla de la tarjeta que su padre enseña a los guardafronteras cuando van a ver a Josu, un tío suyo que siempre está rodeado de hombres con barba. Mejor la ausencia se narra desde los ojos de esta niña, esta adolescente que crece en un mundo caótico, en el que su padre viaja al otro lado de la frontera y desaparece durante semanas y meses para volver y pegarle palizas terribles a su madre. El hermano mayor, Aníbal, se va cayendo con parsimonia y dejadez por los escondrijos del miedo de la droga y la heroína hasta acabar hecho una sombra esquelética de sí mismo. Kepa se sitúa en los territorios de Jarrai, los grupos de izquierda afines al MLNV-ETA, y Aitor, cuando puede, marcha a otro lugar a estudiar y a buscarse la vida. Huye a Madrid.
En medio de esta familia que sobrevive como puede en el mundo vasco roto tras la transición, la protagonista trata de sobrevivir y de escudriñar cual será su verdad y cuál su futuro. Por un lado quiere alejarse de los espacios en los que sus hermanos, su madre y su padre se mueven, pero por otro lado, según va creciendo y según se va afinando su conocimiento, conforme se abre su mirada sobre los círculos concéntricos que le otorgan el conocimiento más real de lo que al principio desconocía, intenta descubrir como si de una pequeña Edipo se tratara, ya no quién mató a su padre, sino qué es lo que hace su padre, a qué se dedica ese hombre tan desconocido que llena de violencia su casa y que deja regueros de sangre en las baldosas de la cocina cada vez que aparece, golpea y luego se va.
Una de las peculiaridades de esta novela es el develado paulatino del saber del que se va apropiando Amaia, contado con un rigor y una verosimilitud pasmosa, porque sabemos lo que sabe Amaia en cada momento, nada más, porque conocemos lo que conoce Amaia a los ocho, a los nueve, a los doce, a los trece años, porque sabemos lo que puede saber y cómo lo puede saber esta chica en cada franja de edad, en relatos sintetizados de manera magistral donde no sobra nada y donde, como hemos dicho antes, lo que está fuera de campo, lo que no sabemos desde los ojos de Amaia, nos genera una inquietud absoluta porque como lectores siempre sabemos mucho más que ella, porque conocemos la época, pero la novela nos coloca al lado de esa Amaia hundida en una visión ingenua y desconcertada que se va llenando de verdades dolorosas a medida que su cuerpo y su mente crecen.
La visión de esta narradora en crecimiento constante nos irá apartando los telones que ocultan su realidad familiar y por ende los de la realidad macrosocial vasca de ese tiempo que va desde los ochenta hasta los primeros dos años de los noventa. Amadeo, el padre, es la figura a descubrir, es el hombre que tapa prácticamente todo, es el monstruo que viene a verla cada vez que ella intenta descubrir quién es Amaia, qué hace Amaia y cuál es el mundo de Amaia. Solamente cuando llegue a la treintena, tras su paso como periodista por Madrid y tras ser despedida de un medio de comunicación, a la vuelta a Portugalete y a su encierro en una pequeña buhardilla desde la que oteará su pasado, solamente en ese momento, Amaia se acercará, mediante la escritura, a aquello que le lleva hurgando las entrañas desde que era niña. Y el descubrimiento de la verdad no le hará libre, o sí, pero se trata de algo, la escritura o la vida, a lo que Amaia estaba obligada desde que naciera en los setenta en esa familia hundida de la margen izquierda bilbaína.
Mejor la ausencia es uno de los relatos actuales sobre la sociología vasca violenta de los ochenta, donde se aprecia con grandes dosis de naturalismo sintético y de verosimilitud lo que fueron unos años que, vistos desde la escritura, sorprende recordar y es necesario recordar, porque la literatura, como le pasa a Amaia, sirve para contarse y conocerse, entre otras muchas cosas.
Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg, 2017), de Edurne Portela | 236 páginas | 18,90 euros